7 de noviembre de 2009

De besos y mazorca


El día que le otorgaron el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez, trabajábamos con Borges en la traducción de las Fábulas de Robert Louis Stevenson. Hacia el mediodía me pidió que revisara su pasaporte, ya que debía viajar a Europa dos días después. Con preocupación vi que el documento estaba vencido y que si no lo renovaba inmediatamente tendría que suspender el viaje. Era necesario hacer algo urgente. Llamé por teléfono a un comisario que conocía en el Departamento de Policía y enseguida nos encaminamos hacia allí. La presencia de Borges fue todo un acontecimiento en esa institución. La cordialidad excedía lo imaginable; los policías lo colmaban de atenciones, se tomaban fotos con él, le hacían preguntas y celebraban sus bromas. El asombrado Borges les contó anécdotas de su abuelo que a fines del siglo pasado fue comisario del barrio de San Cristóbal. “El parentesco con el Coronel Suárez ¬¬–me dijo en un momento que nos quedamos solos– ha hecho que esta gente me tome por uno de ellos. Creo que eso nos conviene, ¿no le parece?”.
El trámite del pasaporte fue resuelto en poco tiempo sin movernos de la oficina de nuestro amigo el comisario. Allí nos enteramos que García Márquez había sido premiado con el Nobel de Literatura. Los periodistas acreditados en el Departamento de Policía se lanzaron sobre Borges para hacerles preguntas. “Yo pienso que es un excelente escritor –afirmó Borges–. Cien años de soledad es una gran novela, aunque creo que tiene cincuenta años de más… El hecho de que se lo hayan dado a García Márquez y no a mí revela la sensatez de la Academia Sueca; mi obra no es tan importante”.
Ya en la calle, a pocos pasos de la salida del Departamento de Policía, nos enfrentamos con un hombre joven y atlético, vestido con ropa deportiva y un bolso en la mano.
–Soy el sargento fulano de tal –se presentó–. ¿El señor es Jorge Luis Borges?
–Bueno, creo que sí, señor –respondió Borges.
–Maestro –dijo el sargento con voz firme–, yo lo sigo en todos los reportajes que le hacen en la televisión y en las revistas. No lo he leído, pero debo confesarle que siento gran admiración por usted y quisiera besarlo.
Borges, sorprendido, asintió con la cabeza y el sargento lo besó tiernamente en la mejilla. Cuando el otro había partido, Borges, que aún permanecía inmóvil tomado de mi brazo, me dio un golpecito con el codo y comentó:
–¡Caramba, un mazorquero cariñoso!


Alifano, Roberto, El Humor de Borges, Montevideo, Ediciones de la Urraca, 1996

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