21 de marzo de 2013

¿Quién fue William Shakespeare?

Una vieja polémica sobre la existencia real del gran dramaturgo

¿Varios autores ocultos detrás de un seudónimo? ¿Un misterioso juego de dramaturgos para revelar costumbres secretas de la corte isabelina? ¿El capricho de un conde genial? Estos son algunos de los interrogantes que circulan alrededor de la existencia de William Shakespeare, autor de más de doce piezas teatrales antológicas cuya autoría ha merecido resonantes polémicas a través de los siglos. La nota que se incluye es un testimonio de ese misterio.


Por Virgilio Lavalleja


La prueba de la existencia de Shakespeare es una controversia solo superada por las pruebas de la existencia de Dios. Un abundante bando escéptico ha sostenido, entre otros argumentos, que un solo hombre no pudo haber escrito las 37 piezas que se le atribuyen, a un promedio de dos por año, con sus extremos de variedad y riqueza. Pero hasta ahora sigue en ventaja el bando creyente, que se apoya en una serie de registros oficiales de la época y que da por seguras las fechas de nacimiento y muerte (1564-1616), su casamiento con Anne Hathaway y la existencia de tres hijos llamados Susana, Hammet y Judith.
Entre los creyentes de recientes promociones cabe destacar al norteamericano Sam Schoenbaum, que es profesor de literatura renacentista y autor de un libro que se llama nada menos que William Shakespeare: A Documentary Life, calificado como obra maestra por el New York Review of Books. A Schoenbaum se le atribuye la observación que la familia de Shakespeare pagó el costo de un pequeño busto que lo conmemora y que ahora está colocado en la Holy Trinity Church de Stratford. Como ese busto fue hecho en 1618, dos años después de la muerte, parece confirmarse la existencia de un hombre real.
Los escépticos no se han dejado convencer por esas y otras argumentaciones. Han sostenido que, aun admitida la existencia de una personalidad teatral llamada William Shakespeare, sigue siendo probable que bajo ese nombre se haya cobijado todo un “club isabelino”. Esa hipótesis otorga a la palabra “Shakespeare” el carácter de seudónimo colectivo para varios escritores que fueron sus contemporáneos, como Edmund Spencer, Sir Walter Raleigh, Christopher Marlowe, William Stanleny y Francis Bacon. Con esa base se explicarían, a un mismo tiempo, la variedad y la abundancia de la obra de Shakespeare; también se explicaría la destrucción de los manuscritos originales, ninguno de los cuales ha perdurado. Una argumentación aun mejor es la que recuerda a Shakespeare como un hombre de la escena, actor y probablemente director en el Globe Theatre. Parece probable que ciertos escritores de la época hayan querido desvincularse oficialmente de una tarea teatral que entonces estaba mal vista. Y parece verosímil que solo con un grupo de escritores haya podido reunirse la cantidad de acotaciones en esas obras sobre la nobleza, la vida en las cortes reales.
Una ferviente partidaria de esa teoría del “seudónimo” fue la maestra norteamericana Delia Bacon (1811-1859), quien creyó encontrar cifrados según los cuales un “club isabelino” habría conspirado para lanzar una inmensa producción literaria bajo el nombre de un solo autor ficticio. No adujo en cambio ser descendiente de Francis Bacon, dato que habría complicado la historia. En su empeño por probar la teoría del seudónimo, Delia Bacon encontró durante un tiempo la expresa aprobación del filósofo Ralph Waldo Emerson, y fue con el apoyo de éste que Delia viajó a Inglaterra, donde pretendía abrir la tumba de Shakespeare en Stratford-on-Avon, presumiendo que allí encontraría una prueba documental de sus teorías.
En Inglaterra, pese al apoyo adicional del escritor Thomas Carlyle y a su compromiso de enviar a la revista norteamericana Putnam’s el resultado de sus investigaciones, Delia Bacon terminó por negarse a abrir la tumba en cuestión y también a seguir diversas caminos de investigación que le fueron sugeridos. Es probable que haya llegado a leer en la tumba de Shakespeare un epitafio de cuatro líneas, la última de las cuales dice:
“…y maldito sea aquel que remueva mis huesos”.
Esa preferencia por las teorías y ese desdén por las comprobaciones llevaron a que la Bacon perdiera el apoyo de Putnam’s y de Emerson, pero en cambio llegó a publicar un libro titulado La filosofía revelada de las obras de Shakespeare (1857), tras cuatro años de residir en Stratford.
A esa altura la Bacon enloqueció, vivió recluida y en 1858 fue recogida por un sobrino, que la devolvió a Estados Unidos, donde falleció un año después en una casa de salud. Las noticias sobre la Bacon apuntaron que en su juventud había sufrido un grave contratiempo amoroso, lo que explicaría algunas obsesiones posteriores. Pero sus teorías no eran totalmente alucinadas. También Walt Whitman, Henry James y Sigmund Freíd, entre otros, manifestaron alguna aprobación por las teorías de la Bacon.
Una variante a la tesis del seudónimo colectivo ha sido la de atribuir las obras de Shakespeare a su contemporáneo Edward (o Edwin) De Vere, conde de Oxford (1550-1604), que fue actor, poeta, dramaturgo y protector de un grupo teatral conocido como “Oxford’s Men”. Esa tesis señala que los poemas escritos comprobadamente por De Vere son previos a la obra de Shakespeare, como si a cierta altura el autor hubiera resuelto protegerse utilizando un nombre ajeno. Aunque para ciertos círculos el teatro era un oficio poco respetable, a Shakespeare le habría convenido, sin duda, aumentar su repertorio con obras que podía llamar suyas.
La Enciclopedia Británica señala que la muerte de De Vere en 1604 es un grave impedimento para aceptar la teoría. Entre las obras estrenadas después de ese año, la cronología de Shakespeare incluye Otelo, Rey Lear, Macbeth, Coriolano, La tempestad y media docena más.
Para que la teoría fuera cierta, De Vere debió dejar escritas todas esas obras, que se estrenarían después de su fallecimiento en 1604.
La historia de la literatura demuestra que ha sido muy variados los motivos por los que un autor decide utilizar un seudónimo y no su nombre propio. Desde Voltaire a Bustos Domecq, pasando por Stendhal, George Sand, Lewis Carroll y Mark Twain, el seudónimo pudo responder a un capricho personal, a un aparente ocultamiento de sexo, al afán de eludir las derivaciones de una censura o de un contrato.
Nadie ha probado todavía que Shakespeare fuera solo un seudónimo, pero si eso consiguiera demostrarse, habría que agregar un motivo estrepitoso: el de que uno o varios escritores, alrededor de 1600, quisieron ocultar celosamente su responsabilidad como autores de Hamlet, Romeo y Julieta, Ricardo III y otras conceptuadas obras del teatro universal.



Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 9 de agosto de 1984


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