3 de enero de 2010

El pacto

Enrique Anderson Imbert


En Amaicha, a fines del siglo XVI, un fraile joven estaba leyendo en su tienda vidas de santos.
–¡Quién pudiera ser santo! –exclamó con fervor.
Le fascinaba el misterio de los que esos santos habían visto con sus ojos bañados en gracia. ¡Cuántas visiones! ¡Quién pudiera tenerlas!
–Daría cuanto poseo por ser santo –agregó.
Y oyó la voz astuta.
–¿También tu alma?
Primero el fraile se asustó pero en seguida se repuso y contestó firmemente:
–También mi alma.
Le relució la faz, fue hombre nuevo. Cuando siguió hacia el Tucumán los soldados españoles comentaron sorprendidos la repentina disposición piadosa del fraile.
Pasaron los años.
Fray Bartolomé era puro amor, pura caridad. Su presencia comunicaba a todos un estremecimiento de miedo y de encanto: era patente que, a su alrededor, se movía algo tremendo, enorme, poderoso.
Siempre había quien, al verlo, murmuraba:
–Es un santo.
Se contaban entonces sus sacrificios y milagros.
Cuando murió en la celda de un convento de Lima (dicen que los pajarillos entonaban en la ventana Gloria in excelsis Deo), el Diablo se llevó su alma.
–Te he permitido que te asomaras por los postigos y espiaras de lejos a Dios– dijo el Diablo por el camino–. Ya es hora de que me mires a mí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario