1 de mayo de 2010

Retrato


Por Daniel Freidemberg

Fue el poeta más popular de su tiempo, tanto en España como en Hispanoamérica. Y el más influyente, y el punto de torsión desde el que arranca la lírica de este siglo en nuestra lengua. Pablo Neruda y Federico García Lorca convocaron –durante una memorable noche de 1934, en Buenos Aires– a “esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros”: la de Rubén Darío, el nicaragüense al que la poesía en castellano debe ciertos estratos de belleza nunca antes –ni después– igualados.
“Hacer rosas artificiales que huelan a primavera”, dijo Darío una vez, resumiendo el objeto de una búsqueda consciente y exhaustiva, un trabajo de elaboración de mecanismos expresivos, sin antecedentes en esta parte del mundo, cuyo resultado es la independencia de la literatura hispanoamericana.
No en vano, como notó Ángel Rama, “puede estimárselo el primer escritor, lato sensu, de Hispanoamérica”: un intelectual riguroso y moderno, poseedor de vastos conocimientos artísticos y de una singular perspicacia para detectar, en la poesía todos los tiempos, aquellos valores que requería su descomunal proyecto. Se trataba, nada menos, de responder, con la mayor lucidez posible, a las inéditas necesidades espirituales que suscitaba la época. Su escasamente difundida producción ensayística testimonia ese trayecto que, puesto al servicio de una pulsión creativa entrañablemente personal, produjo una vasta obra cuya comunicatividad persiste a más de noventa años de la muerte del poeta, cuando sus restallantes modos de adjetivar y metaforizar ya no impactan a un público curtido por experiencias más audaces, y superando incluso el desprestigio en que cayó gran parte de su temática y el enmohecimiento de su léxico suntuoso.
A Rubén Darío, como a todo el movimiento modernista (del que fue su exponente más característico y el que lo llevó más a fondo), suele homologárselo con el lujo verbal, la despreocupación por la vida concreta y el engolosinamiento en cierta voluptuosidad “decadente”. Son, sí, sus rasgos más visibles, pero en conjunto apenas caricaturizan a ese heterogéneo y vasto impulso cultural, que influyó a autores tales como José Martí, José Asunción Silva, Julio Herrera y Reissig y Leopoldo Lugones, y entre cuyos principales aportes se cuenta una atención, hasta entonces desconocida en estas tierras, hacia la autonomía del texto literario y su condición de artificio. Abrevando, entre otras fuentes, en los simbolistas y parnasianos franceses, los modernistas flexibilizaron el español con el objeto de –proclama Darío– “concentrar en el instrumento del idioma humano las potencialidades de la música, creando en el ritmo un mundo fugitivo, pero que, en el instante de la recepción mental, se posee”. La selección de sonoridades, el codicioso aprovechamiento de las posibilidades de la lengua, tendieron a ofrecer impresiones sutiles, refinados matices del pensamiento, efectos de aroma, textura y color. Consciente de que le tocaba vivir en una sociedad incorporada –no sin conflictos– al gran mercado cultural de la modernidad, donde un nuevo y más numeroso público demandaba renovadas sensaciones, Darío recomendaba a los artistas “el aislamiento de su torre ebúrnea”, entendida como un lugar de trabajo para poner, “bajo el triunfo de la Idea”, todo aquello que a las mayorías “sorprende y deslumbra”.
Tal fue la causa a la que dedicó su vida aquel hombre a quien sus contemporáneos describieron como un sujeto parco, con dificultad para expresarse, de aspecto desvalido, tímido y ceremonioso. Había nacido en el villorrio de Metapa, el 18 de enero de 1867, y adoptó el nombre de Rubén Darío –se llamaba, en realidad, Félix Ruben García Sarmiento– para firmar sus primeros poemas, publicados a los 13 años. Precoz lector de Bécquer, Campoamor y, en general, los románticos españoles, fue el típico “niño prodigio” que amenizaba las veladas de un país todavía provinciano. La profusa cantidad de poemas que produjo antes de los 20 años muestra una variedad temática, obviamente vinculada a las demandas de sus anfitriones y protectores. En rigor, sin embargo, los temas y los requerimientos circunstanciales nunca desaparecieron, “como si –apunta Juan Carlos Ghiano– Darío debiera cargar siempre con la debilidad de su carácter y lo entusiasmos repentinos”. Tampoco su existencia, marcada desde temprano por las pasiones sexuales y el alcohol, se caracterizó por la constancia, salvo en la entrega incondicional a la poesía, como a una verdadera religión.
Llevado por esa devoción, Darío llegó a Chile en 1886, un año después de haber dado a conocer su primer libro, Epístolas y poemas. Editado en Santiago, Azul (1890), muestra por primera vez algunos rasgos modernistas; pero donde el modernismo dariano alcanzará su definitiva concreción será en Prosas profanas, publicado en 1896 en Buenos Aires, ciudad a la cual el autor había arribado tres años antes y donde los jóvenes recibieron con inusitado entusiasmo ese mundo de sedas, champaña, amantes japonesas, marquesas empolvadas y omnipresentes cisnes de impoluta blancura. El erotismo y la deliberada frivolidad, sin embargo, aparecen sobre un fondo de melancolía que adensa las sensaciones y las cargas de fatalismo, preanunciando la desolación existencial que se vuelve nítida en Cantos de vida y esperanza (Madrid, 1905), pese a algunas voluntaristas apelaciones al optimismo. Darío no tiene aún 30 años, pero siente escapársele la juventud y agudizarse sus conflictos morales. Diversos poemas indican –dentro de un mismo texto, a veces– el sucesivo alternarse de la sensualidad con las culpas y los propósitos de redención, una y otra vez vueltos a quebrar.
Ya en ese entonces una figura pública, el poeta había presenciado en 1898 el triunfo del modernismo en España y, en los primeros años del nuevo siglo, recorrido gran parte de Europa, incluida –obviamente– París. Diplomático y periodista, alternadamente o a la vez, persiste en la vida noctámbula, eternamente acosado por las angustias económicas y las veleidades de sus circunstanciales protectores. Hay, en todo ello, un hastío, determinante de cierta sinceridad que, a partir de los Cantos, estremece su escritura, como si, comprobada ya su maestría, el poeta se permitiera expresarse: reitera su fe en el arte, enjuicia al mundo contemporáneo, canta a la vida o se aterra ante lo desconocido, pide el perdón de Cristo o celebra la “celeste carne de mujer”, aprovechando esas mismas líneas para calificar de “inútil el progreso yanqui”, al igual que en su famosa imprecación a Theodore Roosevelt y con la misma energía con que, años después, en la “Salutación al Águila”, le pide “los secretos de las labores del norte” para que “los hijos nuestros deje de ser rétores latinos, y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor”.
Poeta por sobre todo, en Darío el tema es apenas un impulso momentáneo: solo importa su consumación en una obra. Los libros siguientes a Cantos de vida y esperanza, sin embargo, sin embargo, poco aportan de nuevo y la Primera Guerra Mundial, que adquirió a sus ojos visos catastróficos, “acabó desbaratarlo como poeta –dice Ghiano–, sin permitirle alcanzar la voz profética con que trató de salvar su concepción del mundo”. Entre viajes, artículos y conferencias, Rubén Darío decae y, casi por casualidad, es en su patria donde muere, el 8 de febrero de 1916.
Sostener que lo sobrevive su obra no es del todo justo, si ello implica desconocer la caducidad de sus poemas más circunstanciales o el agobio del lector contemporáneo ante aquellos textos demasiado sujetos a lo que D. G. Hélder llamó la “fastidiosa cosmética del modernismo”. Más bien habría notar la conmovedora sinceridad de “Lo fatal”, o, para decirlo con las palabras que usó, en aquella noche de 1934, García Lorca, disfrutar de “las estanterías comidas ya por los jaramagos, donde suenan vacíos de flauta las botellas de cognac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos. Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda substancia de su gran poesía”.
Los grandes poetas, Centro Editor de América Latina, 1987

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