10 de junio de 2009

Los ojos

Guillermo Estrella

Se casaron y los esponsales fueron para ellos como un sueño de cánticos y perfume.
Luego entró la muerte en la casa y el hombre quedó yerto. La viuda deliró de dolor. Todos los detalles del velorio rivalizaban por señalarle la magnitud de su pérdida: el ataúd dilatado, para que cupiera el ancho varonil; los documentos amarillos que atestiguaban su buen linaje; la presencia de un desconocido que venía a saludar a su modo, un ignorado acto de bondad.
Las amigas acudieron en masa. Venían llorando, sobreexcitadas desde el zaguán por el ambiente tétrico de la pompa mortuoria.
–¡La pobre Julia! –exclamaban, y entraban en montón de negro a las habitaciones. En su mayoría eran jóvenes, las amigas de tes y bailes, que habían asistido al noviazgo de los dos. Una que otra, tras de taponarse los ojos con el pañuelo, permanecía con la mirada perdida, religiosamente quieta. Quizá sintiera en el fondo de la entrada una íntima viudez; tal vez renovara el dolor de la pérdida de un hombre, llevado primero por otra mujer que por la muerte. Allí estaba la mujer que Tito había cortejado antes de prendarse de la otra; allí estaba la que lo había adorado en silencio; allí estaba la fea, que lo había querido sin antes, sin después, y sin silencio.
Yo también era amigo de Tito y fui a verlo por última vez. Al entrar, uno de esos parientes que nunca faltan, me cerró el paso:
–¿Qué prefiere usted, tomar café o ver primero al muerto?
Opté por el café. Una convulsión de sollozos llegaba desde las estancias vecinas, cerrada a pura persiana con las mirillas en alto, como un raspón a contrapelo. Venía de ese punto un confuso lamentar entrecortado y cuando los elogios de las mujeres subían de punto, he ahí que surgía repentinamente la voz de la viuda, con un no sé qué extemporáneo acento de desafío: “¡Tito! ¡Tito mío! ¡Mío solamente!”
Supuse que se disponía a dirigirse a la pieza mortuoria y quise evitar el encuentro. Siempre he odiado el espectáculo de las mujeres llorando. Empiezan por darme una infinita sensación de desamparo y terminan por parecerme terriblemente cargosas. Por eso resolví aplazar la visita.
Quedé en el patio, escuchando la conversación de un grupo de hombres. Eran todos de la misma oficina, y como es natural no tardaron en enzarzarse en una discusión política. Y no estuve desacertado en quedarme allí. Pasó la viuda hacia la cámara del velatorio sostenida por amigas de confianza y pasaron otras llorosas más, formándole el cortejo de la desgracia. Julia me saludó al pasar, doloridamente, y dejó caer las palabras antes de seguir:
–¡Está tan natural!
Comenzaron a entrar en la lúgubre estancia. Y entonces vi la cosa. Apenas pisado el umbral, las mujeres se erguían rápidamente, se secaban los ojos, componían el cabello con gesto rapidísimo y certero. Dios me perdone si vi mal, pero aquello me fue patente en esos momentos. ¡Si hasta parecía que echaban de menos la polvera!
Algo se escandalizó dentro de mí mismo. ¿Sería posible, ¡Dios mío!, que las mujeres tuvieran que componerse hasta ver a un hombre muerto?
Llegué bruscamente a la estancia, pasé por entre el grupo de mujeres y me arrimé al ataúd. Al mirar hacia adentro, un detalle me proporcionó la clave de la insensata frivolidad femenina.
¡El cadáver tenía los ojos abiertos, en su estuche de caoba!
Y comprendí el significado del gran grito de antes, que se repetía ahora como una contestación a todas las mujeres; el grito que tenía un extraño, fantástico, excluyente acento de desafío: “¡Mío! ¡Solamente mío!”
Allí había algo más que una pena.

De El incendio y otros cuentos, 1929

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