27 de noviembre de 2009

El rey virtuoso

Leyenda Hindú
En la ciudad de Mitila vivía hace muchos años el rey Namí. Poseía un hermoso palacio de mármol blanco en el que tenía siete salones: el primero era de plata purísima, el segundo de oro, el tercero de diamantes, el cuarto de rubíes, el quinto de esmeraldas, el sexto de zafiros y el séptimo de marfil. Los jardines del Palacio estaba cuajados de flores y árboles y en él vivían multitud de aves cantoras que alegraban al rey con sus trinos. El rey Namí era tan rico que los tesoreros del palacio se habían cansado de contar sus riquezas y ya no sabían a cuánto ascendía.
El palacio estaba poblado de siervos, que atendían a los menores caprichos y deseos del rey con toda presteza y puntualidad. Las cuadras reales estaban colmadas de caballos y elefantes. El rey tenía un elefante para pasear cada día de la semana y el que montaba los domingos era blanco como las nieves del Himalaya.
Pero el rey Namí no era feliz. Todos los sabios de su reino habían intentado proporcionarle la felicidad sin que ninguno consiguiera el éxito. Pero un día el rey vio la luz: abandonó toda sus posesiones, todos los placeres y abrazó la vida ascética, cobijándose en el corazón de un espeso bosque, donde pasaba los días entregado a la meditación y la oración. Todo el reino lloró la pérdida del buen rey Namí.
Un día la historia del rey Namí llegó a oídos del dios Indra, que decidió descender a la Tierra para probar la virtud del rey transformado en asceta. Se disfrazó de monje y se presentó ante el rey Namí. Una vez en su presencia, Indra habló así:
-¡Tu palacio está ardiendo rey Namí, y todos tus tesoros perecen en las llamas! ¿Por qué no corres y acudes a salvarlos?
Pero Namí respondió:
-¡Feliz es y feliz vive, venerable monje, aquel que nada tiene suyo! Aunque arda el palacio de Mitila, nada es mío porque a todo he renunciado. No hay vida mejor para el sabio que verse libre de toda ligadura terrena y entregado a piadosas bendiciones.
Indra entondes le dijo:
-¡Oh, rey Namí!, ¿por qué no amurallas tu ciudad, construyes fosos, torres y máquinas de guerra? Así llegarás a gozar de la gloria del guerrero victorioso.
El rey Namí respondió:
-El hombre sabio tiene la fe por fortaleza, la austeridad por cierre de sus puertas, la paciencia por muralla inexpugnable; el esfuerzo es su arco y la prudencia, las cuerdas del mismo; los dardos de la penitencia somenten a su eterno enemigo: las pasiones. Así es el hombre sabio, victorioso en la batalla por dominarse a sí mismo.
De nuevo Indra le habló de esta suerte:
-¡Oh, buen rey Namí! ¿Por qué no castigas a los ladrones y malvados de tu ciudad? Haz que tu reino sea un lugar seguro para los hombres honrados. Así alcanzarás gloria como gobernante justo y prudente.
Namí respondió:
-Los hombres que gobiernan castigan con frecuencia de forma injusta. Los inocentes van a la prisión y los malvados quedan libres.
De nuevo Indra tentó al rey Namí con estas palabras:
-Rey Namí, prudente y sabio, ¿por qué no conquistas mil reinos y sometes a tu cetro mil reyes?
Entonces serás aclamado por el mundo como gran conquistador y tu gloria vivirá por todos los siglos en la Tierra.
Pero Namí replicó:
-¡Oh venerable padre! Aunque un hombre conquistara mil reinos en el campo de batalla no sería tan victorioso como si se conquistara a sí mismo. La verdadera batalla es la que uno sostiene consigo mismo. ¿De qué sirve someter a otros? Sólo aquél que se adueña de sí mismo consigue la felicidad.
Entonces Indra se quitó su disfraz y alabó al virtuoso rey Namí.

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