24 de mayo de 2012

El cuento del cuento


Gabriel García Márquez


Poco antes de morir, Alvaro Cepeda Samudio me dio la solución final de la crónica de una muerte anunciada. Yo había vuelto de Europa después de un viaje muy largo, y estábamos en su casa de domingos, frente al mar miserable de Sabanilla, cocinando su legendario sancocho de mojarras de a dos mil pesos.
–Tengo una vaina que le interesa– me dijo de pronto: Bayardo San Román volvió a buscar a Angela Vicario".
Tal como él lo esperaba me quedé petrificado. "Están viviendo juntos en Manaure –prosiguió–, viejos y jodidos, pero felices". No tuvo que decirme más para que yo comprendiera que había llegado al final de una larga búsqueda.
Lo que esas dos frases querían decir era que un hombre que había repudiado a su esposa la noche misma de la boda había vuelto a vivir con ella al cabo de 23 años. Como consecuencia del repudio, un grande y muy querido amigo de mi juventud, señalado como autor de un agravio que nunca se probó, había sido muerto a cuchilladas en presencia de todo el pueblo por los hermanos de la joven repudiada. Se llamaba Santiago Nasar y era alegre y gallardo, y un miembro prominente de la comunidad árabe del lugar. Esto ocurrió poco antes de que supiera qué iba a ser en la vida, y sentí tanta urgencia de contarlo, que tal vez fue el acontecimiento que definió para siempre mi vocación de escritor.
A quienes primero se lo conté fue a Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor, unos cinco años después, en el burdel de Alcaravanes de la negra Eufemia. Para entonces ya había resuelto ser escritor, y mi padre me había dicho: "Comerás papel". Durante años soñé que rompía resmas enteras y me las comía en pelotitas, y nunca era el papel sobrante de los periódicos donde trabajaba entonces, sino un muy buen papel de 36 gramos, áspero y con marcas de agua, tamaño carta, del que seguí usando siempre desde que tuve dinero para comprarlo. Sin embargo, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas coincidieron en que la historia del crimen era digna de ser escrita, aunque fuera comiendo papel. "No importa que sea inventada –me dijo Alfonso Fuenmayor–: así las inventaba Sófocles, y fíjese lo bien que le quedaban". Más tarde, cuando regresó graduado de Columbia University, Alvaro Cepeda Samudio estuvo de acuerdo, pero me previno sin reticencias:
–Lo único peligroso –me dijo– es que a esa historia le falta una pata.
En efecto, le faltaba el final imprevisible que él mismo me contó 23 años después del crimen, pero entonces era imposible imaginarlo. Germán Vargas, con su prudencia congénita, me aconsejó que esperara uno o dos años hasta que tuviera la historia mejor pensada. Yo no esperé ni uno ni dos, sino 30 años más.
No fue una demora excepcional, pues nunca he escrito una historia antes de que pasaran, por lo menos, 20 años desde su origen. Pero en esto caso la razón era más consciente: seguía buscando, en la imaginación la pata indispensable que le faltaba al trípode, tratando de inventarla a la fuerza, sin pensar siquiera que también la vida lo estaba haciendo por su cuenta y con mejor ingenio. Fue don Ramón Vignyes quien me dio la fórmula de oro:
–Cuéntala mucho –me dijo–. Es la única manera de descubrir lo que una historia tiene por dentro.
Por supuesto, seguí el consejo. Durante muchos años conté la historia al derecho y al revés, por todas partes, con la esperanza de que alguien le encontrara la falla. Mercedes, que la recordaba a pedazos desde muy niña, la volvió a armar por completo de tanto oírla, y terminó por contarla mejor. Luis Alcoriza se la hizo grabar en su casa de México en una época en que todo el mundo era joven. A Ruy Guerra se la conté durante seis horas en un pueblo remoto de Mozambique, una noche en que los amigos cubanos nos dieron de comer un perro de la calle haciéndonos creer que era carne de gacela, y ni aún así pudimos descubrir el elemento que le faltaba. A Carmen Balcells, mi agente literario, se la conté muchas veces durante muchos años, en trenes y aviones, en Barcelona y en el mundo entero, y siempre lloró como la primera vez, pero nunca pude saber si lloraba porque la emocionaba o porque yo no la escribía. Al único amigo cercano a quien no se la conté nunca fue a Alvaro Mutis, por una razón práctica: él ha sido siempre el primer lector de mis originales, y me cuido mucho de que los lea sin ninguna idea preconcebida.
La revelación de Alvaro Cepeda Samudio en aquel domingo de Sabanilla me puso el mundo en orden. La vuelta de Bayardo San Román con Angela Vicario era, sin duda, el final que faltaba. Todo estaba entonces muy claro: por mi afecto hacia la víctima, yo había pensado siempre que esta era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad debía ser la historia secreta de un amor terrible. Sólo que estuve a punto de no conocer nunca sus pormenores ocultos, porque Alvaro y yo nos desbarrancamos dos horas después en el camión del catatumbo de Alejandro Obregón, y no nos matamos de milagro. "¡Puta vida" –pensaba, mientras caíamos hacia el fondo de aquel mar perdulario–, tanto buscar este final, para morirme sin contarlo!". Tan pronto como me restablecí, sobre todo del susto, me fui a buscar a Bayardo San Román y Angela Vicario en su casa feliz de Manaure, para que me contaran los secretos de su reconciliación increíble. Fue un viaje más revelador de lo que pensaba, y por mejores motivos, porque a medida que trataba de escudriñar la memoria de los otros me iba encontrando con los misterios de mi propia vida.
Hay dos pueblos cercanos, pero muy distintos, que se llaman Manaure. El uno es una sola calle muy ancha, con casas iguales, en una meseta verde de un silencio sobrenatural. Allí llevaban a mi madre a temperar cuando era niña. Tanto me habían hablado de ese pueblo medicinal en casa de mis abuelos, que cuando lo vi por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. No era allí donde vivía el matrimonio feliz, pero Rafael Escalona, el sobrino del obispo, se equivocó de camino cuando íbamos para el otro Manaure. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y un revólver de guerra en el cinto. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó con mi mano en la suya, mirándome a los ojos.
–¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? –me preguntó.
–Soy su nieto.
–Entonces –dijo él–, su abuelo mató a mi abuelo.
No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también esa fuera una forma de ser parientes. Era un contrabandista de la estirpe legendaria de los amadises, y lo mismo que ellos era un hombre derecho y de buen corazón. Estuvimos de parranda tres días y tres noches en sus camiones de doble fondo, bebiendo brandi, caliente y comiendo sancocho de chivo en memoria de los abuelos muertos. Me llevó a distintos pueblos, hasta el interior de la península Guajira, para que conociera a 19 de los hijos incontables que el coronel Nicolás Márquez había dejado dispersos durante la última guerra civil. Al cabo de una semana me dejó en el otro Manaure: un pueblo de salitre frente a un mar en llamas. Se detuvo ante una casa que yo hubiera reconocido de todos modos por lo mucho que había oído hablar de ella.
–Ahí es –me dijo.
En la ventana de la sala, bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise pensar que fuera ella, porque me resistía a creer que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Angela Vicario, 23 años después del drama.
Me doy cuenta de que el lugar en que se cometió el crimen ha sido idealizado por la nostalgia. Era inevitable: allí pasé los años de mi adolescencia, que fueron los más libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Después volví dos veces, siempre en relación con el proyecto del libro. La primera fue unos quince años más tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todavía la vida no había resuelto. No me pareció que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de María Alejandrina Cervantes, que había sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de niñas con uniformes celestiales entrando por el mismo portón de trinitarias por donde toda mi generación había entrado a perder la virginidad.
La segunda vez que volví fue a escribir esta crónica. Fui inducido por el embeleco, tan común entre los realistas teóricos, de capturar en caliente para escribirla, la misma vida que se está viviendo. Escribí en calzoncillos de nueve de la mañana a tres de la tarde durante catorce semanas sin treguas, sudando a mares, en la pensión de hombres solos donde vivió Bayardo San Román los seis meses que estuvo en el pueblo. Era un cuarto escueto con una cama de hierro, una mesa coja que debía nivelar con cuñas de papelitos en las patas, y una ventana por donde se metían los moscardones aturdidos por el calor y la pestilencia de las aguas muertas del puerto antiguo. Esa fue la única contribución de la vida circundante a mis esfuerzos de escritor comprometido. A medida que escribía me daba cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que yo trataba de escribir, ni tal vez tampoco con la que recordaba, y estaba tan confundido que llegué a preguntarme si la vida misma no era también una invención de la memoria.
El doctor Dionisio Iguarán, primo hermano de mi madre y nuestro único médico en la época del drama, murió entre esas dos visitas. Su prestigio bien ganado queda repartido entre varios médicos nuevos, y en especial el doctor Cristóbal Bedoya, a quien llamábamos Cristo, que había hecho el tercer año de Medicina en el momento del crimen, y que es un protagonista ejemplar de esta crónica. Fue el amigo íntimo que acompañó a Santiago Nasar hasta unos minutos antes de su muerte, y el único de los 20.000  habitantes del pueblo que se propuso y estuvo a punto de impedir que lo mataran. Sus testimonios fueron los más inteligentes y entrañables. Fue él quien me recordó, al término de nuestras evocaciones incansables, uno de los datos más raros de esta desgracia: la autopsia de Santiago Nasar no la hizo un médico, sino el cura de la parroquia. Se llamaba Carmen Amador, se preciaba de haber nacido en un risco de Galicia donde nunca se habla la lengua castellana, y bastaba con oírselo decir para saber que era cierto. Yo lo recordaba con cierta amargura porque siendo muy niño me hacía repetir de memoria los falsos poemas gallegos de Gabriel y Galán y fue quien me dijo más tarde que Dios había prohibido leer a Gil Vicente. Fue nuestro único párroco hasta donde me alcanza la memoria, pero cuando volví de adulto por primera vez se había ido sin dejar rastros.
Nunca traté de encontrarlo. Sin embargo, durante un verano que pasé hace doce años en la playa de Calafell, muy cerca de Barcelona, alguien me habló de un cura retirado en la tenebrosa casa de salud del lugar, que decía haber perdido media vida en mi tierra. Lo reconocí de inmediato, aunque sólo hubiera sido por sus ojos de ternero de vientre y su castellano rupestre con cadencias del Caribe. Hablamos mucho y muchas veces hasta el final del verano, y era evidente que no había logrado asimilar el mal recuerdo de aquella autopsia.
Un año después de que Alvaro Cepeda Samudio me dio la clave, final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por algunos de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasa todavía mucho tiempo sin que lo escribiera; más aún: hubo una época en que lo olvida por completo. De pronto, en el otoño de 1979, Mercedes y yo estábamos en la sala oficial del aeropuerto de Argel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entra un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y con un halcón amaestrado en el puño. Era una hembra espléndida de halcón peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Santiago Nasar, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia feliz. En el momento de su muerte tenía en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un nebli escocés adiestrado para la defensa personal.
Sin embargo, la evocación de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareció cuando vi entrar al monarca del desierto con su animal de volatería coronado de oro. Fue más bien un zarpazo del destino. En el avión de regreso comprendí que la historia tantas veces diferida había vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podría seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sentía entonces con tanta intensidad como no la había sentido nunca en 32 años, desde el lunes infame en que María Alejandrina Cervantes irrumpió desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despertó con su grito de loca: "¡Me mataron a mi amor!".


Clarín Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 10 de setiembre de 1981


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