Una vieja polémica sobre la existencia real del gran dramaturgo
¿Varios autores ocultos detrás de un seudónimo? ¿Un
misterioso juego de dramaturgos para revelar costumbres secretas de la corte
isabelina? ¿El capricho de un conde genial? Estos son algunos de los
interrogantes que circulan alrededor de la existencia de William Shakespeare,
autor de más de doce piezas teatrales antológicas cuya autoría ha merecido
resonantes polémicas a través de los siglos. La nota que se incluye es un
testimonio de ese misterio.
Por Virgilio Lavalleja
La
prueba de la existencia de Shakespeare es una controversia solo superada por
las pruebas de la existencia de Dios. Un abundante bando escéptico ha
sostenido, entre otros argumentos, que un solo hombre no pudo haber escrito las
37 piezas que se le atribuyen, a un promedio de dos por año, con sus extremos
de variedad y riqueza. Pero hasta ahora sigue en ventaja el bando creyente, que
se apoya en una serie de registros oficiales de la época y que da por seguras
las fechas de nacimiento y muerte (1564-1616), su casamiento con Anne Hathaway
y la existencia de tres hijos llamados Susana, Hammet y Judith.
Entre
los creyentes de recientes promociones cabe destacar al norteamericano Sam
Schoenbaum, que es profesor de literatura renacentista y autor de un libro que
se llama nada menos que William
Shakespeare: A Documentary Life, calificado como obra maestra por el New York Review of Books. A Schoenbaum
se le atribuye la observación que la familia de Shakespeare pagó el costo de un
pequeño busto que lo conmemora y que ahora está colocado en la Holy Trinity Church de
Stratford. Como ese busto fue hecho en 1618, dos años después de la muerte,
parece confirmarse la existencia de un hombre real.
Los
escépticos no se han dejado convencer por esas y otras argumentaciones. Han
sostenido que, aun admitida la existencia de una personalidad teatral llamada
William Shakespeare, sigue siendo probable que bajo ese nombre se haya cobijado
todo un “club isabelino”. Esa hipótesis otorga a la palabra “Shakespeare” el
carácter de seudónimo colectivo para varios escritores que fueron sus
contemporáneos, como Edmund Spencer, Sir Walter Raleigh, Christopher Marlowe,
William Stanleny y Francis Bacon. Con esa base se explicarían, a un mismo
tiempo, la variedad y la abundancia de la obra de Shakespeare; también se
explicaría la destrucción de los manuscritos originales, ninguno de los cuales
ha perdurado. Una argumentación aun mejor es la que recuerda a Shakespeare como
un hombre de la escena, actor y probablemente director en el Globe Theatre.
Parece probable que ciertos escritores de la época hayan querido desvincularse
oficialmente de una tarea teatral que entonces estaba mal vista. Y parece
verosímil que solo con un grupo de escritores haya podido reunirse la cantidad
de acotaciones en esas obras sobre la nobleza, la vida en las cortes reales.
Una
ferviente partidaria de esa teoría del “seudónimo” fue la maestra
norteamericana Delia Bacon (1811-1859), quien creyó encontrar cifrados según
los cuales un “club isabelino” habría conspirado para lanzar una inmensa
producción literaria bajo el nombre de un solo autor ficticio. No adujo en
cambio ser descendiente de Francis Bacon, dato que habría complicado la
historia. En su empeño por probar la teoría del seudónimo, Delia Bacon encontró
durante un tiempo la expresa aprobación del filósofo Ralph Waldo Emerson, y fue
con el apoyo de éste que Delia viajó a Inglaterra, donde pretendía abrir la
tumba de Shakespeare en Stratford-on-Avon, presumiendo que allí encontraría una
prueba documental de sus teorías.
En
Inglaterra, pese al apoyo adicional del escritor Thomas Carlyle y a su
compromiso de enviar a la revista norteamericana Putnam’s el resultado de sus investigaciones, Delia Bacon terminó
por negarse a abrir la tumba en cuestión y también a seguir diversas caminos de
investigación que le fueron sugeridos. Es probable que haya llegado a leer en
la tumba de Shakespeare un epitafio de cuatro líneas, la última de las cuales
dice:
“…y maldito sea aquel que
remueva mis huesos”.
Esa
preferencia por las teorías y ese desdén por las comprobaciones llevaron a que la Bacon perdiera el apoyo de Putnam’s y de Emerson, pero en cambio
llegó a publicar un libro titulado La filosofía revelada de las obras de
Shakespeare (1857), tras cuatro años de residir en Stratford.
A
esa altura la Bacon
enloqueció, vivió recluida y en 1858 fue recogida por un sobrino, que la
devolvió a Estados Unidos, donde falleció un año después en una casa de salud.
Las noticias sobre la Bacon
apuntaron que en su juventud había sufrido un grave contratiempo amoroso, lo
que explicaría algunas obsesiones posteriores. Pero sus teorías no eran
totalmente alucinadas. También Walt Whitman, Henry James y Sigmund Freíd, entre
otros, manifestaron alguna aprobación por las teorías de la Bacon.
Una
variante a la tesis del seudónimo colectivo ha sido la de atribuir las obras de
Shakespeare a su contemporáneo Edward (o Edwin) De Vere, conde de Oxford
(1550-1604), que fue actor, poeta, dramaturgo y protector de un grupo teatral
conocido como “Oxford’s Men”. Esa tesis señala que los poemas escritos
comprobadamente por De Vere son previos a la obra de Shakespeare, como si a
cierta altura el autor hubiera resuelto protegerse utilizando un nombre ajeno. Aunque
para ciertos círculos el teatro era un oficio poco respetable, a Shakespeare le
habría convenido, sin duda, aumentar su repertorio con obras que podía llamar
suyas.
Para
que la teoría fuera cierta, De Vere debió dejar escritas todas esas obras, que
se estrenarían después de su fallecimiento en 1604.
La
historia de la literatura demuestra que ha sido muy variados los motivos por
los que un autor decide utilizar un seudónimo y no su nombre propio. Desde
Voltaire a Bustos Domecq, pasando por Stendhal, George Sand, Lewis Carroll y
Mark Twain, el seudónimo pudo responder a un capricho personal, a un aparente
ocultamiento de sexo, al afán de eludir las derivaciones de una censura o de un
contrato.
Nadie
ha probado todavía que Shakespeare fuera solo un seudónimo, pero si eso
consiguiera demostrarse, habría que agregar un motivo estrepitoso: el de que
uno o varios escritores, alrededor de 1600, quisieron ocultar celosamente su
responsabilidad como autores de Hamlet,
Romeo y Julieta, Ricardo III y otras conceptuadas obras del teatro
universal.
Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves
9 de agosto de 1984
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