3 de enero de 2010

Crisálida

Ingrid Terrile


Gerhard mira a través de los barrotes de la ventana. Afuera ya comienza a hacer calor y la tierra, partida en grandes pedazos, se parece a un rompecabezas gigante. A lo lejos, la alambrada rodea todo el campo; desde allí parece una fina red, como esa que usaba para cazar bichitos cuando iba a la casa de su abuelo en la montaña.
De repente distingue, a la altura de sus ojos, una mariposa. Es una de esas grandes, llenas de manchas de todos colores. La tiene tan cerca que casi la puede alcanzar con sus manos. Ve sus alas finas, desplegadas; un reflejo de luz las atraviesa y enciende los pequeños círculos dorados, rojos, verdes que las cubren.
La mariposa se aleja, vuelve, se queda como quieta en el aire y, en ese movimiento lento, elegante de sus alas, Gerhard descubre otros brillos, otros reflejos. Finalmente ella se va lejos, describiendo rutas errantes en el rosa opaco del amanecer. Él pasa su pequeña mano a través de los barrotes y la saluda.
Sus amigos de la barraca aún duermen. Gerhard cierra los ojos y piensa en la mariposa. Cómo brillaba Mira el techo de lata oxidada, el piso de tierra y mugre, la ropa sucia colgando de las camas. Todo es tan gris aquí.
Los niños en la barraca se van despertando, pero sólo se escucha el rozar de los cuerpos con los colchones.
Antes, cuando recién habían llegado, todavía tenían ganas de jugar. Por momentos se convertían en intrépidos piratas que iban al asalto de los enemigos embarcados en las cuchetas vecinas, o a veces eran furtivos cazadores perdidos en una selva de ropa gris, atrapados entre mangas de camisas y piernas de pantalones que colgaban de las camas como lianas.
Ahora, sólo esperan en silencio.
La puerta de la barraca se abre, y el soldado de todos los días hace gestos y repite órdenes, en el extraño idioma de siempre. Al principio, ninguno entendía qué quería decir el hombre. Seguían jugando, algunos hasta se reían del lenguaje raro que usaba el desconocido.
Uno a uno habían sido castigados. Luego, el miedo les había enseñado a formar una fila impecable para ir a recibir la única comida del día. Ya en el barracón sucio donde comían, Gerhard recuerda a cada momento su mariposa de colores. No sabe por qué pero está contento, hasta sonríe.
Camina con su plato en la mano, mientras piensa en los rastros dorados que dejaba su mariposa en el aire; de repente, sin querer, vuelca un poco de sopa sobre las botas de uno de los guardias.
Levanta los ojos tratando de alcanzar la cara del hombre, pero el golpe llega antes. El culatazo lastima su hombro. Aguanta el dolor con los dientes muy apretados, no llora; sabe que si lo hace será todo peor, y se sienta.
Ya no sonríe.
A partir de ese día, todas las mañanas, Gerhard se para en su cama para alcanzar los barrotes de la ventana y mira, espera, busca.
Aún siente el fuerte dolor en el hombro, pero no está triste, sabe que hoy la volverá a ver. La hora de formar la fila llega y su mariposa todavía no aparece. Durante la comida, mira todo detenidamente, trata de encontrar en una miga de pan, en una mancha sobre la mesa, la forma de las alas, los colores.
Sin darse cuenta, vuelca una cucharada de guiso sobre el pantalón del soldado de guardia. Esta vez el castigo es más fuerte pero Gerhard no llora, sigue pensando en los colores agitándose en el aire.
Por la tarde, un soldado entra en la barraca y lo saca a empujones. Lo dirige a través del campo hacia el edificio principal. Suben varios pisos por una escalera de piedras lisas y relucientes. El soldado lo empuja con la culata del fusil, cada vez que Gerhard se detiene a mirar las vetas en las piedras. Su mariposa tiene colores más hermosos.
Llegan a una habitación grande y luminosa donde hay un hombre sentado detrás de un escritorio.
En su saco, Gerhard ve los botones dorados. Un rayo de sol que entra por la ventana los hace fulgurar.
El hombre se para, es enorme, y con un acento que Gerhard ya conoce, dice algo sobre su descuido en el comedor, sobre la sopa volcada en las botas, en los pantalones de los soldados o algo así. Pero la voz le llega lejana. Por la ventana, de repente, Gerhard ve un destello rápido moviéndose en el aire. Aguanta la respiración; sí, es ella, es su mariposa de todos colores, volando allí cerca. Con un movimiento arrebatado, Gerhard llega al alféizar de la ventana. Su mariposa vuela tranquila, ominosa, coqueteando con sus magníficas alas. Gerhard le grita un saludo y, antes de que los hombres de uniforme puedan reaccionar, se trepa y salta.
Arquea la espalda, y mientras cae, sus brazos se alargan, se hacen finos.
Poco a poco, Gerhard se va cubriendo de reflejos multicolores.

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