23 de junio de 2009

Oligofrenia

Cayetano Ferrari


Apareció una mañana. Fui el primero en advertirlo y darle importancia. El cable –grueso, sólido, negro– estaba bien plantado en la tierra.
Invité a varios amigos para que me ayudaran. No logramos nada. Mis amigos llamaron a varios de sus amigos. Traccionamos otros días y apenas conseguimos sacar algunos centímetros del misterioso cable. Cuando terminamos los amigos buscamos los conocidos y después a cualquiera que quisiera ayudarnos.
El trabajo marchaba lentamente; nos exasperaba la parsimonia con que el cable emergía de la tierra.
Al poco tiempo una muchedumbre se interesó en el cable. Los más inteligentes decidieron construir máquinas –especies de aparejos– para facilitar y multiplicar el trabajo útil.
De mí, de los primeros que nos ocupamos del cable, apenas se hablaba.
El trabajo adelantó seriamente cuando el Estado se ocupó del cable. Modernas traccionadoras lograron sacar miles de metros en pocos días. El Estado se mostró generoso: brindaba ocupación a todos. Para complementar la acción de las artificiosas máquinas importadas, cada cinco metros un hombre sostenía el cable, durante ocho horas (en verdad se les pagaba el doble, por ser obra de carácter nacional).
Hubo críticas, porque el cable no producía ganancias (momentáneamente); pero era obra del pueblo.
El cable entró por todo el país; en cada provincia hubo trabajo para más "cableros".
Nuevas críticas: la obra del cable arruinaría a la industria y al comercio. Los hombres querían ser cableros, los niños también; las mujeres observaban orgullosas interminables filas de cableros por las calles, caminos, etcétera, etcétera. Acuerdo internacional: el cable se extenderá por los países del mundo. El cable abrazaba el globo terráqueo.
Nada concreto sabíase sobre la significación del cable, ni sobre lo que con él pudiera hacerse. Pero se convirtió en la obra del mundo.
La cuestión del cable hubiera seguido: los padres habrían dejado su puesto en heredad a los hijos y éstos a los suyos y así indefinidamente. Tal vez.
El tiempo feliz dura poco.
Alguien que afirmó ser clarividente, asentó: con el correr de los años el globo terráqueo se convertirá en miserable carozo con cable arrollado y hombres colgando.
Entonces vino la conspiración. Varios comenzaron a ver claramente.
Era preciso cortar por lo sano o sea cortar el cable. Y el cable fue guillotinado.
Hubo desórdenes, aplastamientos, presiones, fusilamientos. Los hombres, simples granos de racimos escamujados, perdieron de pronto punto de apoyo. Resbalaban, rodaban, inconteniblemente. La obra del mundo saboteada. Las naciones se acusaban mutuamente.
Guerra.
Duró muchos años. Hasta que por cansancio de guerrear hubo paz.
Paz.
En todas las naciones del mundo celebrose el armisticio con solemne suelta de barriletes y de globos llenos de "hidropágeno". También se inventó "la danza del cable": hombres y mujeres se enrollaban con cable, como trompos, y desenrollándose debían girar hasta que caían sentados, totalmente ebrios, vomitando, pero desternillados y destornillados de risa. Espectáculo inolvidable.
Renació la industria, el comercio, la vida ruticotidiana. Sin embargo la obra del cable no se olvidó.
Hombres y mujeres cortaron trozos de cable que plantaron en macetas para departamentos; también las autoridades, respetuosas del pasado, plantaron en plazas, caminos y paseos trozos de cables.
Realmente emocionaba la fidelidad con que hombres, mujeres y autoridades regaban, diariamente, los cablecitos del pasado.
En Inexistencias, 1976

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