19 de abril de 2010

Retoños

Luisa Axpe


Había en aquella casa un ventanal de marcos blancos dividido en pequeños rectángulos, por donde el sol llegaba hasta todos los rincones, en verano e invierno. También había, contra el ventanal, un asiento mullido con almohadones redondos y un gato blanco que parecía un almohadón. La cocina estaba llena de sabrosos presagios: frascos de vidrio con ramas de canela o vainilla, tarros de crema casera, galletas de chocolate que se deshacían al mirarlas. Había casi siempre olor a mermelada de frambuesa, y un pastel de manzanas que se horneaba lentamente a pesar del agua en la boca. El gato a veces bostezaba, y eso parecía una señal para que el piano sonara en la sala con un aniñado teclear de estudio vespertino. La escalera que llevaba a los dormitorios tenía las barandas torneadas, y uno podía sentarse allí y ver todo como recortado por un molde, curva arriba y curva abajo, dibujando la sala y sus alrededores en una simetría silenciosa y perfecta. Casi todas las habitaciones tenían las paredes cubiertas por un papel floreado, de dibujos muy pequeños que hacían cosquillas en los ojos a la hora de apagar el velador.
Era una delicia, aquella casa. Mis hermanos y yo la habíamos querido así.
Tenía también una gran chimenea para el invierno, y una alfombra redonda formada por aros de colores que parecía tejida a mano y un altillo repleto de cosas divertidas, y muchos rincones para escondernos mis hermanos y yo. Pero eso no era lo más extraordinario que tenía la casa. Lo importante es que aquella casa, que era como siempre la quisimos, había brotado.
Empezó a brotar una mañana de agosto, cuando todavía el frío nos dejaba del lado de adentro de las ventanas, en nuestro viejo hogar. Una mañana, mientras hacíamos crujir la escarcha en el pasto del fondo, vimos un cuadradito de ladrillos que se asomaba entre dos arbustos que no conseguían esconderlo del todo. Era la chimenea, lo supimos después. A la semana ya habían salido diez centímetros, sin que pudiéramos saber de qué se trataba. Cuando salieron otros diez centímetros empezamos a sospechar que aquello era, en verdad, una chimenea.
Sin estar totalmente seguros de que a continuación vendría la casa, mis hermanos y yo empezamos a regarla.
Para la primavera ya había comenzado a brotar parte del techo, y empezamos a pensar en mudarnos. Los mayores hicieron todo lo que había que hacer, y sin pensarlo más fuimos todos a parar a una pieza alquilada, a dos cuadras de casa.
La casa vieja pronto se vendría abajo, empujada por la nueva. Era tan vieja; ni los escombros podrían aprovecharse. Sacamos todas las cosas que servían, y la dejamos morir en paz.
Gracias a nuestros riegos la casa nueva despuntaba cada día con mayor vigor. Las tejas relucían, y hasta los ladrillos de la chimenea parecían más nuevos y más rojos que al principio. Entonces mis hermanos y yo empezamos a pensar cómo queríamos que fuera.
Cuando asomó la ventanita del altillo nos atropellamos para mirar; pero adentro todo estaba aún muy oscuro.

—Tengo miedo —dijo un día mi hermano menor.
—¿De la casa que brota? —pregunté.
—No; tengo miedo de que ellos también estén tratando de hacer que la casa sea como ellos quieren.
Hablaba de papá y mamá, por supuesto.
—Pero, ¿cómo podrían ellos conseguir que la casa fuera para ellos?
—Igual que nosotros. Pensando —dijo. Y se quedó callado, y nosotros también.
Para entonces ya no regábamos más alrededor de la casa, que estaba muy grande; hubiera sido como regar un árbol viejo.
Antes que el sol pudiera alumbrar adentro nos conseguimos una linterna, y sin decir nada fuimos a escudriñar aquellos interiores nacientes. La luz de la linterna era más débil que nuestra curiosidad, pero igual pudimos ver que el altillo era como lo habíamos pensado: tenía vigas con ganchos para colgar viejas lámparas, varios arcones, una escalera de mano, una silla de montar, una colección de sombreros de explorador y muchos libros y revistas formando tentadoras pilas sobre una cama marinera.
Nos pasamos el resto del día tratando de imaginar qué habría dentro de los arcones. Esa casa que estaba creciendo parecía una caja de sorpresas.
En pocos días más empezaron a salir las ventanas del primer piso, y aunque todavía estaba muy oscuro pudimos descubrir cuál era la de nuestro cuarto, por las tres camas iguales. La de arriba era la que más se veía. Enseguida empezamos a peleamos por ella. Finalmente me tocó a mí, no por ser la única mujer sino porque lo echamos a suertes. Ese cuarto igual prometía: podía adivinarse una soga con nudos, y una escalera de ésas que hay en los gimnasios, para colgarse y jugar a los monos. Y mucho, mucho lugar...
Mientras la casa crecía íbamos adivinando todo lo que no podía verse desde las ventanas, pero que sabíamos que allí estaría. El baño con la mampara de estrellas, los espejos del pasillo, los grandes armarios para guardar nuestras cosas, la escalera que nos llevaría como un tobogán a costa de nuestros pantalones, la chimenea llena de brasas donde se asarían las papas y batatas en las vacaciones de invierno...

Cuando por fin pudimos entrar en la casa crecida, no nos causó demasiada sorpresa ver la mesa de la cocina pintada de blanco, tal como la habíamos imaginado, o las puertitas gateras, como las de los dibujos animados; ni siquiera nos sorprendió el gato que, desparramada su indolencia sobre la alfombra, nos recibió con un bostezo. Al parecer, papá y mamá tampoco se sorprendieron demasiado. ¿Lo habrían conseguido?, nos preguntamos en silencio.
Pero no, no lo habían conseguido. La casa era enteramente nuestra. Estaba de nuestro lado. Velaba nuestros sueños, encubría nuestras picardías y vigilaba los pasos que nos rondaban. Por ejemplo, si el entusiasmo de algún invento milagroso nos había llevado a la cocina en busca de los ingredientes necesarios, hacía que el ruido de las pisadas de mamá fuera más fuerte, para darnos tiempo a guardar todo. O cerraba alguna puerta indiscreta con un golpe de viento apropiado, ocultando a los adultos la escena transgresora.
A ellos todo les parecía natural: tenían su dormitorio con mucha luz por la mañana, un sillón en la sala para sentarse frente al fuego, el piano para nuestros estudios... Pero los encantos de aquella casa eran sólo visibles a nuestra mirada.
De noche nos acunaba con un suave murmullo de vigas de madera, llevándonos por sueños abrigados y fantásticos a la vez. De día hacía que nuestras horas de juego fuesen una aventura inefable, con la cual soñábamos en el banco de la escuela. Nuestros amigos habían aprendido también a amar aquella casa espaciosa, aunque no, claro está, con la misma pasión.

En el segundo verano mis padres decidieron que iríamos a las montañas un mes entero. Nosotros no queríamos. Era demasiado tiempo, y había tanto que jugar en la casa, tantos rincones aún inexplorados, que preferíamos quedarnos. Nuestros padres no entendían por qué no nos entusiasmaba la idea de viajar; no podían comprender nuestro amor por la casa. Convencidos de que se trataba de un capricho más, siguieron haciendo los preparativos, con la clara convicción de que ya se nos pasaría. Mamá iba de un lado para otro con ropas y valijas, ignorando nuestras caras largas. Entonces la casa intervino.
Con un bolso en una mano y un par de botas de abrigo en la otra, mamá pisó el primer escalón para bajar. La madera pareció perder estabilidad: se curvó primero en forma apenas visible para luego balancearse de izquierda a derecha. Totalmente mareada, mamá cayó rodando por la escalera.
Traumatismo de cráneo, dijo el doctor. Por supuesto, no pudimos irnos. Mamá tuvo que permanecer bastante tiempo quieta en la cama, y papá tenía que hacer la comida. Ellos se quedaron sin sus montañas aburridas, y nosotros nos quedamos con la casa.

Cuando se casó el primero de mis hermanos la casa se puso triste: estaba más oscura que de costumbre, y hasta el piano parecía sonar sin brillo entre aquellas paredes sensibles. Así fue cada vez que uno de nosotros se iba, aunque fuera por un tiempo. Cuando quedamos solamente papá y yo —a mamá la habíamos despedido hacía un año— la casa empezó a envejecer. Habría que hacer unos arreglos, decía papá. Pero él y yo sabíamos que todo quedaría igual.
Durante su larga enfermedad la casa me ayudó a cuidarlo con todo el silencio de que era capaz. Al casarme, mi marido aceptó sin preguntar demasiado que viviéramos en la casa despoblada. Allí nacieron nuestros tres hijos, y allí vivimos hasta que el mayor cumplió diez años, cuando no pudimos soportar más la humedad y las grietas.

Hoy hace tres meses que nos mudamos a otra casa, y he comenzado a sentir una antigua inquietud. Sé que algo va a cambiar. Es como si la historia se repitiera, como esos cuentos que se cuentan siempre de la misma manera, a través de los años y los años. Lo sé, ante todo por el brillo especial que he visto en la mirada de los chicos durante toda esta semana. Y estoy preocupada. Al principio no le daba importancia, pero ahora sí. A medida que pasan los días se hace más evidente. Esta mañana salieron a dar una vuelta en bicicleta, y casualmente se acercaron a la casa vieja. “Tendrías que venir uno de estos días, mamá. El ciruelo se está cubriendo de flores.” Nada más; y todo el tiempo ese brillo en los ojos. No hay duda: en el fondo de la casa ha comenzado a brotar una chimenea.
De Retoños, 1980

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