22 de octubre de 2009

El Puente de Carlos Gorostiza


Breve noticia sobre el autor[1]

Reconocido por la crítica y los integrantes de la llamada “Generación del 60” como el iniciador de una nueva línea de la dramaturgia nacional, Carlos Gorostiza comienza su carrera con la elaboración de El puente, en 1949.
Este autor, nacido en Buenos Aires en 1920, no se enfrentaba, sin embargo, en aquella oportunidad al mundo del teatro. En efecto, Gorostiza hizo sus primeras armas en los tablados en 1943 cuando se integra como titiritero al retablo: ¿Qué pasó? A partir de esa fecha y hasta 1950 combinará sus funciones de titiritero con las de actor, cuentista y publicista. Desde el estreno de su primera obra hasta nuestros días, la producción de este dramaturgo se ha ido acrecentando año a año. Así, en 1950 estrena El fabricante de piolín; a ésta le sigue El caso de la valija negra, en 1951. El año 1954 registra la presentación dos piezas: Marta Ferrari y El juicio. Pero, sin duda, el mayor halago de su carrera de escritor lo recibe en 1958 cuando es galardonado por su obra El pan de la locura.
Durante el período 1957/70, se hace cargo de la dirección del teatro San Telmo. Pese a estas tareas, y a los cursos de teatro que dicta en la universidad de Indiana (EE.UU.) en 1967, retoma el hilo de su producción y de sus antiguos aciertos, cuando en 1966 estrena Los prójimos. El éxito de esta puesta en escena se reeditará en 1968 con la presentación de ¿A qué jugamos? La línea de su literatura dramática se completa con El lugar, dada a conocer en 1970, y Los cinco sentidos capitales, de 1973, su primera incursión autoral en el mundo del café concert.

Análisis de "El puente"

La obra se presenta como una estructura compleja, rica en matices, que obliga a abordarla desde distintos ángulos. No se agota en la percepción del realismo naturalista. Hay que indagar sus elementos simbólicos, muchos de ellos presentados a través de códigos no lingüísticos. Asimismo debe destacarse el hábil manejo y resolución de las situaciones pensadas siempre por el autor desde la perspectiva de la puesta en escena.
La oposición de dos ámbitos (casa-calle), conflicto eje de la pieza, se desarrolla utilizando el recurso del tiempo paralelo de la acción, entremezclándose además la trama con conflictos secundarios, con acciones retardatarias, a menudo humorísticas, que alivian momentos de tensión.
Vamos a estudiar el desarrollo de El puente teniendo en cuenta los elementos señalados, a partir de la propuesta estructural del autor: la separación tajante de dos mundos con sus problemas particulares y sus conflictos convergentes.

Caracterización de los dos mundos

1. La calle

La descripción el ámbito (primera acotación escenográfica) preanuncia el marcado antagonismo entre la calle y la casa: a) los balcones son presentados como “ojos cerrados” y anticipan, simbólicamente, el mundo aislado de la pequeña burguesía de la casa, ciego a todo lo que ocurre afuera; b) la utilización del color, negro para las ventanas cerradas que amparan el mundo de la casa / blanco para el umbral, refugio de los muchachos, personajes del mundo exterior.
Pero hay aún otros detalles que observar. Todos los lenguajes que hacen posible el juego de una situación son utilizados por el autor: 1) el tañer de las campanas no sólo marcará el tiempo para los personajes, sino que, además, las campanadas iniciarán y cerrarán la pieza homologando en el ciclo el correspondiente al del oficio religioso de la misa; 2) movimientos y gestos (mujeres que pasan, Pato cabeceando la pelota, Tilo que se incorpora con sigilo al juego) contrastan el dinamismo de la calle con el universo paralizado de la casa.
Desde las primeras escenas, con eficaz manejo del lenguaje teatral, se plantearán diferentes temas, que se intensificarán en las sucesivas reiteraciones: el partido; el tiempo; el baile; la relación con las mujeres; el trabajo; el puente y, finalmente, la ausencia de Andresito –verdadero leitmotiv de la barra–, manejada con sutileza en el crescendo dramático.
El lenguaje retrata fotográficamente un medio social en sus expresiones características, en sus referencias a hechos y lugares reales, fiel a las premisas del teatro realista. Por otra parte, el desplazamiento de los personajes está marcado con precisión en las acotaciones, que son las de un director teatral, sin digresiones al margen de las necesidades de la puesta.

a) Los personajes en la dinámica de las situaciones

La calle es el mundo de la barra, de Angélica y de la Madre. A través de su accionar escénico iremos viendo sus características, sus conflictos y su problemática. Los integrantes de la barra, a medida que aparecen, juegan en la acción las cualidades con que el autor los ha caracterizado en el reparto. Los temas, que indicamos precedentemente, surgen en un diálogo ágil y matizado de anécdotas (como la secuencia del noviazgo de Manolo, en el primer movimiento del primer acto). Sin embargo, aun en ese tono ligero, subyace el conflicto social que aparece reiteradamente en la charla: los problemas de huelgas, salario o la desocupación. Tilo va a ser quien dirija esta temática, mostrándose como cuestionador lúcido de la realidad. Esta actitud crítica y permanentemente seria, lo diferencia del resto.
No participa de las actitudes de los demás, de sus juegos y bromas y sus amigos lo sienten distinto:

PATO. – ¡Callate, pajarón. ¿No ves que vos no lo comprendés? ¿Cuándo te vas a dar cuenta que el Tilo es más inteligente que vos?
PICHÍN. – Mirá, che. Ya me tenés seco con eso. ¿Me vas a decir que vos lo comprendés? Andá, andá… ¡Si se entiende él solo…!”
(Primer movimiento del segundo acto.)
La unión y la solidaridad del grupo no excluye algunas tensiones entre sus integrantes. Las mayores fricciones se producen con Ñato, por sus actitudes egoístas y porque encarna –para los muchachos– un estrato social distinto:

TESO. – Si no hay trabajo…
ÑATO. – Lo que pasa es que vos sos un bacán.
TESO. – Sí, vos hablás asó porque tu viejo tiene una tienda.
ÑATO. – ¿Y acaso no trabajo?
TESO. – ¿Y a eso lo llamás trabajar? El tipo se pasa todo el día bien vestido y tratando con minas. ¿Por qué no venía un día al andamio?
(Primer movimiento del primer acto.)
Esos momentos de tensión se van a aliviar con situaciones humorísticas que juega casi siempre Pichín. Es el personaje que permite desplegar mayor histrionismo al actor (mencionemos, por ejemplo, la imitación del gallego en el primer movimiento del primer acto, o cuando mira una película de dibujos animados en el primer movimiento del segundo acto). También el que más evoluciona dramáticamente: de las actitudes despreocupadas y un tanto inconscientes del comienzo, pasa a interesarse vivamente por la suerte corrida por Andresito. Es el primero que intenta solucionar el problema familiar de su amigo, al iniciar la colecta. Por otra parte será Pichín quien de manera más directa enunciará el antagonismo con Rodolfo (mundo de la casa).
Los encuentros con la Madre confirmarán la actitud solidaria del grupo. Interesa destacar las actitudes que aquélla sostiene en los diálogos con Tilo y que anticipan su accionar en el mundo de la casa: resignación, sumisión, ante una situación cuyas causas no se plantea.

b) la ausencia de Andresito

El peso de esta ausencia se plantea de manera gradual en el desarrollo del conflicto de la pieza. Los primeros diálogos sólo indican la preocupación del grupo ante la posibilidad de que no llegue para jugar el partido. Pero, lentamente, su demora provoca otros sentimientos y la inquietud de la familia de Andresito se transmite a la barra, que comienza a olvidarse del fútbol y a intuir el drama:

PATO. – (Casi con un poco de terror) Che, ¿le habrá pasado algo de veras? (Nuevo gran silencio de todos.)
(Primer movimiento del segundo acto.)
Hacen suyo el problema económico de la Madre y Angélica y comienzan la colecta, que es todo un símbolo de la solidaridad de clase (recordemos que las familias de los jóvenes colaboran en ella).

c) Oposición al mundo de la casa

El conflicto eje que, como dijimos, es el del enfrentamiento de dos clases, está simbolizando en el sordo antagonismo de dos mundos: el de la calle y de la casa. La barra sitia constantemente la casa. No se aparta de sus límites y contesta a las agresiones que recibe de parte de ésta con un enfrentamiento silencioso, pero efectivo. Hay varios encuentros con personas del otro ámbito, cuyo accionar escénico vamos a analizar:

1) Llegada de la mujer. (Tere, para la casa). Ésta mira “con desprecio a los muchachos” (acotación del primer movimiento del primer acto). La barra se desplaza y comenta apenas el incidente. El malestar que produce la actitud de la mujer se manifiesta en las palabras de Pichín a Teso: “Andá, sentate ahora”. En la acción paralela de la casa, por el contrario, el hecho provocará un largo comentario de las mujeres, para quienes la presencia de la barra es sentida como una agresión directa.

2) Aparece Elena en el balcón y los amenaza e insulta. La reacción, en el plano lingüístico, también es mínima por parte del grupo:

PATO. – Esta cosa ya me tiene seco.
(Primer movimiento del primer acto.)
Pero el enfrentamiento se manifiesta a través de formas más efectivas: golpes con la pelota a puerta y ventanas, que responden a los juegos de la barra o a descarga de conflictos entre ellos. La presencia se hace así persistente e irrita terriblemente al otro mundo.

3) Salida de Tere de la casa:

MUJER. – (Casi histéricamente.) ¡Permiso! (La barra, desalojada se corre hacia el balcón derecho, después de dar paso a la mujer, a quien miran en forma característica. Ella se va contoneándose por la derecha.)

Es una aparente derrota del mundo de la calle, sin embargo no cesará el cerco.

4) Salida del hombre (Padre, para la casa). El contacto con este personaje de la casa que no agrede, ni desprecia será diferente. La actitud del Padre con la barra anticipa sus conceptos sobre el mundo de la calle.

5) A través de la acción de la Madre (acotación final del primer movimiento del primer acto) el mundo de la calle se aproxima a la casa y pretende penetrar en ella. El hecho produce una doble tensión en la barra:

a) social: intento de acercamiento de las dos clases ante un problema, que sabemos es común.
b) afectiva: aumenta la preocupación por Andresito

La importancia del momento la ratifican distinto lenguajes que se producen en forma simultánea.

Moimiento ----------------------- Sonido -----------------Luz
La madre levanta el ------------- Campanas --------------Desciende
brazo y toca el timbre. ------------------------------------suavemente
La barra inmovilizada
mira con interés y
sorpresa.

Movimiento y luz preanuncian el mundo de la casa, estático y oscuro.

6) Encuentro con Rodolfo. Este personaje participa de las ideas de las mujeres con respecto de la barra. De allí que repita los gestos o actitudes de Tere en su encuentro con el grupo. En el código del movimiento se contraponen las actitudes: “gesto de superioridad y desprecio” (Rodolfo); “las miradas son elocuentísimas” (muchachos). En el código lingüístico se explicita claramente el antagonismo:

PICHÍN. – ¿Viste? Parece que quiere llevar el mundo por delante.
PATO. – Le tengo una bronca…
RONCO. – ¿Qué te hizo?
PATO. – Nada.
RONCO. – ¿Y entonces? ¿Por qué le tenés bronca?
PATO. – ¿No le viste la cara que tiene?
RONCO. – ¿Y por eso le tenés que tener bronca?
PICHÍN. – ¿No viste que es un pituco?
(Primer movimiento del segundo acto.)
Cuando vuelven a encontrarse, Rodolfo se enfrenta con un opositor decidido, Tilo, que “lo desafía con la mirada” y lo hace claudicar de sus modos altaneros (indicio de la posible derrota de su mundo).

7) Diálogo Padre-Tilo: se enfrentan personajes que tienen muchos puntos en común. La escena preanuncia el clímax, pero por encima de la tensión que producen las palabras, hay que leer el conflicto central –siempre latente– en el persistente enfrentamiento manifestado por Tilo.


2. La casa

a) Los personajes

Se presentan a través de diversos conflictos, pero en el enfrentamiento con el mundo externo, el de la “calle”, jugarán fundamentalmente su papel. Sólo el Padre escapa a esta caracterización. A lo largo de sus argumentaciones, entendemos que intenta ser el puente entre los dos ámbitos. Comprende intelectualmente el proceso histórico que se vive –y que ejemplifica con su imagen de la escalera– pero, como lo indica varias veces, es incapaz de asumirlo realmente. En su papel de inquisidor acuciará a su propio medio, representado en Tere y en su hija Elena, con ironías y, por momentos valiéndose de la burla agresiva.
Elena y Tere denotan –según las consideraciones del autor– a la pequeña burguesía con la frivolidad de sus intereses y sus afectos, como lo prueba el diálogo que mantienen acerca de Luis (segundo movimiento del primer acto). Para ambas, interesa el otro ámbito en la medida en que dificulta su accionar. Lo nombran sólo en términos peyorativos: atorrantes (muchachos), chirusas (sirvientas). Como ya se ha indicado, también Rodolfo responde a las mismas pautas. A un personaje absolutamente anodino (como Tere) se le otorga en la pieza una sola excusa y un solo móvil que repite cansadoramente.

b) La ausencia de Luis

Luis no funciona como eje dramático tal como ocurre en el otro ámbito con Andresito. Conocemos pocos datos de él y de los núcleos afectivos que se mueven a su alrededor. No sabemos qué piensa el Padre de este personaje. La misma Elena irá develando lentamente el temor por el posible drama que encierra la ausencia de su marido. La peripecia que produce el reconocimiento de los temores escondidos se manifiesta a través de su reacción ante una respuesta airada de Rodolfo, su hermano:

RODOLFO. – (Montando en rabia y mandándose mudar violento.) ¡Ojalá que no venga! (Elena queda fría ante la explosión de su hermano.)
(Segundo movimiento del primer acto.)
Esos temores se objetivan en el código del sonido. Varios ruidos entremezclados van dando el crescendo dramático: timbre en la puerta de la calle, del teléfono, el ensordecedor sonido de las campanas y la voz de Elena gritando con ansiedad: “¡Hola!... ¡Hola! ¡Holáa!... ¿Campana, dos, tres, siete? (Segundo movimiento del primer acto)

c) Los conflictos: resortes dramáticos en la casa

Los ya citados antagonismos Padre-Elena y Rodolfo-Elena motivan las situaciones del primer movimiento de la acción en la casa. El segundo movimiento girará en torno al conflicto que se suscita en el encuentro de Elena y la Madre. El desarrollo del diálogo lleva a esta última a intensificar su conducta sumisa así como a aquélla su altanería. Elena está ahora dominada por su problema, pero olvida que en realidad lo comparte con la Madre. En la tensa conversación, que reitera de diversas maneras las dos actitudes, podemos destacar dos elementos significativos:

a) el temor de Elena ante la virtual quiebra del orden establecido, frente a la leve crítica que expone la Madre:

MADRE. – No, señora. Una quiere para lo que necesita, nada más. (Nota que Elena está molesta.) Pero no vaya a creer que yo me quejo. Una vive… Es pobre, pero qué se le va a hacer, Dios así lo quiso. Una vive…
ELENA. – Menos mal. Ahora hay muchos que no lo comprenden así.
(…)
MADRE. – Sí, pero sería tan lindo no tener que pensar en eso (…) Y… Una tendría que trabajar y nada más. Ganar para lo que necesita. Si uno no trabajara sería diferente, pero si uno trabaja debería tener derechos a vivir en paz.
(Segundo movimiento del segundo acto.)
b) La mención despectiva del mundo de la calle que hace Elena y la tibia protesta de la Madre (“No es por contradecirla, señora, pero son todos buenos muchachos”). Pero solamente una situación límite, cuando Elena amenaza con la seguridad del trabajo del hijo, sólo en ese momento, la Madre enfrentará claramente a ese mundo hostil confirmando:

MADRE. – No son buenos ustedes, no son buenos…
(Segundo movimiento del segundo acto.)
Climax y desenlace

El desenlace es la culminación del entramado de los hechos, el fin de la acción dramática. Previo a este paso una serie de situaciones se concatenan de tal manera, que por ello decimos que la tragedia llega a su punto cumbre. A ese paso previo que culminará en el desenlace lo llamamos clímax. Merced a un original manejo de las situaciones dramáticas, Carlos Gorostiza ha logrado hacer que coincidan en un mismo momento y converjan hacia un solo punto (el desenlace de la pieza) las situaciones jugadas por los dos mundos hasta ese momento enfrentados.
Aparentemente, el mundo de la calle llega primero a vivir ese punto máximo del drama cuando el ulular de la sirena conmociona al grupo. La ausencia de Andresito y la señal de peligro que entraña la llegada de la ambulancia confirmará que la intuición del drama, apenas esbozado en algunos personajes, era valedera.
En la casa, en cambio, la mayor tensión se canalizará a través de Elena en la agresión directa de que es objeto la Madre. Justamente Andresito, leitmotiv de la barra, el ejemplo de bueno amigo, excelente compañero, eficaz jugador de fútbol, responsable trabajador, se convertirá a través de las amenazas de Elena en víctima propiciatoria de su odio por el molesto mundo de la calle.
El acuciante sonido de la sirena y los gritos destemplados de Elena desembocarán en un desenlace en el que simbólica y aparentemente, unirá a esos dos mundos enfrentados. Pero un último recurso, una nueva peripecia, revertirá el inamovible esquema físico en el que se movían los antagonistas. Por un error, el cuerpo de Andresito es depositado en la casa, entonces este espacio es ocupado por los muchachos. Sin embargo, tal como lo dice el autor en la correspondiente acotación, es una “triste invasión de la calle”, sólo un rasgo exterior acompañará la entrada de los muchachos: junto con ellos, la luz entrará a raudales en la casa. Pero este elemento jugará dentro de ese ámbito como una de las señales que confirman la tragedia. Por otra parte, el dinero, una de las mayores preocupaciones de los dos mundos, dejará de tener relevancia: en la calle, los billetes habidos en la colecta de los amigos son estrujados y se desprenden de las manos de Angélica. En el mundo de la casa, la Madre protagonizará una situación semejante.


La obra teatral

Acercarse al texto teatral implica adoptar actitudes distintas de las acostumbradas en la lectura literaria. En ésta se produce una relación directa entre la obra y el lector. El mensaje del autor será recibido de manera pasiva o enriquecedora, pero siempre sin intermediarios.
Pero la obra teatral ha sido concebida por una percepción distinta de la de ese inmediato entre autor y lector. Ha sido pensada para la representación, y ello obliga a ubicarla en la totalidad que es el teatro. Esta afirmación se corrobora si recurrimos a un teórico teatral: en efecto, Henri Gouhier
[2] señala que “la obra teatral se crea para ser representada. El sentido de esa palabra «para» indica que la finalidad de aquélla supone un público, pues no será plenamente ella misma sino con la presencia de ese público”. ¿Se niega, entonces, la posibilidad de un acercamiento directo al texto? En cierto modo sí, si el lector sólo pretende conocer un mal llamado género literario. No, en cambio, si trata de ubicarse en la lectura como público, imaginándola en un escenario, donde el mensaje del autor mediatiza, enriqueciéndose.
Claro que para realizar una correcta lectura del texto dramático se deben tener en cuenta una serie de convenciones a las que recurre el teatro. Sintetizando, en exceso quizás, podríamos decir que un autor pretende contarle a un grupo de personas (público) un conflicto; para ello necesita ubicar a los protagonistas en un ámbito en el que comenzarán a actuar las diversas situaciones que plantearán dicho conflicto. Este término no debe ser entendido en su sentido lato, sino que configura dos conceptos básicos del hecho teatral: acción y situación.
La acción, como lo define Aristóteles
[3], es el entramado de los hechos, que se manifiesta en un planteo, un nudo y un desenlace. Pero no hay que confundir el entramado de los hechos con la simple reseña del argumento de la pieza, puesto que, como lo puntualiza Gouhier, “la acción es un esquema dinámico con personajes que piden vivir y situaciones que tienden a ser representadas, estando vida y situaciones dirigidas en determinado sentido”.
Este esquema dinámico se va articulando en núcleos o momentos claves, en resortes dramáticos, que son las situaciones. En la interrelación establecida entre acción y situaciones, éstas impulsan a aquélla en el desarrollo lineal del tema o la amplifican, derivándola hacia temas laterales que enriquecen la expresión.
Ahora bien, quienes juegan esa acción y esas situaciones son los personajes, emisores indispensables de un mensaje, el del autor, que es recibido por su receptor natural, el público. Se establece así un juego cuya dinámica es, en esencia, la del proceso de la comunicación.
La obra teatral no es solamente, entonces, un texto literario, pues junto al código lingüístico (variándolo o descubriéndole posibilidades) funcionan los códigos del movimiento, de las luz, del sonido, del color, que corporizan las idean puestas en juego por el autor y aprehendidas en forma total por el espectador en esa relación, que podríamos llamar mágica, establecida durante la representación teatral.


Realismo y teatro

Con el nombre de realismo se desarrolló, durante la segunda mitad del siglo XIX, una corriente estética que se oponía a las tendencias idealistas y románticas. Pero, ¿qué es el realismo? Se podría intentar una descripción de ese hecho artístico señalando que se postuló como objetivo reproducir la realidad con la mayor fidelidad posible.
En términos generales, los teóricos del arte coinciden en la afirmación precedente. De todas maneras, nos parece oportuno recordar los términos precisos que emplea Engels
[4] para definir esta corriente: “En mi opinión, además de la veracidad de los detalles, el realismo significa reproducir los caracteres típicos en circunstancias igualmente típicas”.
Las circunstancias típicas que funcionaron, y aún funcionan, como detonantes de esa forma expresiva, se debieron a distintas manifestaciones, tales como los cambios operados en la sociedad a partir del avance de la ciencia y la técnica. Factores éstos que incidieron en la transformación de las pautas sociales, que el hombre de arte testimonió como homologador de la realidad.
A pesar de que la novela ya se había hecho eco de esta necesidad, uno de los primeros exponentes fue Gustavo Flaubert con su Madame Bovary en 1857, sólo treinta años después cobra vigor esta tendencia en la escena al fundarse el Teatro Libre de Antoine en 1887.
Desde el escenario de aquella sala privada se van a poner en práctica las formulaciones de Emilio Zola en su Roman Experimental (1881)
[5] sobre la necesidad de adoptar un arte simple, conciso, opuesto a todo convencionalismo escénico: “Estoy esperando que sean desechadas las tretas prefabricadas, las fórmulas gastadas y las lágrimas y las risas superficiales. Estoy esperando un trabajo dramático de diálogo majestuoso y nobles sentimientos, que tenga la intachable moralidad de la verdad y que nos enseñe la terrible lección de la investigación sincera. Estoy esperando, por último, que el naturalismo ya fuerte en la novela, ocupe el escenario…”
Intérprete fiel de ese manifiesto, Anton Antoine revoluciona el arte escénico y en su centro dramático convergen las obras, que por su contenido no hallaban cabida en el teatro comercial. Teatro de primeras figuras como Sarah Bernhardt por ejemplo, para quien Sardou –uno de los representantes autorales más conspicuos de aquellos años– construía con buen oficio comedias intrascendentes, pero de singular acogida entre el público de aquella época. Por el contrario, Antoine se pone al servicio del autor, apelando al interés de un público difícil de convencer, y dando a conocer en sólo dos años ciento una piezas de cincuenta y un autores de su tiempo. Es en París, y en el Teatro Libre, donde Ibsen es reconocido como dramaturgo por Espectros y El pato salvaje, y Strindberg por su Señorita Julia. Este laboratorio de Antoine demostró en su ingente tarea cómo representar obras realistas en forma realista, cómo humanizar la actuación y, fundamentalmente, su espíritu abierto estimuló a nuevos dramaturgos.
Pero a la vez, este movimiento independiente genera sus homólogos en el resto de Europa. El más importante aparece en Rusia, en 1897, cuando –unidos Stanislawski y Nemirovich Dánchenko– se funda el Teatro de Arte de Moscú. Allí Stanislawski –cuyas teorías sobre el arte escénico fueron el venero en que se formó toda una generación de actores y directores en Europa y América– investiga una técnica del actor que concilie la creación artística con la servidumbre a ese nuevo teatro revelador de la realidad.
Nuestro país, con su mirada atenta a todo lo que ocurría en el campo de la cultura europea, por una parte, y como respuesta a una situación sociopolítica, por otra –la sociedad hispano-criolla sufre su primer desfasaje con la llegada del aluvión inmigratorio–, recurre a la propuesta del realismo. Así se pueden considerar los postulados sociales que plantea Roberto Payró en 1906 con la pieza Marco Severi. También se puede inscribir en esta línea la trayectoria autoral de Florencio Sánchez y su desgarrado reflejo de los problemas de su tiempo con obras de la envergadura de En familia (1906), M’hijo el dotor (1903) o Barranca abajo (1905). Inclusive la línea costumbrista se enriqueció a partir del planteo de Gregorio de Laferrère, observador sagaz de su tiempo, con Las de Barranco, estrenada en 1908.
Pero sólo cuarenta años después, cuando se hace palpable y evidente la transformación de nuestra sociedad, cuando se clarifican los conflictos de la misma, surge revitalizada la corriente realista a través de El puente, primera pieza de Carlos Gorostiza.


Carlos Gorostiza y la generación del 60

Las obras que integran este volumen
[6] se vinculan en más de un sentido. Consideramos importante destacar, entre otros, los siguientes factores: a) la plasmación del material dramático desde el ángulo del realismo; b) la necesidad de crear nuevas formas expresivas desde el punto de vista actoral, acordes con el material literario y los planteos de las piezas; c) la particular acogida que les dispensaron el público y la prensa especializada; d) la crítica social subyacente en ambas. Estrenadas con muchos años de diferencia –El puente en 1949, Nuestro fin de semana, de Roberto Cossa, en 1964– hay, sin embargo, entre ambas una continuidad de actitudes frente al hecho teatral y la realidad circundante.
El puente, de Carlos Gorostiza, es considerada como el antecedente directo de las obras de los autores de la generación del 60 –a la que pertenece Roberto M. Cossa–, no sólo por la crítica, que suele apelar a rápidos y seguros paralelos, sino también por los mismos autores de esa generación. Cuando en 1966 se estrena Los prójimos, de Carlos Gorostiza, este grupo autoral define su posición al prologar el programa que presenta el espectáculo: “…Una de las cosas que entendió esta generación es que la única forma de acercarse a ese público, la única forma finalmente de realizarse, es a través de un teatro nacional, entendido no sólo con la puesta en escena de obras argentina, sino con la búsqueda de un estilo expresivo que nos represente, que nos diferencie y que nos reconozca (…) Creemos que ser autor nacional exige representar una cultura, un estilo, una manera de vivir (…) Pequeña o grande, el escritor argentino tiene una sola fuente: la realidad argentina; a través de esa realidad se encontrará con los grandes problemas del hombre, pero sólo a través de ella. (…) Para nosotros, autores que pretendemos un teatro nacional auténtico y vital, nos basta señalar que Los prójimos nos expresa de alguna manera. Nos expresa porque es una obra de nuestro tiempo, una obra de nuestro teatro, que define, por un lado, la madurez que el teatro argentino ha alcanzado y, por el otro, la certeza de que ese teatro seguirá viviendo en la medida en que exprese el hombre argentino de hoy.”
[7]
Juan Carlos Gené, quien como actor y autor va a acompañar esta manera de entender el hecho teatral, explica el significado de la labor de estos dramaturgos y de los intérpretes que asumen la misma postura: “Si analizamos la última gran corriente dramática, que creo la inaugura Gorostiza con El puente, en 1949, y la cierra Gorostiza con ¿A qué jugamos?, veinte años después, vemos cómo ha sido calificada con cierta arbitrariedad como «naturalista, realista o del realismo fotográfico», todas calificaciones que niego, ya que puede ser definida con términos más ajustados, como el ciclo testimonial de la crisis de la clase media, experimentada a través del peronismo. Este ciclo realizado por dramaturgos jóvenes, que en su mayoría supieron observar con cierta perspectiva el estado de confusión, de desorientación de la clase media a la que todos ellos pertenecen, planteaba la necesidad de un estilo para el que la formación romántica de nuestros actores, en general, no era nada apropiada.”
La calificación de esta producción como “ciclo testimonial de la crisis de la clase media” que da Gené es correcta, pero no excluye su ubicación dentro del realismo, si recordamos que éste implica la expresión artística de una problemática social, la representación de hechos analógicos con la realidad circundante. Las obras que vamos a estudiar –y la producción de la llamada generación del 60– van a testimoniar un particular momento del devenir de la sociedad argentina a partir de la irrupción, en la escena política, del peronismo. El puente reflejará (y explicitará a través de algunos personajes) los cambios sociales que se producen. En los autores del 60, el tema está indagado desde otros ángulos, implícito de alguna manera, en esos grupos de frustrados, de vidas inoperantes, que buscan salidas en las que no se resuelve del todo su conflicto. Muchos de ellos podrían ser los muchachos de la barra de El puente diecisiete años después, con las desilusiones que la realidad exterior le ha producido.
Pero se entenderá mejor el aporte de este ciclo al desarrollo de la dramaturgia nacional si se lo refiere al panorama teatral de su época.
La visión no quedará parcializada si recordamos otras actitudes expresivas, tales como la labor de los directores y los actores, la actitud del público y la crítica. Es decir, si pensamos el hecho teatral en su totalidad.
El puente se estrena en un teatro independiente, La Máscara, con tal éxito de crítica y de público, que al año de su estreno para a ser representada por una profesional en el teatro Liceo de Buenos Aires. ¿Qué es lo que provoca el éxito y es la trascendencia de ese paso de un conjunto “vocacional” al otro ámbito? Contestar estos interrogantes nos lleva a caracterizar la producción de la década del 40, así como la importancia del movimiento independiente.
Cuando el público asiste a las representaciones de la pieza de Gorostiza, queda impactado por esas situaciones, personajes y lenguaje de los que se siente partícipe. Y esto resulta un hecho sorprendente frente a la retórica común a los espectáculos de esos años. Durante la década del 40; en efecto, el repertorio del teatro nacional para por un momento de verdadero estancamiento, salvo –claro está– contadas excepciones
[8].
Todavía los espectáculos teatrales tienen una considerable corriente de espectadores adictos, aunque el cine ya empieza a convertirse en un serio competidor. La defección se nota, inclusive, en el plano actoral, ya que muchos intérpretes se vuelcan a la industria cinematográfica, que comienza a desarrollarse.
En el teatro profesional se mantiene el predominio de la compañía y del intérprete que la encabeza –los capo-cómico–, a cuyo gusto y al criterio de los empresarios se ajustan los dramaturgos. Es una concepción comercial del teatro en la que los autores obtienen éxito con obras que reiteran esquemas de repercusión segura en los espectadores.
Quienes intentan acabar con esa situación ofreciendo espectáculos de otra envergadura y ensayando nuevas búsquedas expresivas son unos pocos conjuntos profesionales y, sobre todo, los independientes.
El movimiento independiente, que surge hacia 1930 cuando se crea el Teatro del Pueblo, se va a caracterizar por sostener un sentido revalorizador del espectáculo, tanto en la experimentación de la puesta en escena, como en la preocupación de hacer conocer a autores de prestigio
[9]. Al mismo tiempo, observador fiel de los preceptos socialistas de enaltecer al hombre a través de la cultura, procurará la formación de una cultura popular no sólo a través del teatro, sino también complementando su labor mediante conferencias, exposiciones, revistas, cursos, etc. La respuesta del público confirma las expectativas de los organizadores y, si bien no se puede hablar en términos absolutos de una concurrencia masiva a esas salas, se crea una corriente de espectadores que seguirá fiel a los preceptos de ese teatro por más de veinte años. La actitud que define a los integrantes de estos grupos teatrales independientes, es su empeño en mantener criterios que se oponen a los del teatro profesional del momento: supeditarse a los gustos fáciles del público y hacer de su arte, su profesión, un modo de vida. El oficio, entendido como tarea remunerada, no entra en los cálculos de los actores independientes. Para la gente de esos conjuntos no importa la profesionalización, ni se la quiere, lo que sí interesa es el desarrollo de su vocación por el teatro. En locales chicos y poco equipados mantienen un espíritu de grupo que excluye las primeras figuras y descarta las tareas específicas. El actor será escenógrafo o acomodador, confeccionará trajes o decorados, en algunos casos se ocupará de la iluminación, la función actoral será una tarea más, nunca la prioritaria. Pero las improvisaciones también cunden y numerosos conjuntos aparecen y desaparecen porque muchas veces hay mayor riqueza de intenciones que de logros.
Es por eso que, hacia 1943, sólo tres conjuntos de los muchos aparecidos en el primer momento se han afianzado y mantienen una producción orgánica: el Teatro del Pueblo (iniciador del movimiento que pervive actualmente), el teatro Juan B. Justo y La Máscara
[10]. Claro que los mismos son afectados por diversas crisis, originadas en la carencia de locales, en luchas internas, en la deserción de actores hacia las compañías profesionales. Es entonces cuando el movimiento pasa por un período de indecisiones, disoluciones y porvenir incierto hasta 1947, en que comienza una nueva etapa, transformadora en ciertos aspectos. El replanteo de la formación del actor será el factor que influya fundamentalmente en ese cambio. A través de cursos de capacitación más sistemáticos se buscará el afinamiento de sus elementos expresivos. Al mismo tiempo se va a valorizar un concepto hasta entonces menospreciado, el de la profesionalización.
Un caso paradigmático será el de La Máscara, cuyos espectáculos, cuidados e inquietos, comienzan a destacarse. En 1949 obtiene el primer éxito masivo de la escena libre al estrenar El puente, de Carlos Gorostiza. El teatro profesional intenta recuperar para sí el suceso y acoge en su seno este espectáculo. Se rompe así una barrera que resultaba, de hecho, infranqueable.
La generación del 60 va a irrumpir en un momento diferente del teatro argentino. El movimiento independiente ya ha cumplido su ciclo. Los conjuntos se han transformado en cooperativas y se han profesionalizado o están en esa tarea. El cine y la televisión se yerguen frente al teatro como enconados competidores y el público no observa la fidelidad de antaño. El problema de la recuperación del teatro nacional vuelve a agudizarse y se incentivan los trabajos que desde fines de la década del 50 vienen realizando en talleres directores, actores, y autores. Se siente como primordial, la necesidad de plasmar una dramaturgia nacional y de acercarse a un público más amplio.
Estos intentos se hacen desde ópticas diferentes: o se busca una fuente motivadora en el entorno inmediato; o se adopta una actitud universalista, adhiriendo a tendencias foráneas. Así, en los años 60, junto a la postura de un grupo autoral que se vuelca al realismo, aparece una producción basada en el teatro del absurdo
[11], así como espectáculos puramente experimentales que central su acción en el Instituto Di Tella. Mas ni el absurdo, ni la experimentación como fin en sí misma, parecen ser el lenguaje de nuestro teatro, y se agotan rápidamente[12].
La otra línea, la del verismo con muchos tintes costumbristas, que se liga a las corrientes tradicionales de nuestro teatro, significa el aporte mayor. Sus integrantes, a quienes crítica y público comienzan a considerar un corpus autoral significativo, se van nucleando a partir de esa concepción común de testimoniar la realidad argentina en sus múltiples matices. Esa actitud implica un compromiso con su medio y una ruptura con la reiterada copia de modelos extranjeros.
A través de las obras de Roberto M. Cossa, Serio de Cecco, Germán Rozenmacher, Ricardo Halac, Rodolfo Walsh, el público se enfrenta con un medio y con problemas que son los suyos. Asiste a un fragmento de vida cotidiana a través de la cual aparecen las preocupaciones sociales de una época.

Julia Elena Sagaseta y Amelia Lourdes Figueiredo, Estudio Preliminar y Notas a: El puente de Carlos Gorostiza y Nuestro fin de semana de Roberto Cossa, Buenos Aires, Editorial Kapelusz, Grandes Obras de la Literatura Universal Nº 124, 1974.

[1] Este prólogo comienza con el título “La obra teatral” se alteró su orden por razones práctica.
[2] Henri Gouhier, La Obra Teatral, Buenos Aires, Eudeba, 1962. Traducción de María Martínez Sierra, Pág. 17
[3] Aristóteles, Poética, Editorial Aguilar, Madrid, 1966, Pág. 40
[4] Citado por Néstor Tirri en Realismo y Teatro Argentino, Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1973.
[5] Citado por José Monleón en revista “Primer Acto”, Madrid, 1968.
[6] El Puente de Carlos Gorostiza y Nuestro fin de semana de Roberto Cossa.
[7] Suscriben el documento: Roberto Cossa, Ricardo Halac, Germán Rozenmacher, Carlos Somigliana, Sergio de Cecco y Rodolfo Walsh. Buenos Aires, 1966.
[8] Se destacan dentro de la profusa producción del momento los estrenos de Samuel Eichelbaum (Un guapo del 900 y Pájaro de barro, en 1940; Vergüenza de querer, en 1941); de Roberto Arlt (La fiesta del hierro, en 1942); de Nalé Roxlo (La cola de la sirena, en 1941); de Aurelio Ferreti (Farsa del héroe y el villano, en 1946; Las bodas del diablo, en 1947); de Carlos Guastavino (La importancia de ser ladrón, en 1942).
[9] Se representaron tanto los clásicos (Sófocles, Eurípides), el teatro español del siglo de oro, el teatro isabelino, como la moderna dramaturgia europea y norteamericana. Así podemos mencionar a autores del prestigio de H. Ibsen, A. Strindberg, M. Gorki, B. Brecht, Th. Wilder, W. Saroyan, T. Williams. Además de la tarea desarrollada para dar a conocer al autor nacional: O. Dragún, A. Cuzzani. A. Lizarraga, etc.
[10] Sin olvidar la labor efectiva que también desarrollan el IFT, el Teatro Libre Florencio Sánchez y el único que sobrevive, el Teatro del Pueblo, pionero del movimiento. Cabe destacar, además, que de La Máscara se escindirán posteriormente dos grupos de destacada trayectoria de la década del 50 y mediados del 60: el teatro Fray Mocho y Nuevo Teatro.
[11] Sus representantes más conspicuos son Griselda Gambaro (El desatino, El campo, Los siameses); Eduardo Pavlowsky (Robot); Alberto Abellach (Homo Damaticus).
[12] Los autores del absurdo citados van a evolucionar hacia un realismo con muchos elementos simbólicos, tal como se observa en Chau papá, de Alberto Adellach, o La mueca y El señor Galíndez, de Eduardo Pavlowsky.

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