7 de noviembre de 2009

Teatro de Absurdo

Jaime Rest
El absurdo ha tenido amplia cabida en la literatura contemporánea, pero su empleo más difundido en las letras de nuestro tiempo se ha producido en el llamado teatro de absurdo, giro con el que se designa un fenómeno dramático de notable empuje en la actividad escénica posterior a la segunda guerra mundial. Su epicentro debe ubicarse principalmente en Francia, pero ha tenido considerable repercusión en otros países, en su mayoría de la Europa occidental. Si bien el apogeo de este ciclo debe situarse en la década de 1950, sus antecedentes abarcan casi todo el período en que se fue desarrollando el teatro de vanguardia europeo, desde sus orígenes al filo de 1900. Su vertiente cabe remontarla a la presentación Ubú rey, composición de Alfred Jarry que se conoció en 1896, y su trayectoria pasa por dadaísta y surrealista, por la obra de Apollinaire, Artaud y Cocteau, así como por los experimentos dramáticos de Pirandello y los celebrados “esperpentos” de Valle Inclán. También en el período en que prevaleció la literatura existencialista se advierte una dramática que, pese a una exposición tradicionalmente coherente de los hechos, se caracteriza por escenificar situaciones absurdas, como en El malentendido de Camus. Por otra parte, es posible asimismo señalar la presencia de elementos absurdos en la formación del expresionismo nórdico, desde el Woyzek de Büchner, en plena época romántica, hasta las piezas de Strindberg y Wedekind. Como quiera que sea, en sentido estricto el absurdo de la literatura actual se vincula fundamentalmente al surrealismo, en la medida en que su intención es exponer sin explicaciones ni claves elucidatorias la comicidad –el humor negro- de la situación disparatada. Las figuras principales de este proceso han sido Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Arthur Adamov, Fernando Arrabal y, en cierto modo, Jean Genet y Jean Tardieu. Estos autores enfatizan la ausencia de una realidad que sea inteligible para las expectativas humanas y a veces utilizan un humorismo profundamente cáustico para enunciar una visión pesimista del hombre contemporáneo, privado de toda certidumbre y acosado por múltiples angustias. Tal actitud, en su base, entraña una denuncia radical de las condiciones imperantes en el mundo moderno, que se halla dominado –y desgarrado- por infinidad de ideologías contradictorias y precarias. Esta posición es asumida particularmente por Ionesco, cuya óptica conservadora se resume en las siguientes palabras: “No hay alternativas; o bien el hombre es un personaje trágico o, si no, se convierte en una figura ridícula, penosa, prácticamente ‘cómica’; y al exponer el carácter absurdo que adquiere de tal manera la condición humana, el dramaturgo puede lograr una suerte de tragedia. Mi opinión consiste, en suma, en que el hombre debe soportar cierto grado de infelicidad metafísica o, en caso contrario, ha de convertirse en un ser insignificante.” De esta declaración pareciera desprenderse la tesis de que la tragedia de la conciencia actual radica en una falta de trascendencia, en una excesiva sumisión a una secularidad sin redención. Un mensaje similar es sugerido en Esperando a Godot de Beckett. Entre los autores que en alguna ocasión han sido vinculados al teatro de absurdo, cabe mencionar a los dramaturgos de lengua alemana Peter Weiss, Max Frisch, Günter Grass y Friedrich Durrenmatt; los ingleses Harold Pinter y N. F. Simpson; los italianos Ezio d’Errico y Dino Buzzati, y los norteamericanos Edward Albee y Jack Gelber.

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