17 de abril de 2010

El presidente


Rodolfo Enrique Fogwill

Para Mario Haiquel

Tenía las manos manchadas y la cara manchada. La cara más: la mancha de la cara parecía más nueva y más colorada. Picar, no creo que le picara, aunque por la mejilla y hasta bien cerca de la oreja, la mancha colorada parecía piel que recién estuviese empezando a cicatrizar. La mancha de la mano era más seca, más opaca. Abarcaba el dorso de la palma, se hacía ancha hacia el costado y mandaba una ramita de color violáceo hacia el canto del dedo meñique. Casi iguales, las manchas de ambas manos. Él las ubicaba muy juntas, como si estuviese por rezar, apoyándolas sobre la raya filosa del pantalón cada vez que volvía a cruzar o a acomodar las piernas. Tenía puestos breeches cremita y botas de montar. Esa mañana había estado paseando a caballo por la quinta. En el jardín había olor a caballo. No vi animales, pero sentí su olor cuando bajé del auto y caminé siguiendo a mi tío hacia la puerta principal, donde nos esperaba el asistente. Sucedió en 1953.
Me había llevado mi tío Godoy, amigo de él. Mi tío había estado en la Legión Cívica y después en la Alianza, pero se conocían desde jóvenes, por el barrio. Él no era joven. Ya por entonces era viejo y parecía más viejo que Godoy.
Y casi no hubo que esperarlo. Nos recibió en una salita lateral, tapizada con una tela sedosa color bordó, una tonalidad que me hizo recordar los hígados y los corazones de vaca que se compraban en el matadero para estudiar anatomía. La alfombra también era bordó, o borravino. Había allí dos silloncitos y un sofá. En el sofá me senté yo. Perón se puso en su sillón frente a mi tío. La mesita de madera y cristal entre los dos parecía un mueble chino. Hablaban ellos; Perón cada tanto me miraba las piernas desnudas, las medias de lana tejida, el pantalón de homespun del trajecito y los mocasines, que aquel año se empezaban a usar. Nombraban gente amiga de ellos que yo no conocía. Uno, parece que era opositor:
—¿Sigue contrera? —preguntó él. Mi tío dijo que sí: seguía en la oposición.
—¡Con esos no hay qué hacer! —se lamentó Perón. Mi tío movía la cabeza.
Después me habló a mí. La voz no me salía, pero necesitaba hablar, porque habíamos ido a pedir un favor para mi padre. Sentía la garganta reseca.
—¿Vas al colegio? —me habló.
Me salió que sí.
—¿En qué año estás? —quiso saber. Había puesto la voz finita y suave.
—En tercero... —pude decir, pero antes levanté tres dedos, por señas.
—¿Y te enseñan Cultura Ciudadana?
Hice que sí con la cabeza y él preguntó por cuál libro estudiábamos.
—Por el de León Benarós —carraspeé.
—¡Está bien! —dijo, y como tomándome un examen interrogó—: ¿Qué es el justicialismo?
Yo tenía cada vez menos voz, menos aire. Tosí. Al fin le dije —y todavía memorizo aquella lección— que el justicialismo es la armonía entre el capital y el trabajo, que el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre, que el comunismo era la explotación del hombre por el Estado y que en cambio el justicialismo venía a ser la realización plena del hombre en sociedad.
La voz se me acababa de arreglar.
Y él quiso saber el nombre de mi profesor de Cultura Ciudadana y cuando se lo dije abrió un cajón de la mesita, sacó una foto suya, le anotó encima una dedicatoria y me la dio, para que se la llevase al profesor. Se llamaba Palacio, me puso un diez.
Después tomamos café, tacitas chicas, con el escudo argentino en azul y Godoy le comentó que yo pensaba estudiar medicina y él me preguntó si yo iba a estudiar medicina y le dije que sí mientras él tocaba un botoncito para que le trajesen un papel.
Cuando llegó la secretaria —una vieja— le dictó esta carta para el doctor Matera: “Compañero —dice todavía el papel— le agradeceré permita al joven Rodolfo observar una de sus operaciones y lo aconseje para su futura carrera médica”.
Guardé la carta firmada por la vieja con la letra de él, pero nunca fui médico ni pude ver operaciones del cerebro.—¿Te gustaría ser médico militar? —insinuó después de hablar un rato con Godoy.
Dije no y Godoy me miró con ojos de loco, como para matarme. No tenía voz para aclarar, pero volví a toser y al rato me animé a explicar que yo quería ser investigador, no médico.
Creo recordar que Perón me dijo que hacía bien, que eso era mucho más necesario para el país y que el Ejército Argentino era una mierda, aunque pasados tantos años no puedo precisar si me lo dijo él, o si lo pensé yo en aquel momento, o si por tanto pensarlo y repetirlo durante tantos años fui colocándole a aquella frase tan escuchada, la voz de Perón que recuerdo muy nítida, como si me lo hubiese dicho mismo ayer.
Era raro. El favor a mi padre se lo hizo, pero era más gordo que en las fotos y en la pantalla de los noticieros. Las manchas llamaban mucho la atención, y también el vientre, con rollos de gordura.
Tenía otras rarezas: guardaba allí en la quinta muchos caballos y muchas motos (un secretario, a la salida, nos permitió mirar la Triumph inglesa que le habían hecho especialmente para él, pintada de negro). Cuando después de mucha enfermedad se le murió la mujer, la hizo embalsamar por un especialista japonés. Hay quien piensa que lo hizo por especulación, porque quería que el Papa la eligiera santa para tener una superstición que reemplazase la de la virgencita de Luján. No estoy seguro: leí en un sitio que los trámites en Roma se iniciaron, pero aunque no fuese cierto, igualmente algo raro debía tener él, porque él hubiera podido hacerla nombrar santa sin necesidad de abrirla, rellenarla, barnizarla y todo ese trabajo medio asqueroso.
Tampoco había motivos para hacer, como él hizo, que todos los días a las ocho y veinticinco se cortaran las radios y la poca televisión que entonces había para hacerle acordar a la gente que a esa hora se le había muerto la mujer, como si tuviese alguna importancia que se hubiera muerto a esa hora y no a cualquier otra hora del día.
¿O tendría importancia? “Veinte y veinticinco” —como decían los locutores— suman cuarenta y cinco, un calibre de pistola que también es el número del año en el que organizó el movimiento que lo colocó en el poder, justo —creo— cuando él tenía cuarenta y cinco años de edad.
El día que lo visité, en abril de 1953, habían pasado cerca de diez meses de la muerte de ella y no se lo veía triste, pero sí parecía más viejo, más manchado y más gordo que lo que imaginábamos a causa de haberlo visto solamente en sus fotos y en sus películas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario