9 de enero de 2010

El teatro: de los orígenes a la actualidad



1. El teatro y la literatura dramática

De manera estricta y específica, el teatro se vincula a la literatura a través de la composición dramática. Inclusive en sentido técnico y profesional, la palabra drama tiene un valor complejo y ambiguo. Desde un punto de vista estrictamente literario, su significado más general equivale a texto destinado a la representación teatral. Ello quiere decir que, en efecto, nos hallamos en presencia de una composición escrita, como suponemos habitual en el ámbito de las letras; pero desde el comienzo advirtamos, en cambio, que su relación con el público –a diferencia de lo que sucede con la novela, la poesía o el ensayo– no se establece a través de la lectura directa, sino por mediación de actores que deben transformar el texto en acción dialogada. En esta perspectiva, el drama –en cuanto a composición escrita– es comparable a una partitura musical, cuyas virtudes como obra de arte solo pueden estimarse plenamente gracias al concurso de adecuados intérpretes. En tal sentido, si nuestro acceso a la pieza teatral se limita a la lectura, en la creación de un gran dramaturgo –se llame Sófocles, Shakespeare, Brecht– posiblemente hallaremos notables cualidades literarias, ya sea en el empleo del lenguaje o en la exposición de ideas; pero como se trata de una labor concebida en términos escénicos, solo alcanzará su plenitud al ser representada en condiciones óptimas. Por añadidura, para un lector que no está familiarizado con las exigencias profesionales del teatro, ciertos dramas pueden perder gran parte de su valor, si se los juzga exclusivamente a través del texto y se omiten o desconocen las condiciones que impone su adecuada representación; tal es el caso de muchas piezas compuestas por dramaturgos actuales –como Eugène Ionesco, Samuel Beckett o Ann Jellicoe– que han sido concebidas en función casi exclusiva del ritmo escénico. En consecuencia, la lectura de un drama no basta; para su conveniente estimación se requiere, antes que nada, de verlo y oírlo representado. Complementariamente, un eminente poeta o pensador que desconoce los requisitos escénicos puede sentirse tentado a escribir dramas que posean relevantes cualidades literarias, pero que fracasen a causa de su absoluta ineficacia teatral; es el caso de Séneca, en sus esfuerzos por emular a los grandes trágicos griegos; y lo mismo sucedió cuando los románticos ingleses –Coleridge, Shelley o Keats– trataron de reimplantar el teatro en verso, a imitación de Shakespeare. Un caso muy interesante para ilustrar este problema lo ofrece La Celestina, atribuida al español Fernando de Rojas: mediante el diálogo, nos proporciona la exposición de la anécdota y la pintura de los caracteres, como si se tratara realmente de un drama; pero la extensión, estructura y complejidad hacen muy difícil su aceptación como obra teatral, y más bien recomiendan considerarla una “novela dialogada”. En síntesis, el texto dramático puede ser descripto como una composición que se integra con parlamentos –es decir, expresiones orales de los personajes, ya sea en prosa, en verso o combinando ambos recursos– y con indicaciones destinadas a ordenar la representación, a precisar la escenografía y a señalar los movimientos de los actores. Al analizar la obra teatral, el crítico literario generalmente concentra su interés en los parlamentos, de los que suele extraer su juicio sobre los valores poéticos del lenguaje, la intensidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las pasiones humanas expuestas. No obstante, es necesario tener en cuenta que un gran dramaturgo utiliza los recursos verbales de manera muy diferente a un poeta o novelista: para él, el lenguaje no es un mero vehículo emotivo o descriptivo sino que debe conducir a la acción, sugiriendo al intérprete los gestos o desplazamientos escénicos. Por lo tanto, el drama es una creación híbrida, en el sentido de que entraña una combinación de recursos diversos y un trabajo en equipo; en esta síntesis de procedimientos, al escritor le compete la preparación de las pautas anecdóticas dentro de las cuales se desarrollará la representación.
Aristóteles, en su Poética, ha presentado el drama como una “imitación que se efectúa por medio de personajes en acción, y no narrativamente”. Puesto que el acento de esta opinión parece recaer en el hecho de que es necesario imitar la conducta humana y las situaciones de la vida real, se ha insistido en que la obra teatral debe manejar elementos “verosímiles”. A causa de ello, con frecuencia se ha reiterado la tesis de que la representación escénica tiene que suscitar una “ilusión de realidad”, a fin de que el espectador tenga la impresión de contemplar sucesos verdaderos. En ciertas épocas, este criterio de ha puesto de manifiesto –de uno u otro modo– con singular vigor: por ejemplo, los preceptistas aristotélicos del Renacimiento –como Robortello y Castelvetro– sostuvieron que la duración y el ámbito en que la desarrolla la anécdota dramática deben limitarse en tiempo y espacio para que coincidan con la longitud de la representación y con las dimensiones del escenario; por su parte, los autores y directores dramáticos naturalistas –como Emile Zola y André Antoine– defendieron la minuciosa reconstrucción escénica del medio en que se desarrolla la acción y la aparente espontaneidad de los actores. La desmedida fidelidad a estos criterios no se ajusta al pensamiento de Aristóteles –quien se limitaba a evaluar los procedimientos del drama griego– ni tampoco respondía a las posibilidades efectivas de la representación teatral, en general. Una novela puede llevar lícitamente su verosimilitud hasta el extremo de simular que es un documento: un conjunto de cartas, en Las amistades peligrosas de Laclos; una autobiografía, en David Copperfield de Dickens. Lo mismo sucede con respecto a las películas cinematográficas, que pueden remedar el aspecto testimonial, mediante la reconstrucción de hechos históricos: la revolución rusa de 1917, la acción de los guerrilleros en Francia durante la ocupación alemana de la Segunda Guerra Mundial, el estallido de la bomba en Hiroshima. La exhibición teatral, por el contrario, no presenta ni un texto ni una serie de imágenes, sino un grupo de personas reales que se mueven en el marco artificial de un escenario. En consecuencia, la conducta y las situaciones expuestas pueden –y acaso deben– resultar verosímiles, pero difícilmente logren una completa “ilusión de realidad”; es más, a menudo el teatro emplea diversos modos de comentar la acción –el aparte, el monólogo, el coro– que son puramente convencionales; y por añadidura, las limitaciones a que se ve sometida la reconstrucción escénica de episodios complejos restringe los alcances de la verosimilitud, según agudamente advierte Shakespeare a sus espectadores en el prólogo de Enrique V. Sin embargo, debidamente utilizadas, las limitaciones y la artificialidad de la representación dramática pueden resultar poéticamente muy ventajosas, permitiendo el acceso a los aspectos esenciales de una situación: por un lado, el teatro se ha mostrado en todas las épocas especialmente apto para explorar la condición humana y su destino, en relación con ciertas experiencias básicas y elementales; por otro, los más diversos dramaturgos de nuestro tiempo –Pirandello, Brecht, Ghelderode– han comprobado que al emplear la exageración el grotesco o el absurdo conseguían hacer más claras y notorias sus respectivas interpretaciones del hombre y de la sociedad. Además, en la medida en que los actores deben repetir los gestos en cada nueva función de un mismo espectáculo, la representación escénica posee un carácter netamente ritual, pues los movimientos y diálogos adquieren el orden y la regularidad de una ceremonia litúrgica. Por último, cabe consignar que el drama habitualmente ha requerido una mayor unidad y concentración anecdótica que la literatura narrativas –ya sea poesía épica o novela–, en razón de sus características estructurales y de las exigencias originadas en el tipo de atención que debe prestar el espectador.
Ya en el teatro griego, el campo de la creación dramática se repartía entre la tragedia y la comedia. Esta división puede ser explicada de dos maneras diferentes: 1) de acuerdo con la naturaleza e intensidad de las situaciones y personajes expuestos; 2) de acuerdo con el desenlace feliz o infortunado de la anécdota. Aristóteles adopta el primero de estos criterios y declara que la tragedia exhibe a los personajes “más dignos”, en tanto que la comedia presenta a la gente “menos digna”; en consecuencia, el clima trágico se logra mediante la evocación de individuos egregios –semidioses héroes, figuras míticas– que enfrentan con valentía y decoro las vicisitudes del destino, mientras que la atmósfera cómica surge de exponer en escena el comportamiento del hombre común en la vida cotidiana (al respecto, recuérdese que en Los caballeros de Aristófanes uno de los personajes cómicos se llama Demos: es decir, el “pueblo”); a su vez, esta dicotomía puede entrañar –como lo advirtieron los preceptistas aristotélicos del Renacimiento– un tajante distingo social entre los grupos ilustres y las clases populares; tal discriminación fue respetada y mantenida por Shakespeare y por los autores del período “clásico” francés (Corneille, Molière y Racine) , pero ya el “drama de honor” perteneciente al Siglo de Oro español elimina la separación entre ambos sectores al exaltar la honra del hombre que no posee blasones (como lo hace Lope de Vega en Fuenteovejuna). El segundo criterio para distinguir las dos especies dramáticas es expuesto claramente por Dante, quien lo toma de Séneca; según esta doctrina, la tragedia comienza presentando un cuadro admirable y tranquilo, pero termina en un desenlace triste y horrible; en cambio, la comedia suele empezar con algún tema o situación de índole áspera, pero su acción se encamina necesariamente hacia un final feliz y apacible. Por añadidura, es posible agregar otro distingo entre tragedia y comedia: los sucesos expuestos en la primera ocurren en un pasado remoto e incierto o en regiones lejanas, a fin de presentarnos un mundo heroico (que nunca nos parece corresponder a la época presente); por contraste, la segunda tiende a evocar sucesos y personajes tomados de la vida cotidiana, de modo que su aspecto se torna notoriamente realista. Cabe consignar, empero, que la drástica separación entre las dos especies dramáticas señaladas se ha ido debilitando en el teatro moderno. Con el avance de las clases medias y la creciente democratización de la sociedad el mundo egregio y heroico de la tragedia clásica perdió actualidad, y fue necesario implantar el drama burgués –definido por Diderot en el siglo XVIII y practicado por Ibsen cien años después– que enfoca con seriedad los problemas familiares y sociales del hombre común; al mismo tiempo, la comedia fue trasladando su acento, para presentar al personaje aristocrático como ridículo y desvergonzado y al individuo sin alcurnia como justo y noble, según el modelo que proporciona Beaumarchais en Las bodas de Fígaro (1781). Pero no solo ha sufrido un vuelco el aspecto social del drama, sino también la estructura misma de la composición escénica; a causa de ello, las fronteras entre la tragedia y la comedia han quedado borradas: Chéjov, por ejemplo, se quejaba de que el director no había advertido la tesitura cómica de una de sus piezas, y la había encarado como tragedia (lo cual es comprensible porque la condición irrisoria de las criaturas de este autor suele producirnos una impresión de hondo patetismo); de igual modo, Ionesco recomienda a los intérpretes de La cantante calva que no olviden el sufrimiento presente en sus situaciones más jocosas, porque la comicidad del hombre actual radica en un penoso desamparo ideológico y una estremecedora ausencia de proyección metafísica. Además de las dos especies principales ya indicadas pueden mencionarse otras, de significación más restringida: el drama de sátiros griego, creación grotesca que se incluía en las representaciones de trilogías trágicas y de la que solo ha sobrevivido completa El cíclope de Eurípides; la farsa que surgió a fin de la Edad Media como forma enteramente secular, cuyo carácter satírico apuntaba a la crítica de costumbres; la pieza histórica, que tuvo considerable repercusión en el teatro isabelino inglés como crónica escénica de reyes y grandes figuras pasadas y que muchas veces sirvió como forma velada para criticar la situación política vigente (según el empleo que le dio Shakespeare); el auto sacramental, que sirvió en la España del Siglo de Oro como medio de aleccionamiento e instrucción religiosa (según el modelo proporcionado por Calderón); la pantomima, que expone la anécdota por medio de gestos, con exclusión de todo diálogo, inclusive la palabra drama pasó a designar el tratamiento serio de problemas burgueses, de conformidad con la doctrina de Diderot; y por supuesto, esta lista se halla muy lejos de agotar la nómina de variedades dramáticas.


En busca de un lenguaje de la acción

El siglo XX se ha caracterizado, en el ámbito teatral, por la búsqueda de una forma expresiva propia, menos discursiva, más poética. Pocos autores han expresado este objetivo con la claridad y la certidumbre que pone de manifiesto Antonin Artaud en uno de sus escritos teóricos:
“No podemos seguir desnaturalizando la idea del teatro, cuyo único valor radica en su relación inquietante y mágica con respecto a la realidad y al peligro.
“Expuesto de este modo, el problema del teatro debe suscitar la atención general; su corolario consiste en que, a través del espacio físico –ya que requiere expresarse en el espacio, de hecho la única expresión real–, el teatro permite que los medios mágicos del arte y del discurso sean empleados en forma orgánica e integral, como renovados sortilegios. A causa de todo ello, el teatro no desarrollará sus poderes específicos de acción hasta que se le confiera su lenguaje propio.
“Ello significa: en lugar de seguir confiando en textos considerados definitivos y sagrados, lo esencial es poner fin a la sujeción del teatro al texto y restaurar el concepto de una especie de lenguaje único, a mitad de camino entre el gesto y el pensamiento.
“Este lenguaje solo puede definirse por sus posibilidades de expresión dinámica en el espacio, en contraste con las posibilidades expresivas del diálogo hablado. Y lo que le teatro todavía puede aprovechar del discurso son sus posibilidades para extenderse más allá de las palabras, para desarrollarse en el espacio, para actuar disociadora y vibratoriamente en la sensibilidad. Esta es la hora de las entonaciones, de la pronunciación particular de una palabra. Además del lenguaje auditivo de los sonidos, aquí también interviene el lenguaje visual de los objetos, de los movimientos, de las actitudes, de los gestos; pero a condición de que sus significados, sus fisonomías, sus combinaciones sean transformados en signos, constituyendo una suerte de alfabeto extraído de esos signos. Una vez que tengamos conciencia de este lenguaje especial –de este lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas–, el teatro, con el auxilio de personajes y objetos, deberá organizarlo en verdaderos jeroglíficos y aprovechará el uso de su simbolismo e interconexión en relación con todos los órganos y todos los niveles”.




2. El drama europeo en la antigüedad

La opinión más difundida tiende a vincular los comienzos del drama a celebraciones religiosas. Esta hipótesis parece confirmada, en lo tocante a los orígenes de la tragedia griega: existen muy diversas y contradictorias teorías acerca de las circunstancias que dieron nacimiento al género, pero todos los juicios coinciden entre las festividades de Diónisos –divinidad de la vegetación– y las representaciones escénicas que culminaron en el esplendor de la tragedia ateniense. Se supone que el punto de partida estuvo ubicado en ciertas exhibiciones corales –combinación de cantos y danzas– pertenecientes a los cultos dionisíacos, tal vez revestidas de un carácter mágico. Hacia el año 530 a J.C., Tespis –un poeta semilegendario– introdujo un actor que personificaba a alguna figura mítica o histórica, confiriendo al espectáculo coral una incipiente naturaleza dramática. Con posterioridad, Esquilo agregó un segundo intérprete, y en tiempos de Sófocles se incorporó un tercero; según discutidas apreciaciones de algunos eruditos, tardíamente este número se elevó a cuatro, en la época de Eurípides. De acuerdo con la extensión y complejidad de las partes que debían representar, los tres actores principales fueron denominados protagonista, deuteragonista y tritagonista, respectivamente: ello significa que solo podía haber en escena simultáneamente tres actores, a los que solía sumarse el corifeo o jefe del coro; si el número de papeles excedía al de intérpretes, éstos debían personificar, en distintas escenas, a más de una figura. Los espectáculos trágicos se llevaban a cabo en el Ática en las celebraciones de Diónisos, en invierno y comienzos de primavera; esta costumbre se conservó hasta el período alejandrino. Durante los siglos V y IV a. J.C., en tales festividades se invitaba a tres poetas para competir en la presentación de una tetralogía por cada autor –tres tragedias y un drama de sátiros–, la cual a veces era organizada de torno de un asunto común (como La Orestíada de Esquilo), aunque esta conexión temática quizá no resultaba muy frecuente. Las representaciones tenían carácter público y oficial, y en ellas se premiaba al dramaturgo elegido por la aclamación popular o por el voto de un jurado. Los actores llevaban máscaras adecuadas a sus respectivos papeles y calzaban coturnos de elevada suela; no había actrices, y las partes femeninas eran desempeñadas por hombres. En sus comienzos, la tragedia poseyó un acento lírico y una entonación casi litúrgica, pero con el transcurso del tiempo fue evolucionando hacia un mayor realismo. El coro adoptaba el aspecto de un conjunto de testigos de los sucesos dramáticos, generalmente de origen más humilde que las figuras principales (una excepción la proporciona Esquilo en Las euménides); su función principal era proporcionar un comentario lírico a la anécdota. Por lo general, los sucesos eran de índole mítica y procedían de leyendas conocidas de antemano por los espectadores; en consecuencia, entre los intérpretes y el público se establecía una relación irónica: los personajes se comportaban como si pudieran vencer las acechanzas del destino, pero todos los presentes –conocedores de la fábula– sabían cuál era el desenlace. Habitualmente, una tragedia se componía de las siguientes partes: 1) el prólogo que exponía el asunto del drama, antes de la entrada del coro; 2) el párodos, o canto que acompañaba el ingreso del coro; 3) los episodios, o sucesos que componían la fábula, separados entre sí por las intervenciones líricas del coro; 4) los stásimas o intervenciones del coro ya ubicados en la orquesta; y 5) el éxodo, o escena final después de la última intervención coral. De la división en episodios surgiría, ulteriormente, la separación en actos, que ha conservado el drama hasta nuestra época. Según Aristóteles, el objeto de la tragedia es suscitar una catharsis o purificación de las pasiones, alcanzada a través de la piedad y el horror que producen los sufrimientos expuestos en escena; para que se logre este efecto, el público tiene que sentir simpatía por el héroe; por lo tanto, debe ser un personaje noble cuya desgracia es ocasionada por un infortunado traspié (hamartía); a causa de este tropiezo, se desencadenan las peripecias, o “paso de una situación a la opuesta”; para lograr el pleno efecto purificador, el personaje necesita alcanzar la anagnórisis o “reconocimiento”, en la que se efectúa la “transición de la ignorancia al saber”. El clima trágico debe poseer belleza y dignidad; la primera tiene origen en la intensidad poética del lenguaje; la segunda emana de la nobleza del héroe, del éthos (o decisión moral que le corresponde asumir y de la diánoia (o capacidad intelectual para decir lo que es oportuno en el momento adecuado). La historia de la literatura trágica griega está centrada en los tres dramaturgos principales que vivieron durante el siglo V a. J.C.: Esquilo, Sófocles y Eurípides; el tema predominante en la obra de estos creadores es el enfrentamiento del hombre con los dioses y el destino: Esquilo puso el acento en el poder divino que gobierna los sucesos terrenos; Sófocles destacó la acción de la voluntad humana, que se somete a las fuerzas sobrenaturales o que las enfrenta; Eurípides dio especial relieve a la psicología del individuo que debe asumir una decisión con respecto al curso de los acontecimientos. De la producción de Esquilo, han llegado hasta nosotros siete tragedias: Las suplicantes, Los persas, Los siete contra Tebas, Prometeo encadenado, y la Orestíada (integrada por Agamenón, Las coéforas y Las euménides). De Sófocles se conservan siete tragedias: Antígona, Edipo rey, Electra, Ayax, Las traquíneas, Filoctetes y la póstuma Edipo en Colono. De Eurípides, quedan diecinueve piezas, algunas de paternidad dudosa; entre ellas, cabe destacar Alcestes, Medea, Las troyanas, Hipólito, Las suplicantes, Ifigenia en Tauris e Ifigenia en Aulis. La decadencia de la tragedia ática se tornó aguda a partir de las postrimerías del siglo IV a. J.C. Desde el punto de vista de los sucesos históricos, el gran desenvolvimiento de la tragedia coincide con la época de Pericles; este período corresponde al apogeo ateniense en el mundo griego y puede ubicarse entre la victoria sobre los persas en Maratón (490 a. J.C.) y el fin de la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta (404 a. J.C.); dicho lapso abarca profundos cambios en la sociedad helénica, robustecida por el triunfo en la primera Guerra Médica y crecientemente amenazada por conflictos intestinos; la agitada situación se proyecta hondamente en la producción dramática, cuyos autores parecen incitados a utilizar la escena como medio educativo: en Los persas de Esquilo, hay una manifiesta denuncia de la soberbia que corrompe y destruye las naciones; en la Antígona de Sófocles, se exalta la piedad y el respeto a las prácticas religiosas, como remedio para el escepticismo y la descomposición moral.
La comedia griega también estuvo vinculada, en sus orígenes, a las festividades de Diónisos, circunstancia que se advierte todavía en las obras de Aristófanes, en las que se conservan ciertas procesiones rituales relacionadas con los cultos de fertilidad. En su parte esencial, la comedia primitiva era una especie de revista teatral, con gran despliegue de bullicio. Se dice que la comedia –como pieza argumental sobre temas de actualidad, con personajes más o menos constantes– fue desarrollada por el siciliano Epicarmo, que vivió entre los siglos VI y V a. J.C.; asimismo, se afirma que el coro fue incorporado tardíamente, quizá hacia 486 a. J.C. En los concursos cómicos, solían participar cinco poetas por vez, cada uno con una obra. En los tiempos de Aristófanes –cuando se practicaba lo que llegaría a denominarse “comedia antigua”–, estas composiciones solían abarcar las siguientes partes, si bien la estructura era menos estricta y constante que en la tragedia: 1) el prólogo, o exposición; 2) el párodos o entrada del coro; 3) un agón o disputa entre dos contendientes, que constituía el núcleo del espectáculo; 4) una parábasis, en la que el coro hablaba en nombre del poeta: 5) un número de episodios, separados entre sí por cantos del coro; 6) el éxodo, con grandes manifestaciones de regocijo, concluyendo en una boda o banquete. Por contraste con la tragedia, la anécdota era invención exclusiva del dramaturgo y solía desenvolverse en el tiempo presente, con manifiesta alusión a sucesos de actualidad. El coro tenía por misión azuzar a los contendientes –en vez de aplacarlos–, y por último se ponía de parte del vencedor. Los personajes solían ser tipos característicos de la vida cotidiana o encarnaciones de las ideas abstractas; los actores eran exclusivamente masculinos y llevaban máscaras grotescas. La intención de la comedia era eminentemente satírica, y estaba orientada con preferencia a la crítica social, política y literaria. Entre los grandes autores de la “comedia antigua”, cabe mencionar a Cratino, Crates, Ferécrates y Eupolis; pero ninguno puede rivalizar con Aristófanes, de quien se ha conservado un número significativo de piezas, todas ellas de considerable agudeza, lenguaje desenfadado y despiadado poder corrosivo. Los acarnienses, Los caballeros, Las nubes, Las avispas, Las aves, Las ranas, Lisístrata, Las fiestas de Deméter, La asamblea de las mujeres y Pluto. Esta producción lo presenta a Aristófanes como un hombre de ideas conservadoras, partidario de los terratenientes y productores rurales, profundamente disconforme con la demagogia y la venalidad de su tiempo; Las ranas no solo es una regocijante pintura del mundo de los muertos, sino que es un sagaz enfoque crítico de los grandes trágicos, expuesto a través de una disputa entre Esquilo y Eurípides, circunstancia que permite desenvolver una cáustica parodia de sus respectivos estilos dramáticos. Hacia el año 400 a J.C., la “comedia antigua” fue suplantada por la “comedia media”, ilustrada por el Pluto de Aristófanes y singularizada por una participación más restringida del coro, a la vez que por un mayor relieve de la trama anecdótica; setenta años más tarde aparece la “comedia nueva”, especialmente influida por lo procedimientos de Eurípides, caracterizada por la exposición ingeniosa y romántica de una anécdota sentimental y desprovista de coro; su mayor representante fue Menandro, de quien se conserva El misántropo; esta especie dramática tuvo enorme ascendiente en el teatro romano y estableció la pauta de la comedia de maneras, que se continuaría hasta los tiempos modernos; además, introdujo ciertos tipos humanos que tendrían larga prosapia escénica.
En Roma, la literatura dramática incorporó elementos nativos de diversa especie, pero el teatro solo alcanzó adecuado desarrollo a través de la imitación de los procedimientos griegos. El más creativo período de la escena latina debe ubicarse entre 250 y 150 a J.C., siglo que abarca la existencia de Plauto y Terencio, sus más recordadas figuras; los dos autores imitaron la “comedia nueva” cultivada por Menandro. Plauto, de origen humilde, escribió piezas de repercusión popular, peculiarizadas por su humor robusto; entre ellas se destacan El soldado fanfarrón y Anfitrión. Terencio, un liberto de origen africano, se distinguió por su mayor ingenio y refinamiento, que halló eco en sectores más cultivados; su producción puede ilustrarse con Los Adelfos y Andria. La influencia de Plauto y Terencio en la historia de la comedia europea fue decisiva: el segundo de estos autores fue leído e inclusive imitado durante toda la Edad Media; ambos tuvieron un considerable ascendiente en las formas dramáticas del Renacimiento, ya sea la commedia dell’arte italiana, la “comedia de equivocaciones” shakesperiana, las piezas de Ben Jonson o las obras satíricas sobre el comportamiento mundano (de Molière en adelante). En cambio, la tragedia nunca llegó a arraigar en Roma con acento propio; su más conspicuo representante fue Séneca, en el siglo I de nuestra era, quien compuso nueve dramas sobre asuntos míticos adaptados de Eurípides y otros creadores griegos; en general, prevalece una entonación discursiva y declamatoria, una finalidad moralizadora y una abundante proliferación de actos sangrientos; en suma, no se trata de una labor excepcional por su mérito u originalidad, pese a lo cual produjo considerable impacto en el “drama de venganza” que se cultivó en el Renacimiento, especialmente en Italia e Inglaterra (incluido el Hamlet de Shakespeare).



3. El teatro oriental

Desde época remota, el drama también tuvo vasta difusión en pueblos orientales. A semejanza de lo observado en Grecia, las representaciones teatrales habitualmente se originaron en prácticas religiosas y estuvieron vinculadas a ceremonias litúrgicas que incluían cantos y danzas; hasta cierto punto, estas manifestaciones rituales se perpetraron en los procedimientos escénicos, al favorecer la instauración de convenciones interpretativas. Una significativa diferencia se advierte, por comparación con el teatro europeo: mientras éste rápidamente evoluciona hacia la verosimilitud psicológica de las situaciones dramáticas, el drama oriental tiende a cristalizarse en formas –a menudo muy refinadas– de exhibición coral, en las que prevalece el movimiento corpóreo, en desmedro del diálogo. Ello es notorio en algunas variedades del teatro japonés, e inclusive en ciertas lenguas de la India una misma palabra designa por igual al actor y al bailarín. El teatro de la India posee no solo un origen mítico –ligado al brahmanismo–, sino que también parece contar con un antiquísimo desarrollo histórico. Sin embargo, solo se conservan testimonios bastante tardíos, en fragmentos de tres dramas budistas atribuidos a Ashvaghesha, un poeta romántico del siglo II de nuestra era. Uno de los más vigorosos desarrollos de la escena india debe ubicarse a partir de 320, cuando los príncipes de Chandragupta impusieron su dominio en las regiones más ricas y populosas del norte; en general, se trata de piezas destinadas al entretenimiento cortesano, plenas de optimismo y de artificialidad. Los procedimientos evolucionaron, en general, hacia una codificación rígida, según queda documentado hacia el siglo X en los preceptos que reunió Dhanamjaya en sus Diez formas; en razón de que los espectáculos era elaborados como mera distracción de los círculos áulicos, su duración podía prolongarse indefinidamente, al punto de que las comedias admitían hasta diez actos. El más prominente dramaturgo de la India fue Kalidasa, cuya producción quizá debe situarse a fines del siglo IV o comienzos del V; su obra más temprana es Agnimitra y Malavika, pero su creación más recordada es Sakuntalá (mezcla de cuento de hadas e historia romántica, en siete actos). Difundida en Europa a fines del siglo XVIII, la obra de Kalidasa ejerció influjo en el drama alemán de Schiller y de Goethe, quienes recogieron ideas e imágenes procedentes de este poeta y dramaturgo indio. Con posterioridad a Kalidasa, el drama tiende a decaer, si bien pueden mencionarse los nombres de otros dos autores: Harsha, en la primera mitad del siglo VII, y Bhababhuti, que floreció hacia 730. En época reciente, el bengalí Rabindranath Tagore intentó, con cierta fortuna, la renovación del teatro vernáculo.
En China, el drama parece haber estado conectado con el culto de los antepasado; en tal sentido, ciertos cantos y danzas dieron lugar a representaciones teatrales a fines del siglo VIII a. J.C., con empleo de diálogo escénico y acompañamiento musical. En general, estos espectáculos carecen de escenografía, pero exhiben gran despliegue de vestuario y de máscaras. La trayectoria del teatro chino ha sido más bien conservadora, de modo que mantuvo sus formas primitivas y no evolucionó hacia un realismo individualista; sus características más notables radican en la compleja integración de parlamentos, danzas, efectos musicales, gestos y deslumbrantes ropajes. Entre los espectadores europeos y americanos, quizá las piezas chinas más conocidas son las pertenecientes a los siglos XIII y XIV, algunas de las cuales han sido traducidas; entre ellas, se destaca El círculo de tiza, que elabora –mediante recursos cómicos y abundante intriga– una sátira sobre la corrupción de los círculos gubernamentales, a la vez que expone las doctrinas de Confucio relativas a la buena administración y a la justicia social. También en el Tibel se desarrolló alguna actividad teatral, supervisada por los lamas.
Más reciente es el teatro japonés, pero su influjo es el que quizá más hondamente ha penetrado en los países occidentales, en especial durante el siglo XX. Sus dos variedades principales son el noh y el kabuki. La primera de estas especies tuvo origen en la segunda mitad del siglo XIV, como derivación de espectáculos musicales y corales que se practicaban desde cuatrocientos años antes; sus creadores fueron Kan’ami Kiyotsugu y Se’ami Motokiyo, que desarrollaron un teatro eminentemente aristocrático, basado en las enseñanzas y leyendas del shintoísmo. Las principales características del noh radican en la importancia que se otorga a la danza y en el papel prominente del coro (que cumple funciones dramáticas y narrativas). Al presente, se conservan unas doscientas cincuenta piezas de teatro noh, agrupadas en cinco núcleos principales: 1) dramas de dioses; 2) dramas de batallas; 3) dramas de mujeres; 4) dramas de venganza; 5) dramas finales (que servían como epílogo del espectáculo). Estas obras suelen representarse en sesiones que abarcan tres partes: 1) jo o introducción, con una pieza; 2) ha o desarrollo, con tres piezas; y 3) kyu o desenlace, con una pieza. Dos dramaturgos han recogido la herencia noh y la han incorporado a Europa: el irlandés W. B. Yeats compuso “dramas para bailarines”, inspirados en este modelo, con el propósito de evocar antiguas leyendas tradicionales de su patria: en cambio, el alemán Bertolt Brecht halló en los procedimientos narrativos de esta forma escénica un instrumento de gran utilidad para sus objetivos didácticos, instaurando de tal modo un “teatro épico”. Por contraste, el kabuki es un espectáculo eminentemente popular; fue introducido en Japón en el siglo XVI y se basa en las técnicas del drama chino; su creación se atribuye a Ikuni, doncella de un santuario shintoísta, y los conjuntos que lo practicaban al principio estaban compuestos exclusivamente de mujeres; esta circunstancia ocasionó suspicacias, que determinaron su prohibición en varias oportunidad. Al comienzo, las piezas eran breves; pero, con el transcurso del tiempo, la extensión y el número de actores fueron creciendo, hasta llegar en alguna ocasión a siete partes y quince intérpretes. Como representación, el kabuki combina elementos dramáticos (diálogo y acción) con música, de modo que es una mezcla de drama, ópera y danza, con gran despliegue material, ya sea en la escenografía o en el vestuario; se otorga más importancia al espectáculo que al texto, por lo tanto posee menor interés literario que escénico y el centro de atracción es la habilidad histriónica de los actores. Los principales escritores que cultivaron el kabuki fueron Tsuruya Namboku y Kawate Mokuami, cuya producción abarca las postrimerías del siglo XVIII y casi la totalidad del XIX. Un renovador impulso ha recibido el drama tradicional japonés por obra del escritor Yukio Mishima, quien ha tratado de adaptar las características del noh a las exigencias del teatro actual.



4. El teatro europeo en la Edad Media

En la historia de la escena europea, existe un notorio hiato entre el drama de la antigüedad clásica y el comienzo del teatro moderno. Al producirse la disgregación del Imperio Romano de occidente, en las postrimerías del siglo V, los espectáculos ya se hallaban en completa decadencia y poco o nada subsistía de la comedia que había creado Plauto y Terencio; tampoco habían dado frutos los esfuerzos por instaurar una tragedia latina. Por su parte, el avance del cristianismo fue poco propicio para la renovación dramática, ya que las representaciones solían vincularse con sospechosos vestigios de paganismo. Una muy tenue ligadura con la producción clásica se mantuvo, a través de los estudios latinos realizados en los conventos, donde se solía leer a Terencio e inclusive se trató de imitarlo en obras más acordes con el adoctrinamiento piadoso; tal fue el propósito de Hrotsvitha, una monja alemana del siglo X, quien escribió algunas piezas sobre penitentes y mártires, incluyendo en su Abrahán una vívida pintura del pecado. Pese a las reticencias de la Iglesia, el drama medieval también habría de poseer, en definitiva, un origen religioso, ya que sus primeras manifestaciones tuvieron lugar en el curso de las ceremonias litúrgicas: a fin de otorgar mayor dramaticidad a las celebraciones de Semana Santa y de Navidad o a la consagración de iglesias, se introdujeron pequeñas representaciones dialogadas o tropos, que en sus comienzos formaban parte del rito y se desarrollaban dentro del recinto sagrado; progresivamente, estas interpolaciones se fueron emancipando y crecieron hasta convertirse en verdaderos espectáculos escénicos. En el primer período del drama medieval, la autoridad eclesiástica no solo toleró las representaciones sino que inclusive las estimuló, en virtud de que cumplían una doble función de indiscutida utilidad: por un lado, proporcionaban a los feligreses un entretenimiento saludable, que los rescataba de diversiones y juegos impíos; por el otro, servían a una finalidad didáctica, orientada a referir los hechos bíblicos y a exponer la obra cumplida por los santos, conocimientos que no eran accesibles de otro modo para la vasta mayoría iletrada de la población. Por consiguiente, surgieron varias especies dramáticas perfectamente definitivas: los misterios, que exponían episodios de la historia sagrada; los milagros, que evocaban la providencial intervención de los santos en los asuntos humanos; las moralidades, que empleaban técnicas alegóricas para instruir a los espectadores acerca del camino que conducía a la salvación eterna. Sin embargo, para robustecer el interés del público, se empezaron a introducir escenas realistas donde se evocaba la vida urbana contemporánea; estos pasajes eran incorporados con particular eficacia en los milagros, como lo demuestra el Juego de San Nicolás de Jean Bodel, a comienzos del siglo XIII. El nuevo elemento, de inspiración secular y de predominante intención cómica, fue acrecentando su atractivo e importancia al punto de suscitar reservas y recelos en los círculos religiosos, que adoptaron una actitud cada vez más intransigente y condenatoria. Pero las trabas interpuestas no lograron detener el advenimiento de un drama enteramente profano y a menudo bastante desenfadado, cuyo modelo más típico fue la farsa, variedad dramática que alcanzó su plenitud con el Maestro Pathelin, anónimo francés del siglo XV.
Tal es la columna vertebral que unifica el desenvolvimiento de la escena europea medieval. Pero en cada región se comenzaron a dar, desde fecha temprana, diferencias que ya estaban prefigurando la ulterior irrupción de los teatros nacionales. En general, la pauta que hemos señalado corresponde a Francia, donde se ha conservado un abundante testimonio dramático del período, cuyo fin puede ubicarse en 1548, cuando se prohibió en París la representación de misterios, los cuales eran objetadas por los sectores religiosos a causa de su gradual descomposición moral y por los grupos letrados renacentistas en razón de que no se ajustaban a la preceptiva clásica. En Inglaterra, los espectáculos piadosos solían realizarse en la celebración de Corpus Christi, que correspondía a las óptimas condiciones meteorológicas para llevar a cabo exhibiciones callejeras; entre las formas predilectas del público, se destacan los ciclos bíblicos que evocaban la trayectoria íntegra desde la creación del mundo hasta el Juicio Final, a través de un pageant (es decir, un desfile de carros, en cada uno de los cuales se representaba un episodio de la historia sagrada); de conformidad con sus distintas profesiones, las corporaciones de artesanos y comerciantes se encargaban de una parte de estas prolongadas ilustraciones religiosas (los carpinteros encarnaban a Noé construyendo el arca, los orfebres interpretaban a los Reyes Magos, etc.); esta participación de los gremios en la actividad dramática todavía es registrada por Shakespeare en El sueño de una noche de verano, donde describe con ironía de hombre de teatro los insuficientes alcances de estos conjuntos improvisados. En Inglaterra, también alcanzaron gran difusión las moralidades, entre las que se destaca Cada cual; con respecto a la aparición de espectáculos profanos, cabe consignar que a comienzos del siglo XVI se desarrolla el interludio –especie cómica influida por la farsa francesa– cuyo mayor representante fue John Heywood. En Alemania, el drama de la pasión de Cristo tuvo considerable aceptación, y aún en la actualidad se conserva la tradición de representar periódicamente este asunto en Oberammergau, donde se institucionalizó el espectáculo en 1662, mediante la fusión de dos ciclos escénicos anteriores; por su parte, el teatro profano tiene su cultor más eminente en Jans Sachs, quien escribió en el curso del siglo XVI más de doscientas piezas breves. En España, el teatro vinculado a la liturgia cristiana parece haber tenido un florecimientos vigoroso y temprano, del que sobrevive un fragmento del Auto de los Reyes Magos; sin embargo, la prohibición de tales espectáculos –registrada en las Siete partidas de Alfonso el Sabio– introduce una discontinuidad en los materiales conservados, si bien hay indicios de que el drama perduró a nivel popular, hasta desembocar en el extraordinario desarrollo escénico del Siglo de Oro.



5. El teatro renacentista

El impacto del Renacimiento determinó la definitiva consolidación del teatro europeo moderno como una labor profesional, como un arte independiente y como una actividad regular que se desenvolvía en recintos estables. Las nuevas ideas introducidas por el humanismo favorecieron, por lo demás, una profunda transformación de las concepciones dramáticas. En algunos países, como España e Inglaterra, no se produjo una ruptura radical con el pasado, ya que las innovaciones vinieron a enriquecer y perfeccionar las formas escénicas tradicionales, de honda estirpe medieval. En cambio, en otras naciones –como Italia y luego Francia– se produjo un verdadero corte en el desenvolvimiento del drama, originado en el reemplazo de los esquemas precedentes por una estricta preceptiva de ascendencia clasicista (por lo general, inspirada en Horacio y, algo menos, en Aristóteles). Al mismo tiempo los autores latinos comenzaron a difundirse rápidamente, circunstancia que dio lugar a una comedia basada en los enredos y equívocos de Plauto y a una tragedia modelada en las anécdotas sangrientas de Séneca. Italia, centro de la irradiación humanista, fue una de las primeras naciones que desenvolvió las nuevas formas escénicas, a las que también incorporó piezas pastoriles y entremeses; pero sus experiencias más significativas y perdurables fueron la “comedia erudita” y la commedia dell’arte. La primera de estas dos especies consistía en imitaciones clásicas, con abundancia de intrigas y engaños que finalmente se resolvían en un desenlace feliz: entre los cultores se contaron Ariosto y Aretino, pero ninguna creación individual ha gozado de tanto prestigio como La Mandrágora de Maquiavelo, aguda pintura del patriciado, de los sectores profesionales, de la descomposición eclesiástica y de otros aspectos de la sociedad florentina, a comienzos del siglo XVI. Por su parte, la commedia dell’arte abarcó gran número de piezas breves de gran repercusión popular, representación callejera y carácter profesional; en ella se conjugaban elementos muy variados de la comedia latina, de la farsa medieval y de diversos espectáculos tradicionales, con la intervención de un grupo estable de personajes típicos (la pareja de enamorados, el comerciante retirado Pantalón, el soldado fanfarrón representado por un capitán español, el médico pedante y superficial, los sirvientes y otras figuras masculinas y femeninas); los intérpretes practicaban un diálogo “improvisado” –es decir, elaborado por común acuerdo entre ellos–, ya que no había dramas desarrollados en detalle sino esquemas anecdóticos muy breves; en consecuencia, esta especie escénica no tuvo un aspecto estrictamente literario, si bien influyó de manera considerable en los escritores teatrales surgidos más tarde: Molière, Goldoni, los autores de la “comedia de maneras” e inclusive Pirandello.
En España, las nuevas corrientes quizá ejercieron algún influjo, por la vía de conjuntos trashumantes que practicaban la commedia dell’arte; pero el arraigo popular de las formas tradicionales disminuyó considerablemente el impacto de los esquemas un tanto rígidos y dogmáticos que propiciaba el humanismo en materia escénica. Las ideas renacentistas están presentes en la obra de Juan del Encina, quien escribió sobre temas religiosos y, por influjo italiano, se orientó hacia el drama pastoril; asimismo se le atribuye el Acto del repelón, donde hay visibles tendencias realista, afines a la farsa. También Bartolomé de Torres Naharro y Gil Vicente reflejan las innovaciones escénicas y la naturaleza más bien culta y cortesana del público al que destinaban sus creaciones. Pero Lope de Rueda, que murió en 1565, exhibe el vigor de las formas populares; si bien sus diversos pasos en prosa suelen incorporar anécdotas del teatro italiano, el acento de estas composiciones responde al gusto del pueblo español. Por su parte, Juan de la Cueva promueve el desenvolvimiento de la típica comedia hispana, limitando a cuatro el número de actos y enriqueciendo las formas métricas del diálogo en verso. Sin embargo, el precursor inmediato del apogeo escénico fue Cervantes, quien produjo unas veinte piezas entre 1583 y 1587; en su producción teatral, aun mantienen algún interés Pedro de Urdemales, Los baños de Argel y El trato de Argel, pero mucho más notables y logrados son los entremeses, que lo exhiben como un consumado autor de pequeñas farsas. La culminación del drama español se da en la obra de Lope de Vega, el más fecundo, versátil y consciente de los autores escénicos del Siglo de Oro, cuya labor alcanza su plenitud hacia 1600; defensor de un teatro en verso imaginativo y flexible, compuso un interesantísimo tratado sobre El arte de hacer comedias en este tiempo, donde expuso su amplia libertad de criterio y su rechazo de la preceptiva dogmática que estaba ganando terreno en algunos países europeos; además, dotado de una inventiva inagotable, redactó un crecido número de obras –no menos de cuatrocientas–, en las que ensayó las más diversas entonaciones: comedias heroicas, comedias de capa y espada, comedias palaciegas, comedias de carácter, comedias de santos, comedias de intriga y muchas otras variedades. Por necesidad, los dramas de Lope de Vega se resienten a causa de su elaboración apresurada, pero algunos poseen excepcionales méritos, como es el caso de El mejor alcande del rey, Peribáñez y el comendador de Ocaña, El caballero de Olmedo, Fuenteovejuna, El perro del hortelano, La dama boba, El anzuelo de Fenisa. La enorme aceptación que alcanzó el teatro por influjo de Lope sirvió de estímulo a nuevos creadores: Tirso de Molina se destacó en la comedia palaciega y llevó por primera vez a escena la historia de Don Juan, en El burlador de Sevilla; Guillén de Castro tomó la figura heroica del Cid, que habría de seducir más tarde a Corneille en Francia; Juan Ruíz de Alarcón –el primer americano del teatro español, oriundo de México–, elaboró un drama de crítica moral, ilustrado por La verdad sospechosa y Las paredes oyen, composiciones que produjeron hondo impacto en Molière; y habría que agregar muchos y significativos nombres, hasta llegar a Calderón, representante del teatro barroco, autor de gran número de autos sacramentales de inspiración religiosa y creador de piezas tan variadas como La dama duende, El alcalde de Zalamea, La vida es sueño, El médico de su honra, El mágico prodigioso.
En Inglaterra, el drama renacentista alcanza un esplendor inigualado, sin que se quiebre la tradición de origen medieval; a semejanza de lo sucedido en España, hay un cambio de énfasis, una repercusión más amplia en los diversos niveles de público y una secularización de los asuntos tratados, pero de ningún modo se abandonan las pautas de composición imaginativas y espontáneas. Desde el ascenso al trono de la reina Isabel I en 1558, se va advirtiendo una gradual consolidación de la actividad escénica, pero el gran desenvolviendo dramático comienza hacia 1590 con la aparición de un grupo de autores que –en virtud de su formación– suelen denominarse “ingenios universitarios”; este núcleo incluyó a John Lyli, George Peele, Thomas Lodge, Christopher Marlowe, Thomas Nashe y Thomas Kyd. Estos creadores hicieron dos aportes fundamentales: 1) perfeccionaron la estructura de la pieza teatral; y 2) incorporaron al diálogo escénico el uso del verso blanco –pentámetro yámbico sin rima– que permitía desarrollar una expresión natural y hasta conversacional, sin perder en ningún momento la intensidad poética. De tal modo, quedó abierto el camino para que Shakespeare –la más representativa figura del período– llevara a cabo su labor: en el curso de unos veinte años produjo alrededor de treinta y cinco dramas, entre comedias, tragedias y piezas sobre la historia inglesa; en estas obras, ensayó un lenguaje a la vez intenso y cotidiano, instauró nuevas técnicas para dar verosimilitud al personaje dramático (consolidando su autonomía psicológica) y formuló atrevidas reflexiones sobre los problemas intelectuales de su época (poniendo de manifiesto una lúcida percepción de los conflictos engendrados por la irrupción del pensamiento moderno). En general, la producción shakesperiana posee una excepcional homogeneidad de nivel, pero entre sus dramas algunos han logrado sobresalir por su vasta difusión: Ricardo II, Enrique V, El sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia, Como gustéis, Noche de Reyes, Romeo y Julieta, Julio César, Hamlet, Otelo, Rey Lear, Macbeth, La tempestad. Entre los contemporáneos de Shakespeare, quien más se destacó como su rival escénico fue Ben Jonson, cuya técnica responde a nociones de estirpe clásica, fundadas especialmente en la comedia latina. Menos imaginativo que Shakespeare, Ben Jonson sobresale por su concepción disciplinada de los elementos que constituyen la representación; de tal modo, impone al diseño dramático una notable armonía, según puede comprobarse en Volpone y El alquimista. Además, Ben Jonson introduce en escena la pintura de la vida cotidiana, que también atrae a otros dramaturgos: Dekker, Massinger, Thomas Heywood. Por su parte, Shakespeare ejerce decisiva influencia en una brillante pléyade de autores surgidos en los comienzos del siglo XVII: Beaumont, Fletcher, Toruener, Middleton, Ford, Webster, Chapman. Sin embargo, el teatro renacentista inglés se había desgastado y comenzó a evolucionar hacia exhibiciones melodramáticas, con gran despliegue de crímenes y felonías; esta circunstancia determinó que los círculos religiosos vinculados al Puritanismo acentuaran su reprobación de los espectáculos públicos; por último, el Parlamento dispuso en 1642 la clausura de los teatros, que oficialmente no fueron reabiertos hasta 1660. Así concluía el ciclo más fecundo de la escena inglesa.
En Francia, la consolidación del teatro renacentista fue más tardía y estuvo sujeta a una serie de vacilaciones, hasta que se impuso la preceptiva clasicista, en el reinado de Luis XIV. Con anterioridad, se destacan algunas figuras –Jodelle, Garnier, Hardy–, pero el momento de apogeo está ligado íntimamente a Corneille, Racine y Molière. Los dos primeros perfeccionaron los procedimientos trágicos de la época. En tal sentido, el primer gran impacto de Corneille fue su drama inspirado en la vida del Cid, obra que suscitó viva polémica a causa de la libertad que observaba en su manejo de las unidades de tiempo y lugar; más tarde, este mismo autor tendió a una mayor aceptación de las normas clasicistas, en tragedias como Horacio, Cinna, Polieuto y Nicomedes. Por su parte, Racine convirtió los estrictos preceptos del clasicismo en instrumento dúctil para elaborar piezas de acción restringida pero de incomparable belleza poética, centrando los efectos dramáticos en las pasiones anímicas expresadas por el diálogo; de tal modo, los espectáculos eran concebidos como recitativos, en los que se conservaba en todo momento la gracia y armonía formales, por agudos y perturbadores que fueran los conflictos humanos expuestos; una prueba de ello la ofrecen Andrómaca, Fedra, Berenice, Bayaceto. En la comedia, un anticipo importante lo constituye El mentiroso, que Corneille escribió hacia 1643, a imitación de La verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón; pero el desarrollo y perfeccionamiento de esta especie fue obra de Molière, quien recogió el legado cómico del teatro clásico y medieval y de la commedia dell’arte y creó una forma sumamente apta para la sátira social y para la crítica de costumbres, según el ejemplo de El burgués gentilhombre, El avaro, Tartufo, El misántropo, Las preciosas ridículas y muchas otras piezas. La vida de Racine se extinguió el 21 de abril de 1699; con su muerte y la terminación de la centuria, el teatro del clasicismo francés inicia su declinación. Ello no significa, empero, que su influjo decayera, ya que perduró hasta la aparición del drama romántico. Por lo demás, su ascendiente se difundió en toda Europa: en Inglaterra, con los autores que surgieron después de 1660 (Dryden, Otway, Congreve, Wycherley); en Italia con Alfieri; en España, con la tardía comedia de Leandro Fernández de Moratín; inclusive en la misma Francia, Voltaire intentó hacia 1730 una frustrada restauración de la tragedia clasicista.


Consejos a los comediantes

Actor, director escénico y dramaturgo, Shakespeare, fue un consumado hombre de teatro. Con ese caudal de experiencia, pone en boca de Hamlet sus opiniones personales acerca del arte interpretativo (
Hamlet, acto III, escena II):
“Te ruego que recites el texto tal como lo hice yo, con fluidez y naturalidad, ya que si lo anuncias a gritos –como acostumbran muchos actores–, mejor sería ofrecer mis versos a un pregonero para que los voceara. Cuídate, además, de aserrar el aire así, con la mano. Moderación en todo, ya que hasta en medio del torrente, de la tempestad y aun del torbellino de la pasión, debes tener y exhibir esa templanza que hace dulce y elegante la expresión. Tampoco seas demasiado tímido; en ello, tu propia discreción debe guiarte. Que la acción corresponda a la palabra y la palabra a la acción, tratando con especial cuidado de no traspasar los límites de la natural sencillez, pues todo lo que se opone a la naturaleza por igual se aparta del verdadero fin del arte dramático cuyo propósito –así en su origen como ahora– fue y es, por así decirlo, presentar un espejo a la humanidad , mostrar a la virtud sus propios rasgos, al vicio su imagen verdadera y a cada edad y generación su fisonomía y modalidad características. En consecuencia, si se recarga la expresión o si ésta languidece, por más que ello haga reír a los ignorantes, no podrá menos que disgustar a los discretos, cuya opinión –aunque se trate de un solo individuo–, debe tener mayor importancia que la de todo el público restante. En verdad, cómicos hay quienes he visto representar y a quienes oí elogiar, pese a que no tenían ni pizca de cristianos, de gentiles, ni siquiera de hombres, pues se movían y vociferaban de tal modo que llegué a suponerlos monstruos engendrados por algún mal artífice de la naturaleza, ¡de manera tan abominable imitaban la humanidad!”




6. Del realismo a nuestros días

El teatro que se cultivó en tiempos de Luis XIV apuntaba a un público limitado –de formación cortesana y letrada–, en manifiesto contraste con la amplitud que había prevalecido en el drama español e inglés del renacimiento. Por lo tanto, el prestigio europeo de Corneille, Molière y Racine generalizó la tendencia restrictiva del clasicismo francés. Sin embargo, la irrupción de las clases medias que se observa en la sociedad del siglo XVIII determinó que tales esquemas selectivos perdieran actualidad; a causa de ello, la tragedia clasicista entró en crisis y, a mediados de la centuria, Diderot se propuso suplantarla mediante un “drama serio” de inspiración burguesa; en cambio, la comedia perduró, convirtiendo a los sectores egregios y elegantes en objeto frecuente de su sátira, según lo documentan Goldoni en Italia, Holberg en Dinamarca, Sheridan en Inglaterra y, especialmente, Beaumarchais en Francia; a su vez, Marivaux desarrolló un teatro cómico menos corrosivo, en el que prevalecía el análisis de los sentimientos. En la segunda mitad del siglo XVIII, surgió en Alemania un movimiento escénico intenso, cuyo primer centro de irradiación fue el drama burgués de Lessing, ilustrado por la deliciosa comedia Minna von Barnhelm; luego, Goethe, Schiller, Kleist y Grillparzer fueron consolidando un teatro romántico, en el que se destaca con frecuencia la figura heroica y rebelde, que tal vez ejerció poderosa seducción como arquetipo del hombre capaz de unificar la nación germana, todavía desmembrada en pequeños y débiles estados casi feudales. Por su parte, el Romanticismo francés eliminó las últimas supervivencias del clasicismo, cuya preceptiva Víctor Hugo demolió con inusitado vigor, mientras Alfred de Musset componía piezas sentimentales de gran equilibrio. En suma, la declinación del clasicismo, la instauración del “drama burgués” y el advenimiento de las concepciones románticas constituyen una significativa toma de conciencia dramática, pero no logran consolidar nuevas pautas creativas; ello solo se consiguió en el curso del siglo XIX, con el avance de la doctrina realista, que dio forma definitiva al teatro burgués. La irrupción de esta tendencia puede trazarse a lo largo de la centuria en toda Europa: en Alemania, con Büchner y Hebbel; en Francia, con Balzac, los Goncourt, Zola e inclusive el “drama bien hecho” de Dumas hijo y de Augier; en Rusia, con Griboiédov, Gógol, Ostrovski y Turguéniev. Pero la culminación del proceso habría de darse en los países escandinavos, con Björnson, Ibsen y Strindberg, quienes logran describir la vida de clase media con minucioso verismo escenográfico e interpretativo, a la vez que ensayan un agudo enjuiciamiento de los conflictos morales imperantes. Ibsen se caracteriza por un realismo liberal y optimista, según el criterio expuesto en Los pilares de la sociedad, Casa de muñecas, Espectros y Un enemigo del pueblo. En cambio, Strindberg primeramente, con el afán naturalista, explora el amargo determinismo imperante de Señorita Julia; luego, en La sonata de los espectros y Un drama de sueños, evoluciona hacía un tipo de creación escénica casi onírica, que prefigura los métodos del expresionismo. Al llegar a su plenitud, la marea realista tiende a difundirse y a diversificarse: en Alemania, Gerhart Hauptmann escribe Los tejedores; en Rusia, León Tolstoi, Antón Chéjov y Máximo Gorki evocan la situación de su patria anterior a la revolución de 1917; en Irlanda, J. M. Synge logra introducirse en las costumbres de su país mediante una síntesis de verismo y fantasía; en Hispanoamérica, el uruguayo Florencio Sánchez indaga aspectos de la vida urbana y rural y describe las relaciones del hombre nativo con el inmigrante, e inclusive en España, ya bien entrado el siglo XX, García Lorca desenvuelve un drama realista –en obras como Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba. A su vez, el irlandés Bernard Shaw, confeso discípulo de Ibsen, instaura en Inglaterra un teatro de crítica social, cuya tendencia a la exageración cómica con fines didácticos parece un anticipo del “distanciamiento escénico” que luego propugnaría Brecht.



Lenguaje escénico y lenguaje popular

Con respecto al lenguaje utilizado en sus dramas, J. M. Synge escribe: “Al igual que en mis restantes piezas, al escribir
El botarate del oeste solo usé una o dos palabras que no oí entre los campesinos irlandeses o que no pronuncié en mi infancia, antes de que pudiera leer los periódicos. Cierto número de giros que empleo los oí, asimismo entre pastores y pescadores, a lo largo de la costa desde Kerry hasta Mayo, o en boca de mendigas y cantores callejeros cerca de Dublín. Me alegro de confesar cuánto debo a la imaginación popular de esa gente encantadora. Quienquiera que haya vivido en verdadero contacto con la población rústica de Irlanda advertirá que los dichos e ideas más atrevidos formulados en el drama resultan por cierto tímidos, en comparación con las fantasías que pueden escucharse en cualquier cabaña de Geesala, de Carraroe o de la Bahía de Dingle. Todo arte es el producto de la colaboración, y caben pocas dudas de que en las épocas felices de la literatura, las frases bellas y sorprendentes estaban tan al alcance de la mano del narrador o del dramaturgo como las lujosas capas o vestiduras contemporáneas. Es probable que el autor teatral isabelino, al ponerse a escribir, usara muchas frases que acaba de oír –a la hora de la comida– en boca de su mujer o de sus hijos. En Irlanda, los que tenemos trato con el pueblo disfrutamos de idéntico privilegio. Cuando estaba escribiendo La sombra del valle, hace algunos años, más que cualquier conocimiento me resultó útil una rajadura en el piso de la casa donde paraba –en Wicklow–, la cual me permitía oír lo que decían las sirvientas en la cocina. Me parece que este asunto es importante porque, en aquellas comarcas en las que la imaginación del pueblo y el lenguaje que éste emplea son ricos y vigorosos, es posible al escritor manejarse con un vocabulario caudaloso y abundante y, al mismo tiempo, registrar la realidad en que arraiga toda poesía de manera comprensiva y natural. En cambio, en la moderna literatura urbana, la abundancia solo se encuentra en sonetos, poemas en prosa y uno o dos libros elaborados que están muy lejos de las preocupaciones hondas y comunes de la vida. De un lado, hallamos a Mallarmé y Huysmans, haciendo su literatura; del otro, encontramos a Ibsen y Zola, interesándose en la realidad de la vida con palabras sin alegría ni color. En el escenario, debemos hallar realidad y alegría: es allí donde el moderno drama intelectual ha fallado, al tiempo que el espectador llegaba a hartarse de la alegría falsa que le proporcionaba la comedia musical, en reemplazo de la alegría plena que sólo es posible descubrir en la realidad soberbia y montaraz. En un buen drama, cada expresión verbal debe hallarse tan madura como una nuez o una manzana, y tales expresiones no podrá escribirlas quien viva entre personas que han excluido la poesía de sus bocas.”



Con la llegada del siglo XX, el teatro europeo sufre una significativa transformación, acorde con la crisis generalizada que aqueja a la sociedad burguesa: las concepciones veristas del realismo y del naturalismo empiezan a retroceder y, en su reemplazo, comienzan a prosperar las formas poéticas y experimentales del drama. Los primeros indicios del cambio los proporciona el avance de la corriente simbolista, cuya principal figura fue Maeterlinck. De tal modo, irrumpe una marea de “teatro poético”, cuyo representante más conspicuo quizá haya sido Paul Claudel. No deben olvidarse, tampoco, los “esperpentos” del español Ramón del Valle Inclán, que solo recientemente han sido reivindicados como anticipos de la libertad formal y escénica del teatro actual. Al mismo tiempo, los experimentos formales de Strindberg y de Wedekind abren el camino al expresionismo que, luego de explorar las perturbaciones anímicas y su proyección objetiva, se lanza –con Toller, Kaiser y Chapek– a una campaña casi anarquista contra el sistema industrial; por último, esta línea habría de orientarse hacia el “teatro didáctico” de crítica social, que cultivó Bertolt Brecht, a quien sucedieron, en el ámbito de habla alemana, Frisch, Dürrematt y Peter Weiss, si bien cabe aclarar que estos autores son muy diferentes entre sí. Junto al nombre de Brecht, corresponde también mencionar al soviético Maialovski, quien exhibe un perspicaz enjuiciamiento de la realidad y una vigorosa fantasía escénica, en sus sátiras Misterio bufo, El baño y La chinche. Finalmente, la aparición de los movimientos dadaísta y surrealista, aunque no dio lugar a un florecimiento dramático propio, ejerció considerable ascendiente en la técnica de los espectáculos y –a través de Antonin Artaud– favoreció la difusión de Jarry y la instauración del “teatro del absurdo” encabezado por Beckett y Ionesco, quienes prestan testimonio del más extremado proceso de disgregación social y cultural, con una crisis que inclusive alcanza al lenguaje y a la comunicación humana en general. En relación con esta actitud, también deben mencionarse, en una generación anterior, la importante producción dramática del italiano Luigi Pirandello, orientada a exponer un inquietante relativismo psicológico, y las obras de los franceses Sartre y Camus. Además, uno de los sucesos más importantes en el desarrollo escénico de nuestra centuria ha sido el nacimiento del teatro norteamericano, que ha producido figuras prominentes –Eugene O’Neill, Elmer Rice, Arthur Miller, Tennessee Williams, Edward Albee–, quienes preferentemente apuntan hacia un drama corrosivo que refleja la asfixia del individuo en un sistema donde el consenso social ejerce una presión restrictiva. Otro aspecto de interés en el teatro actual consiste en la formación de núcleos creativos, en torno de ciertas instituciones o ideas; en Irlanda, la instalación del Teatro de la Abadía estuvo vinculada al advenimiento de notables autores, como W. B. Yeats, J. M. Synge y Sean O’Casey; en época muy reciente, el disconformismo generacional de la juventud inglesa se canalizó en la dramática “iracunda” de Osborne, Pinter, Wesker, Ann Jellicoe, John Arden, N. F. Simpson y otros más. En síntesis, es lícito afirmar que el momento presente ofrece un cuadro de extraordinaria fecundidad: el intenso y abigarrado panorama de una actividad escénica que se proyecta hacia el futuro como instrumento para explorar una época de rápido cambio y de profundas perturbaciones sociales.



Dimensión trágica de la comedia

A fin de evitar equívocos en la representación e interpretación de
La cantante calva, Ionesco ha formulado en varias ocasiones sus ideas acerca del profundo desamparo de sus criaturas cómicas, cuya falta de personalidad los priva de la condición de ser; por así decirlo, pese a su realidad cotidiana, se hallan privados de la existencia porque no piensan, ni deciden, ni tienen creencias propias; se limitan a repetir lugares comunes e idiotismos, sin saber el verdadero significado de sus palabras, de sus vidas:
“Al analizar esta obras, críticos serios y doctos quisieron interpretarla como una crítica a la sociedad burguesa y al teatro de repercusión popular. Acepto esta interpretación, pero a mi juicio no se trata de una sátira de la mentalidad pequeñoburguesa propia de tal o cual sociedad. Se trata, antes que nada, de una especie universal de pequeña burguesía, puesto que este sector se compone de hombres cuyo rasgo es la frase hecha,
el slogan, el conformismo de todas partes; y ese conformismo se pone de manifiesto, desde luego, a través de un lenguaje automático. El texto de La cantante calva, como un manual para aprender idiomas, se compone en lugares comunes, de los clisés más utilizados; por ello, me revelaba los automatismos del lenguaje, del comportamientos, el hablar para no decir nada, el hablar porque no hay nada que decir, la ausencia de vida interior, los mecanismos de lo cotidiano, el hombre inmerso en su medio social sin diferenciarse de él. Los Smith, los Martin no saben ya hablar porque ya no saben pensar, y no saben pensar porque ya no saben conmoverse, porque no tienen pasiones, porque ya no saben ser; pueden transformarse en cualquier persona, en cualquier cosa, pues al no ser ya solo son los otros, el mundo de lo impersonal, de lo intercambiable: se puede poner a Martin en reemplazo de Smith o viceversa, sin que nos demos cuenta. Mientras el personaje trágico no cambia –no se quiebra; es él mismo; tiene realidad–, los personajes cómicos son aquellos que se caracterizan por no existir.”




Bibliografía

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