26 de noviembre de 2010

La isla desierta y Saverio el cruel de Roberto Arlt


El teatro de Roberto Arlt



El dramaturgo y el novelista

Si en la novela Roberto Arlt se fusiona a menudo con sus personajes en la expresión de sus conflictos y de su mundo afectivo, en el teatro se aparta personalmente de sus personajes para ceder la delantera a otro aspecto de su personalidad: su interés en plantearle problemas a la humanidad, según definía él la base de su teatro.
En la novela está presente sobre todo la sublimación de la angustia del hombre a través de su capacidad de crear mundos y personajes de ficción.
Esa angustia –a mi entender– tiene origen en su niñez, pues durante su infancia, la frialdad, la severidad y la tristeza de quienes lo rodearon, lo privaron acaso de esa primera posibilidad que tiene el ser humano de expresar su afectividad. Allí es donde el hombre experimenta en el niño la primera frustración de su vida, y a aquello sigue el desgarramiento del abandono, el de no estar enraizado en nada, el de quedar librado a una soledad de la cual se defiende creando mundos de fantasía folletinesca que en parte le devuelven los bienes de su realidad incumplida… Los demás pasos estarán un poco fatalmente condicionados por esa iniciación pequeña y mezquina: Roberto Arlt desde el comienzo va a ser pastor de fantasma; y el primero es quizás el fantasma de sí mismo: un Roberto Arlt magnífico, bandido grande como Rocambole, el que quitará a los ricos para dar a la viuda y al huérfano; otras veces quiere seguir en las huellas de Edison; más tarde, sus personajes soñarán con ser revolucionarios místicos, como el Astrólogo, e inventores como Silvio Astier, Erdosain o Ergueta, personajes de sus novelas, o como Sofía, la protagonista de 300 millones. Y como Saverio, en Saverio el cruel, se forjarán mundos compensatorios, o saldrán en pos de la santidad como César en El desierto en la ciudad.


Situaciones del teatro argentino

En década del treinta –que se inicia con el Ollantay de Ricardo Rojas y culmina con La cola de sirena de Conrado Nalé Roxlo– nuestro teatro había caído en la receta fácil de El diablo andaba en los choclos o La virgencita de madera. Este teatro contaba con un público adicto, cuyas necesidades se veían totalmente satisfechas con el chiste fácil y el triángulo amoroso. Para ese gusto ya creado, era cuestión de cumplir la receta y no apartarse de lo que ese espectador pedía y esperaba del teatro.
Cuando se quería ver buen teatro se esperaba la visita de las compañías extranjeras; existía el concepto de que lo nacional era inferior en todos los planos.
En Europa, Romain Rolland, Antoine, Stanislavski y muchos otros menos prominentes habían emprendido la renovación de las formas teatrales, y entre nosotros se conocían sus empresas, que estimulaban las nuestra en el sentido de emprender la renovación y el cambio de lo teatral.
Pero no todo era negativo; junto con la pieza burda estaban los autores que como Armando Discépolo o Defilippis Novoa o Alberto Novión también producían sin salir del teatro de ambiente localista, sin cortar con las convenciones establecidas, aunque sí apuntando a la universalización mediante la cabida de lo simbólico. Así, mientras el campo nuestro sigue presente en la temática de Florencio Sánchez, Payró, Enzo Aloisi o Rodolfo González Pacheco, el sainete y sus sucedáneos decaen.
Los intentos de innovación decidida comienzan con el Teatro Libre, en 1927, en cuya declaración de principios se lee: “Aspiramos a crear un teatro de arte donde el teatro que se cultiva no es artístico; queremos realizar un movimiento de avanzada donde todo se realiza por el retroceso”.
Pero el más estable de los intentos independientes es con todo el Teatro del Pueblo, en donde se estrenan todas las piezas de Roberto Arlt, con excepción de El fabricante de fantasmas.
Este teatro se creó en 1930; a él siguieron La Máscara en 1932, Núcleo de escritores y actores en 1935. El suceso más importante de esa década es sin duda la creación del Teatro Nacional de Comedia y el Instituto de Estudios de Teatro en 1935. En adelante la formación de nuestros actores dependería cada vez menos de su audacia para subir a un escenario que de su capacidad de estudio y formación profesional.
Con todo, los autores nuevos no están capacitados para transformar el gusto de los espectadores, ya sea porque no es eso lo que les preocupa o porque no se adaptan a construir obras que sitúen en el justo medio posible entre las convenciones vigentes y la renovación aceptable. Entonces no estaban incluidos dentro de las expectativas creadas en el público por el teatro anterior y fueron dramaturgos obligadamente limitados al teatro independiente. Lo cual era sinónimo de vocación no exenta de martirologio, pues, a menudo, nadie ganaba, todos se sacrificaban y el más severo anonimato era el premio de la labor.
Para Roberto Arlt, la diferencia entre el autor del teatro llamado “comercial” y el del teatro independiente estribaba en que “mientras que la obra del autor comercial mantiene su clima en absoluta conexión con un público y un actor previamente clasificados, la obra del autor independiente es un suceso personal. Acaecido a él y para él”.1
Naturalmente, es estas declaraciones aflora el aspecto individualista del autor que no siempre en la práctica se revela así, pues cuando dice que para él hacer teatro es su manera de plantearle problemas a la humanidad, manifiesta el aspecto contrario de lo que encierran estas palabras, porque al plantear problemas ya no monologa, sino que tiene en cuenta al interlocutor, o sea el público con quien entable el diálogo a través de su obra.


La farsa

El teatro le permite escapar al proceso creador del novelista y de la propia realidad interior para inscribirse en un planteo de comunicación diferente a través de la forma teatral que él denominó “farsa dramática”, “donde –como dice Adolfo Prieto el prólogo citado– el límite entre la realidad y el sueño, entre lo serio y lo grotesco, entre lo documental y lo alegórico, se quiebra y se confunde permanentemente”.
Antes de examinar qué características tiene la farsa en Roberto Arlt, veremos qué se entiende por farsa, lo cual facilitará algunas claves para saber por qué el autor dramático eligió esta forma, y luego advertir qué variantes introdujo en ella.
Según Sainz de Robles, una acepción del término farsa nos remite a una “obra teatral llena de incidentes grotescos. Farsas fueron llamadas en la Edad Media unas composiciones teatrales dedicadas a entretener o a moralizar con un tono jocoso o burlesco”.
Luego agrega: “En el teatro moderno se califican de farsas todas aquellas obras cuya intención didáctica o moral queda exteriorizada o moral queda exteriorizada con agudeza o humorismo”. (…) “La farsa ha dado en todas las literaturas un personaje característico, a quien se encomiendan los desplantes grotescos, las malicias intencionadas, los chistes… En España, el gracioso. En Inglaterra, el clown. En Alemania, Hans Würst.”2
Para Melchinger3, farsa es el “libre juego mímico bufonesco. Elemental placer y desfogue de la insolencia. Halla su objeto tanto en la actualidad política como en la muy humana y terrenal erótica. Rasgos de farsa aparecen ya en la comedia antigua. El género florece en los siglos XV-XVI en Francia, de donde irradia también a España, Italia e Inglaterra. Pervive en el vodevil, en la opereta al modo de Offenbach, en el sketch. Aplicaciones modernas: el Nekrasov de Sartre (1959) y como ‘farsa mágica’ (con cierto retintín irónico) en Las sillas de Ionesco (1955)”.
Por último, la etimología del término nos remite al latín farcire, rellenar.
En el teatro de Roberto Arlt la farsa comienza por asumir el significado de ese primer nivel etimológico, pues el “libre juego mímico y bufonesco” es la parte sustanciosa que está siempre contenida dentro del pellejo de la realidad. La farsa contiene los rasgos más prominentes de la imaginación. La fantasía se ha desplegado a sus anchas y en ellas asoma la ideología dentro del marco de una realidad que la ha condicionado. Es una especie de momento brillante entre dos polos negativos. Negativos en el sentido de que el momento de la realidad cotidiana que se da en el planteo será el condicionante nefasto del desenlace igualmente real y trágico. Así ocurre en 300 millones, en La isla desierta, en Saverio el cruel, en La fiesta del hierro o en El desierto entra en la ciudad.


La isla desierta

Además de ser denominada por el autor “farsa dramática”, lleva como subtítulo “Burlería en un acto”.
En primer lugar aclaremos que el autor se refería a su teatro unas veces como farsa dramática y otras como farsa trágica. Es importante tener en cuenta la diferencia de matiz en la terminología, porque mientras el drama puede o no desembocar en la catástrofe definitiva, la tragedia conduce inexorablemente a la catástrofe. Y esto último es lo que sucede en las piezas de Roberto Arlt. Por eso resulta más precisa la denominación de farsa trágica.
El término burlería significa “relato fabuloso, semejante a la conseja.”4 “No creo que haya sido empleada (esa denominación) antes por ningún autor teatral argentino; es más, en rigor preceptístico la denominación corresponde a una especie narrativa y no dramática.”5
El esquema habitual en el teatro de Roberto Arlt es participar de una situación real en el “planteo”, luego trasladar la acción a una situación con visos fabulosos en el “nudo” y retornar a la realidad en el “desenlace”. Estos tres tiempos –planteo, nudo y desenlace– propios de la convención dramática clásica se cumplen en todas las obras de Arlt y también en La isla desierta, que pese a su brevedad muestra las características fundamentales de todo su teatro.
Asimismo, en La isla desierta están implícitamente planteados los problemas de oficio que debe resolver el autor dramático y que sorprenden a todo autor que viene del campo de la narrativa; ellos nos remiten una vez más a una etimología la del término “teatro”: del griego  que significa ver, ver una acción, o sea un “drama”, cuya etimología remite al griego  que significa hacer, hacer en la doble acepción de crear poéticamente y de construir en forma empírica. Queda dicho, pues, que el autor dramático debe mostrar una acción y no simplemente decirla o narrarla. En consecuencia el escritor se encuentra de pronto con la necesidad de mantener la atención del espectador visual y oralmente (cosa que no le pasaba al novelista) durante un tiempo medido y dentro de un espacio limitado. Enfrenta luego los problemas de la escritura teatral propiamente dichos, que implican la combinación orquestada o armónica de sistemas de comunicación de diverso orden. Lo que antes el narrador debía decir exclusivamente con la palabra, ahora puede, y debe, decirlo con el gesto, con el sonido, con la luz y hasta con los objetos. Por ente, la obra ya no depende solamente del autor, sino de la eficaz labor de un equipo que maneja los distintos códigos que intervienen en la puesta en escena de una pieza teatral.
Y, por fin, está presente en La isla desierta el otro problema del escritor de vanguardia que se propone plantearle cuestiones a la humanidad. ¿Cómo hace para interesar o convertir en problema de todos algo que para muchos constituye la manera habitual de ver las cosas, de pensarlas o de resolverlas? ¿Y cómo se hace para que aquellos que nunca se plantearon que éste no es el mejor de los mundos posibles, comiencen a verlo como muy mejorable? En otras palabras ¿cómo se hace para romper con el gran “amortiguador” de las costumbres tanto en el pensar como en el hacer?
El teatro tiene diversos modos de obtener aquello que logra la máquina fotográfica cuando capta una imagen que es la misma que está ante nuestros ojos pero que, ya sea por el ángulo, la distancia, la intensidad de la luz o el enfoque, se nos muestra distinto, no sólo en su coloración, sino en su expresión en su forma.
Además, como el teatro es una empresa y no un libro cuya edición puede demorar años en venderse, si el resultado inmediato es negativo, si el público no la acepta, la obra está quizá definitivamente perdida.
Roberto Arlt, consciente de que el lenguaje de la farsa, que le permitía a Aristófanes ridiculizar al propio Sócrates, no gozaba de popularidad, en nuestro tiempo, apela a esa forma mixta propia de su teatro, por la cual el marco realista encierra la farsa y la farsa se proyecta en el símbolo de un subtexto y de connotaciones que el espectador fácilmente advierte.
Otra constante, esta vez de los héroes o, mejor, de los antihéroes arltianos, ya que son siempre hombres del común, es también detectable en La isla desierta, y se trata de lo siguiente: sus protagonistas se proyectan en un destino de excepcionalidad –grandes poetas, inventores, ladrones, millonarios, dictadores, santos –cuando la realidad parece destinarlos a un destino de mediocridad, si no de sordidez. Ellos no lo toleran y se evaden en la realidad por medio de la fantasía, y cuando la fantasía se vuelve insostenible se despeñan en la catástrofe.
Esto se da en el novelista y se da en el dramaturgo. Y la causa parece residir en distintos centros ideológicos que van alimentando al personaje. Estos, ora ven el origen de su frustración en un padre feroz, ora en una sociedad injusta, ora en un Dios cruel y vengativo, o en los tres factores que simultáneamente, parecen pasarse la tea para no interrumpir nunca la misión Verduga. Y el hombre en Arlt siempre se debate prisionero de estos tres círculos concéntricos. El más pequeño corresponde a la familia burguesa, el segundo a la mala organización político-social y el tercero a lo religioso y metafísico: si Dios existe es vengativo, si no existe el hombre está destinado a la nada.
La isla desierta se encontrará situada ideológicamente en el ámbito del segundo círculo, o sea aquel en que se advierte la gravitación nefasta de lo social.
En cuanto a la isla en sí misma, como objeto físico, es un símbolo asiduamente frecuentado por la literatura. Desde Rabelais en La isla sonante, Swift en Los viajes de Gulliver, Anatole France en La isla de los pingüinos –autor éste tremendamente admirado por Roberto Arlt, tanto por su estilo como por su humor brillante y su concepción del mundo–, La isla del tesoro de Stevenson y La isla misteriosa de Julio Verne, hasta tu tratamiento en el teatro en obras como El admirable Chrichton de James M. Barrie o Le petite hutte de André Roussin.
Sólo que en los casos mencionados se está o se llega la isla y ésta funciona como elemento fundamental de corte con la civilización.
Aquí la isla significa un ideal utópico de libertad propuesto por un soñante cuyo magnetismo consigue hacer aflorar los deseos largamente reprimidos, o ignorados, de liberación en los oficinistas. Cipriano motiva a su público produciendo en él esa desinhibición y esa “participación” que Antonin Artaud proponía para el público real y que consideraba la función esencial del teatro.
La variante, con respecto a la proyección de los personajes en un destino de excepcionalidad, es que aquí el deseo no surge de ellos sino que les es transmitido por Cipriano, que se los contagia, por así decirlo.
Durante el “nudo” de la pieza los personajes viven la borrachera de la evasión de su mediocridad y, por último, les aguarda el desenlace catastrófico.
Se cumplen asimismo los tres tiempos que Arlt denomina propios de su teatro: “1º Fijar con rapidez la atención del espectador en una situación futura, provocada por los personajes; 2º Suscitar el creciente movimiento de curiosidad de su intelecto ante las posibles derivaciones de la intriga; 3º Emocionarle por el destino que acecha a los protagonistas”.
Para Arlt, el desafortunado, el desposeído, es alguien millonario y despilfarrador de sueños. A mayor infortunio le corresponde mayor desmesura en el soñar; a mayor comprensión del medio, mayor desmesura en la reacción fantasiosa. Y como justificación de esa actitud se eleva la voz de Rocambole, personaje de 300 millones, que afirma: “Quien pudiendo soñar que hereda trescientos millones sueña que hereda trescientos mil pesos, merece que lo fusilen por la espalda”.
A pesar de que la pieza indica que la acción transcurre en un lugar real, con personajes reales, esto es, una oficina, desde las primeras líneas se advierte la influencia del expresionismo, que será una nota permanente en la forma expresiva de Roberto Arlt.
Digamos al pasar que la característica del expresionismo, tanto pictórico como literario, reside en que el artista expresa la realidad sin reproducir fotográficamente los objetos reales, sino mostrando la vinculación que existe entre esos objetos y el hombre. Por ejemplo, en la oficina en que se desarrolla la acción es blanquísima, el cielo que se ve desde ahí es infinito y azul. Los empleados trabajan en escritorios dispuestos en hilera, como reclutas. La sintaxis hace que la expresión adolezca de ambigüedad y que valga tanto para los escritorios como para los empleados. El jefe está emboscado tras unas gafas negras –lo cual no sólo es amenazante sino que es alguien que se niega a ver la luz y a enfrentar abiertamente la mirada del otro–. El corte de su pelo es como la pelambre del cepillo. La luz de las dos de la tarde es extrema y pesa sobre los oficinistas, a quienes se ve encorvados y recortados en el espacio. Y el espacio es a su vez simétrico, pero de una desolada simetría.
Es evidente que esa descripción está al servicio de un clima espiritual y que requiere ciertos elementos lumínicos y gestuales –así como un tratamiento del espacio– aptos para expresar cómo esos seres sienten la realidad, o mejor aún, cómo el espectador debe sentir la realidad de esos seres, antes que cómo la realidad objetivamente es, o cómo se ve físicamente la oficina.
Esta representación de la realidad, como si tuviera algo de viviente que puede establecer vínculos de enemistad, de acoso, o de malignidad, en suma, como si tuviera posibilidad de expresar los términos en que se relaciona con el ser humano, es propia del expresionismo, que se anuncia ya en Grünevald, tan admirado por Roberto Arlt, en el dibujo de Daumier o en la pintura de Munch o Rouault.
Y cuando la farsa tradicional coloca su capacidad de deformar los seres y las apariencias al servicio de la significación de ideas, el lenguaje apunta a lo dramático, cuando no a lo trágico.
Como buenos ejemplos de la fusión de la forma farsesca y expresionista mencionaremos Los cuentos de Don Friolera de Valle Inclán, El estupendo cornudo de Crommelinck, Knock (o El triunfo de la medicina) de Jules Romains, y El gorro de cascabeles de Pirandello.


Los personajes

En una obra teatral los personajes pueden ser estudiados en sus relaciones mutuas, individualmente, desde el punto de vida de sus psicologías. Como crecen, se desarrollan y conducen el hilo de la acción. Pero también pueden ser considerados como un sistema de relaciones que deciden las tensiones en el interior de la obra.
De esta manera los estudian en los últimos años los estructuralistas semiólogos que parten de Proop6 , de Souriau 7 y de Greimas 8. Este tipo de análisis no está reñido con el enfoque tipológico de otros niveles. Simplemente se trata de señalar en primer término cuáles son sus “funciones dramáticas”.
Souriau distingue seis funciones en el interior de un sistema dramático. Esas funciones, que están representadas por los personajes, deciden que ellos se desempeñen: como “fuerza propulsora” –aquel que se propone obtener o arribar a algo–, la “fuerza opositora” –aquel o aquellos que serán el escollo contra el que chocan el o los personajes para obtener sus fines–, “el bien deseado” –aquello a que el personaje aspira–, “el depositario del bien deseado” –aquel o aquello para quien se quiere algo–, “los satélites” –aquellos que colaboran con alguna de las fuerzas anteriormente citadas– y la “fuerza árbitro”, aquel o aquello que en última instancia inclina el destino a favor o en contra de la “fuerza propulsora”.
El análisis de los personajes como funciones contribuye a aclarar su rol dentro de la obra y a establecer sobre ello su coherencia funcional.
En el caso de La Isla desierta situaríamos la “fuerza propulsora” en el personaje de Cipriano que incita a los oficinistas a transportarse a un mundo de felicidad. La “fuerza opositora” estaría constituida por el jefe, mientras que los oficinistas serían los “depositarios del bien”, Manuel desempeñaría una función “satélite” de la “fuerza propulsora” y la “función de arbitraje” la ejerce el director general.
Si ahora dirigimos nuestra atención particular al personaje de Cipriano, veremos que es el menos dominado por los hábitos, el más permeable al estímulo. La situación lo motiva y saca a relucir su ser profundo de rebelde. Cipriano reniega de la civilización que lo desnaturaliza y le impone pautas de conducta que no reconoce como propias ni como deseables.
Manuel actúa como factor desencadenante de de la situación, pero él y el resto de los oficinistas han caído en la tentación de soñar y sobre ellos se desatará el castigo. Su actitud de rebelión es puramente ocasional y emocional, y por lo tanto no alcanza al plano ideológico.
Los jefes representan el sistema social, el Dios vengador, la sociedad opresora y el padre arbitrario.
En cuanto al procedimiento empleado por el autor, el aspecto más destacable es el de las diversas gradaciones de lo teatral.
El negro Cipriano desencadena una representación dentro de otra representación. Ha motivado a los oficinistas para entrar en una especie de celebración ritual y mágica de la cual serán espectadores el público y los que desempeñan los papeles de jefes.
El efecto es de interés porque los espectadores se identifican naturalmente con la situación de los oficinistas, pues los espectadores reales relacionan espontáneamente a los personajes con las personas reales. Y de esta manera se cuestiona la significación del trabajo en la vida de los hombres y mujeres del común dentro de la sociedad en que viven.
A través del entretenimiento se establece una relación de conocimiento que estimula una serie de reflexiones de este tipo: los jefes integran el sistema, el hombre que no se libera a tiempo está perdido o inclusive condenado a hacerse cómplice de su verdugo, como lo hizo en el pasado Manuel y seguramente volverán a hacerlo otros.
A nivel simbólico, esos empleados se convierten en todos los empleados del mundo que trabajan en una relación de dependencia y en tareas rutinarias. Así, a través de la participación emocional el público pasa de la comprensión de esos oficinistas a la comprensión del problema del oficinista.
Esta función del teatro implica la idea de que la realidad y la irrealidad se fusionan de tal modo en él, que el escenario es el mejor reflejo de los modos de sentir de los espectadores, quienes al verse reflejados, experimentan una suerte de liberación de fuerzas subyacentes, o dan forma a maneras de pensar que permanecían indiferenciadas entre el potencial de oscuros pensamientos no llegados al nivel de la enunciación verbal…


Saverio el cruel

Al igual que La isla desierta, Saverio es una “farsa dramática” o, mejor, una “farsa-trágica”.
Se estrena en el Teatro del Pueblo el 4 de septiembre de 1936.
El argumento puede sintetizarse en pocas palabras: un grupo de “niños bien” decide hacer una especie de lo que hoy llamaríamos happening, y que en la época un poco anterior a la de Roberto Arlt eran bromas, algunas veces feroces, que organizaban en Buenos Aires, y en provincia, algunos grupos. Por ejemplo, el grupo de reformistas universitarios del 18 en Córdoba, como protesta a la censura, en una noche vistió con ropas interiores a todas las estatuas de Córdoba. En Buenos Aires un iniciador de este tipo de juego fue José Ingenieros.
Sin embargo hay más diferencias que convergencias entre la broma organizada y el happening, pues este último no intenta hacer objeto de burla a nadie. Pero tienen en común el que, dada una propuesta, no se sabe cuál será la reacción de los participantes en el hecho. Uno de los últimos happenings de Allan Kaprow, cultor e iniciador del happening en los Estados Unidos de América, consistió, por ejemplo, en hacer colocar enormes bloques de hielo en una de las avenidas de Nueva Cork. Como es de suponer, la gente miraba aquello sin saber a qué atenerse. No sabemos qué comentarios suscitó, pero es posible imaginar la intención de su simbología. Entre nosotros el happening se cultivó en la década de 60 en el Instituto Di Tella.
En Saverio, la propuesta sugerida a Susana es invitar al corredor de manteca, Saverio, para que actúe como coronel a quien habrán de cortarle la cabeza con el fin de curar a Susana. La experiencia habría sido sugerida por un supuesto médico.
Esto sume a Saverio en una irrealidad que lo complace. Hasta que al enterarse de que todo era una broma asume una actitud que lleva al desenlace trágico.
Inicialmente la pieza transcurría en un sanatorio de locos, lo cual permitía al autor sortear la dicotomía entre realidad y farsa. Lamentablemente la idea pareció de poco contenido social a quienes debían ponerla en escena y la pieza sufrió sucesivas modificaciones que son de lamentar. Roberto Arlt fue modificándola y subrayando las consecuencias de la irresponsabilidad de los “niños bien”.
El primer acto es realista, el segundo se inserta en la farsa y es ahí donde el autor pone su decir sustancioso y desarrolla el lenguaje natural de su teatro; el tercer acto vuelve a la realidad, después de permitir la evasión y el soñar despierto y desmedido de Saverio.
Saverio es la pieza en que el tema de la locura es predominante. La inestabilidad mental sedujo a Arlt. Sus personajes, si no son decididamente locos, padecen infaltablemente de lo que en su época se denominaba neurastenia y que hoy llamamos neurosis.
La idea de Saverio se anticipa ya en Escena de un grotesco, que se publicó en “Gaceta de Buenos Aires” dos años antes del estreno de esta pieza.
Por otro lado, en el teatro el tema de la locura tuvo siempre distintas connotaciones. Desde las farsas medievales hasta Shakespeare, el loco, el bufón o el clown es aquel que, exento de la obligatoriedad de ser prudente, luce en el razonar los aspectos paradojales de la verdad que resultarían hirientes o chocantes en boca de los personajes cuerdos.
Basta recordar el papel de estos seres en Lear o en Hamlet, donde la locura interesa tanto como en Macbeth u Otello. Asimismo el teatro dentro del teatro, o representación dentro de la representación –que es el recurso común a las farsas de Roberto Arlt–, ya se da fundamentalmente en La fierecilla domada, donde la pieza es una representación que se hace ante el borracho Sly.
En Saverio el cruel enfrentamos dos aspectos de la locura. En primer lugar la de Susana, quien, como en el caso de Enrique IV de Pirandello, trata de enmascarar un mal real tras la simulación voluntaria. Es decir, Susana trata de provocar una situación que le permita dar rienda suelta a su locura, que la canalice, que la exprese de modo tal que ella pueda seguir conviviendo con los presuntamente cuerdos sin llegar al estallido. Su “polo a tierra” es, pues, el juego, un juego un tanto cruel, pero que actúa como mecanismo compensatorio de su imposibilidad de adaptación a la vida de los demás.
Saverio, en cambio, experimenta la locura de la doble personalidad en el soñar despierto. Su imaginación mutilada por la vida rutinaria también comienza a motorizarse en el sentido del juego, pero de un juego que le provoca entusiasmo (en el sentido etimológico del término: estar poseído por un dios), que lo posee, que lo absorbe por completo y que le compensa la vida gris de corredor de manteca. Saverio se evade de la realidad, de la sensatez, y, a pesar de los diferentes “mensajeros” que intentan volverlo a su verdad cotidiana, cae en el “exceso”, causa fundamental, entre los griegos, de la pendiente hacia el desenlace trágico.
Susana evidencia su locura cuando el juego se trunca porque Saverio, enterado de la verdad, la increpa.
Los “niños bien” representan el grado de locura menor que consiste en la capacidad de entrar a girar en la órbita de un desorbitado simplemente por falta de motivaciones reales para vivir, por aburrimiento, que es el pecado de la falta de imaginación, y por un exceso de superficialidad que los vuelve disponibles para la aventura porque es distinta y divertida, por oposición a la vida diaria, que es igual y aburrida.
Saverio plantea entre los temas de investigación las confluencias y divergencias entre el juego espontáneo y el juego pautado, las ceremonias y fiestas, y el teatro propiamente dicho.
Digamos finalmente que quizá si Susana hubiera conseguido que Saverio saltara la valla de la sensatez y hubiera entrado a girar en su órbita como su “satélite”, ella habría podido, como el Enrique IV de Pirandello, enmarcar su locura en la realidad de un mundo paralelo constituido en principio por estos dos “jugantes”, ella y Saverio, que habían creado una realidad imaginaria, su realidad, apropiada para subsistir con sus características de seres vulnerados en un mundo real que hubiera pasado a ser para ellos irreal e imaginario.
Saverio, por su capacidad para fabular –a no dudar intuida por Susana– y por su propensión reprimida a escapar de la realidad encapuchándose en la fantasía, podría haber constituido un buen acompañante para la locura real de Susana.
Saverio el cruel es la pieza que con mayor frecuencia se ha elegido para la representación. Invariablemente se choca con la dificultad de las puestas en escena que, sin tener en cuenta cómo es el mundo del tedio y cómo sienten la realidad los seres acosados, caen en la puesta realista que no responde a las leyes del juego dentro del sistema.


1 Citado por Raúl Larra, Roberto Arlt el torturado, Ed. Futuro, 1950, pág. 91.
2 Ensayo de un diccionario de la literatura, Ed. Aguilar.
3 Siegfried Melchinger, El teatro, Ed. Fabril Editora.
4 Diccionario de la literatura española, ed. Rev. De Occidente
5 Raúl H. Castagnino, El teatro de Roberto Arlt, Universidad de La Plata
6 Morphologie du conte, París, 1970.
7 Les 200.000 situations dramatiques, París, 1950.
8 Semantique structurales, París, 1966.

Arlt, Mirta, La isla desierta y Saverio el cruel, Kapelusz, Grandes Obras de la Literatura Universal Nº 125, Buenos Aires, 1995.

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