22 de octubre de 2009

La visita del inspector de John Priestley

Un escritor controvertido


Priestley es un escritor difícil de catalogar en la literatura inglesa del siglo XX. A pesar de su evidente talento literario y de la admiración que concitaba entre el público lector, no consiguió despertar el interés de los intelectuales de su época. La razón de esta peculiar situación fue, probablemente, que se dio a conocer con un éxito de ventas, la novela Buenos camaradas, y luego pasó a escribir novelas y relatos que iban obviamente dirigidos a un mercado más refinado, así como piezas dramáticas experimentales en una época de decadencia del teatro británico. Los intelectuales y profesores suelen desconfiar de esta promiscuidad. Piensan que un escritor debe entretener a un público amplio o dirigirse a los hombres de letras, pero no ambas cosas. Priestley, sin embargo, lo hizo, disfrutó con ello y exasperó a sus oponentes. Y ésta es una cuestión esencial para entender al hombre y a su obra.


Vocación literaria

John Boynton Priestley, hijo de un maestro, nació en 1894 en la ciudad de Bradford, al norte de Inglaterra. En aquella época las ciudades industriales de Yorkshire, aunque enriquecidas con el comercio de la lana, habían llegado a ser sinónimo de miseria. Bradford, sin embargo, tenía una activa vida cultural, particularmente en el terreno musical, y el joven Priestley participó en ella con el mayor entusiasmo. El padre deseaba que John consiguiera empleo estable, de manera que, al terminar sus estudios, el muchacho empezó a trabajar en el escalón más bajo del comercio de la lana. Pero sus ambiciones se orientaban en otra dirección, pues con tan sólo dieciséis años escribía con bastante regularidad para la prensa local. El estallido de la guerra en 1914 fue, en cierto modo, su salvación, ya que Priestley hubo de abandonar su empleo para alistarse en el ejército. Combatió durante todo el conflicto y lo hirieron en dos ocasiones –una muy gravemente–, aunque se recuperó sin secuelas. En su carrera literaria evitó las referencias –excepto muy de pasada– a sus experiencias en la guerra, una actitud muy poco frecuente entre excombatientes.


Dedicación periodística

En 1919 lo desmovilizaron y estudió en la universidad de Cambridge con una beca del Gobierno, redondeando sus ingresos con el periodismo literario. El decenio de 1920 fue, en algunos aspectos, una época maravillosa para los escritores jóvenes porque había muchísimas revistas y semanarios dispuestos a publicar ensayos breves y reseñas de libros; muchas más, de hecho, que en la actualidad. Las primeras experiencias de Priestley en la escena literaria fueron, pues, en calidad de ensayista. Durante ese período publicó cinco volúmenes de ensayos y artículos, además de dos novelas sin especial relieve y una colaboración con Hugh Walpole, novelista ya consagrado. Pero de 1929 dio a la imprenta la novela Buenos camaradas.


El éxito literario. Un escritor prolífico

Buenos camaradas es uno de los libros más populares del siglo XX en Inglaterra. Se trata de una novela muy larga, en clave picaresca, de tono amable y optimista, y siempre entretenida; en ella se narran las aventuras de una compañía itinerante de cómico de segunda categoría que viaja por Inglaterra junto con su acompañante y valedor, un anciano de Yorkshire con una imperturbable actitud ante la vida. Los editores de Priestley se resistieron en un primer momento a publicar el libro: era demasiado largo, el tema parecía pasado de moda y el título –que el autor se negó obstinadamente a cambiar– provocaría el rechazo de los lectores más exigentes. Una vez publicado, los críticos lo desdeñaron por ser una obra «para lectores sin cultura», pero vendió un increíble número de ejemplares, se tradujo a más de cuarenta idiomas y enriqueció a Priestley, probablemente el escritor más acaudalado de su generación.
Este éxito editorial fue seguido de un asombroso número de obras de los géneros más dispares. De Priestley se dijo con frecuencia que escribía demasiado, un punto de vida con el que el mismo interesado tendía a estar de acuerdo. Pero su inquieta mente era incapaz de reposo. Entre esa plétora sobresalen algunos títulos de interés: novelas como El callejón del ángel (1930), Día luminoso (1964) e Imperios perdidos (1965); obras de teatro experimentales, en las que se plantea el misterio del tiempo; dos piezas teatrales que sin duda conservan plena vigencia, Cuando estamos casados (1938) y La visita del inspector (1947); obras semiautobiográficas como Medianoche en el desierto (1937), que también es un retrato de la sociedad occidental contemporánea, Llueve en Godshill (1939), y Margen liberado (1962); y la notoria La literatura y el hombre occidental (1960), que relaciona la escritura de creación con el inconsciente; también cabe mencionar Viaje por Inglaterra (1934), libro en que recoge sus experiencias de dicho viaje y que agudizó la conciencia social del escritor. En una sucinta bibliografía de su obra, que comprende ciento dieciocho títulos, esos son los más destacados. Pero muchos otros siguen siendo dignos de atención.


El intrincado problema del tiempo


Tres de sus dramas experimentales están relacionados con el problema del tiempo: La herida del tiempo (1937), Estuve aquí una vez (1937), y Allende el Jordán (1939). No es éste el lugar adecuado para detenerse en las ideas peculiares de Priestley sobre el tiempo (tema al que dedicó un libro extraordinariamente erudito, El hombre y el tiempo), excepto para decir que intentó la difícil tarea de expresar en términos teatrales los conceptos filosóficos de dos pensadores, P. D. Ouspensky y J. W. Dunne, hoy en día un tanto desacreditados. Priestley tomó de Dunne la idea de que hay ciertos sucesos del futuro de los que podemos tener una vislumbre en sueños o en estado de vigilia; y de Ouspensky incorporó la noción de que los sucesos tienden a reproducirse a lo largo del tiempo de una forma cíclica, y sólo a algunas personas con dotes especiales les es dado cambiar el curso de los acontecimientos. Su teoría parte del principio de que, de la misma forma que el espacio tiene tres dimensiones, también existen dimensiones adicionales en el tiempo.
La herida del tiempo es un buen ejemplo de cómo Priestley consiguió dar forma teatral a esas ideas. En el primer acto los Conway aparecen como una familia unida y feliz. El único momento triste se produce cuando aluden al padre, que ha muerto ahogado. Una de las chicas sugiere que habría sido posible predecir su destino. ¿Pudo el padre prever vagamente lo que el futuro le deparaba?
El segundo acto transcurre dieciocho años después. Se hace evidente el deterioro psicológico de todos los personajes, con excepción de Alan, considerado de ordinario gris y desprovisto de ambición. Los demás personajes se han endurecido o se han vuelto gruñones, desilusionados o frustrados, sin ánimos y sin esperanza. Hazel, la más bonita de las hermanas, se ha casado con el muchacho torpe y poco agraciado a quien despreciaba –convertido ahora en un hombre rico y vengativo–, mientras que Carol, la más bondadosa de todas, ha mueto. Kay lanza el dedo acusador contra los efectos devastadores del Tiempo: «Hay un poderoso diablo en el universo al que damos el nombre de Tiempo», a lo que Alan replica que el Tiempo es como un sueño y «no destruye nada. Sencillamente nos conduce, en esta vida, desde un punto de vista a otro».
El tercer acto regresa a la época del primero y es prácticamente su continuación, sin corte alguno. Pero esa vuelta atrás nos hace contemplar a los Conway desde la perspectiva del futuro, que ya conocemos, de tal manera que las aspiraciones o potencialidades de los personajes resultan un tato patéticas. Las vagas premoniciones que asoman en sus diálogos adquieren ahora un significado extraordinario.
No todos los experimentos de Priestley estuvieron relacionados con la teoría del Tiempo. Algunos fueron de carácter técnico y en ciertos casos han sido utilizados por autores teatrales más recientes. Desde los tiempos del Paraíso (1950) está escrita en estilo de cabaret. El sueño de un día de verano (1950) nos hace vislumbrar un futuro imaginado. Pero el experimento más radical fue La boca del dragón (1952), obra escrita en colaboración con J. Hawkes y en la que los cuatro intérpretes, que permanecen inmóviles durante la representación, representan sendas actitudes psicológicas: pensamiento, sentimiento, sensación e intuición. El propósito de Priestley era propugnar el uso de un lenguaje más retórico o elaborado en el teatro para reemplazar el habla moderna realista, cuestión sobre la que reflexionó largamente.


La ideología del escritor

El reformista social

A medida que se sucedían los libros y las obras teatrales, Priestley se fue convirtiendo en un personaje público que complacía a unos y encolerizaba a otros. Sus ideas socialistas no se diluyeron lo más mínimo, pero el suyo era un socialismo moderado, no marxista, que se oponía a la revolución. Priestley se mostró partidario de declarar la guerra a la Alemania de Hitler, pero insistió en que la victoria sería inútil si no iba seguida de reformas sociales radicales. Influido por el escritor H. G. Wells, Priestley se declaró contrario al sistema vigente por considerarlo injusto y, sobre todo, contradictorio. Opinaba que los patronos, que estaban teóricamente a favor del individualismo y en contra de soluciones de carácter comunitario, arracimaban en cambio a los trabajadores en fábricas al servicio de masas. Con todo, el escritor nunca dio la impresión de creer en la idea de un mundo gobernado por el mal. El hombre, opinaba, es responsable de sus propias locuras, que son resultado de su falta de inteligencia para evitarlas o, cuando no carece de la inteligencia necesaria, de su pereza para emplearla.
Durante la guerra, especialmente en la época de los bombardeos alemanes, tres programas de radio contribuyeron a mantener la moral de la población británica. En primer lugar, los discursos que Winston Churchill pronunciaba de cuando en cuando, y en los que lo más importante era el sombrío reconocimiento de la tarea que el país tenía por delante («sangre, sudor y lágrimas») y la decisión de llevarla a término, mezclado, a veces, con burlas contra el enemigo. En segundo lugar, un espacio semanal cómico, mezcla disparatada de bromas, absurdos y burlas descarnadas contra el enemigo. Por último, la «postdata» del domingo por la noche, que se emitía al término de las noticias de las nueve, y cuyo autor era J. B. Priestley. Conocidas en la profesión como «microcharlas», pues duraban unos siete minutos, las «postdatas» se centraban en aspectos menores pero extraordinariamente importantes de la supervivencia durante los bombardeos, la vida en familia, y la generosidad y la valentía de la gente corriente. Estas charlas convirtieron a Priestley en una figura nacional.
En esas charlas, no obstante, Priestley no dejó de insistir en la necesidad de una drástica reforma social que acabara con una situación en la que amplios sectores de la población estaban condenados a un grado inaceptable de pobreza mientras una exigua minoría disfrutaba de grandes privilegios. Esa denuncia social no agradó a algunas personas instaladas en el poder, que clausuraron súbitamente el popular espacio radiofónico.


Contra la propaganda y la masificación

El descontento de Priestley con la sociedad siguió expresándose prácticamente en todos los libros y obras teatrales que siguieron. El ejemplo más notable se encuentra en Descenso por el arco iris (1955), que Priestley escribió en colaboración con su tercera mujer, la arqueóloga Jacquetta Hawkes. El matrimonio decidió visitar América del Norte, donde después se separarían, Priestley para estudiar uno de los asentamientos humanos más recientes, Texas, mientras que su esposa consagraba su atención a uno de los más antiguos, los indios «pueblo» de Arizona. El resultado fue fascinante. Texas, al parecer, concentraba hasta tal punto las razones del desagrado de Priestley con la sociedad contemporánea que el escritor inventó una nueva palabra para describir la avaricia comercial: admass.

Así denomino al sistema basado en la productividad desenfrenada, acompañada de inflación, de un nivel de vida material en alza, de un aumento desaforado de la publicidad y de las ventas, de la comunicación de masas […] y de la creación de la mente masificada, del hombre masificado. […] Los hombres y las mujeres integrados en admass no hacen más que correr […] aconsejándose unos a otros el descanso y el disfrute de la vida, pero bloqueando las salidas que llevan al descanso y al disfrute de la vida. Incluso lo que en otros tiempos era juego tiene también una sobrecarga de ansiedad y de responsabilidad.

Admass estaba conquistando el mundo. Y Priestley lo consideraba una amenaza a «lo que todavía perdura de la actitud comunitaria típicamente inglesa, de sentimiento de compañerismo y de equidad». Este cambio, según Priestley, se había comenzado a producir a partir de la Primera Guerra Mundial, que marcó la línea divisoria entre la civilización y la nueva barbarie, tal y como se da a entender en La visita del inspector. Pero la idea se enuncia y analiza en otros libros y obras teatrales: Edén término (1934), una de sus mejores piezas y con un título muy revelador, se sitúa, cómo La visita del inspector, en 1912; en otra obra teatral, Música en la noche (1938), un ministro dice que la época del sentido común concluyó en julio de 1914. En 1970 todavía consideraba Priestley que el decenio anterior a la guerra había sido el «más creativo». Y en 1977 llegó a afirmar que «en general, ¿era mejor la gente, digamos, de 1912, que la de hoy en día? Yo digo que sí. [En la historia] se producen retrocesos al igual que progresos y negarlo no es más que un modo de sentimentalismo». Quizá resulte extraño que un socialista elogie una época sin seguridad social, sin seguro de desempleo, sin el derecho al voto de las mujeres, sin acceso generalizado a un gran número de universidades y sin sindicatos poderosos.

El intelectual

Aunque muchas personas, en especial las mujeres, consideraban encantador a Priestley, no era un hombre de trato fácil. No aceptaba las críticas y con frecuencia su reacción era violenta y brutal. Sus admiradores lo calificaban de sabio, pero con ello querían decir que siempre tenía respuestas para todo. Si había una cuestión pública que debatir, era imprescindible recurrir a Priestley (como, en épocas anteriores, se había recurrido a Shaw o a Wells). Aquellos a quienes no les gustaba nuestro autor, hacían caso omiso de él, cosa que le enfurecía hasta el punto de hacerle lanzar más de un ataque furibundo contra prestigiosos intelectuales de la época… que en alguna ocasión no se dignaron contestar.
El papel de Priestley en la escena literaria inglesa sigue siendo una cuestión debatida debido a esa doble condición de escritor popular y experimental a la que aludíamos al principio. A muchos les desconcertó por su imagen de anciano malhumorado que, paradójicamente, poseía un extraordinario sentido del humor. En su poderosa personalidad predominaban las facetas de moralista, de escritor entretenido y espléndido comunicador. J. B. Priestley murió en 1984 en Stratford-on-Avon, la ciudad natal de Shakespeare. ¿Cabe imaginar un lugar más apropiado para un dramaturgo?


Priestley y el teatro de su época


De ordinario se ha considerado a Priestley mejor autor teatral que novelista, opinión que resulta fácil compartir. Algo que debería contar en su favor es que fue el único dramaturgo del periodo que llevó a cabo experimentos teatrales. De cuando en cuando algún intelectual rompía una lanza a favor de Priestley. El prestigioso poeta y ensayista T. S. Eliot le dijo, por ejemplo, que era uno de los escasos dramaturgos contemporáneos cuyas obras respetaba.
El aprecio de Priestley por los críticos era nulo, ya que, según él, daban con frecuencia la impresión de aborrecer el teatro y de ser unos ignorantes. Le desagradaba el tipo de público elegante que frecuentaba los teatros. Por otro lado, un Gobierno hipócrita gravaba las representaciones con impuestos excesivos mucho antes de que autor y empresario hubieran cubierto gastos. Por si fuera poco, unos y otros mantenían ideas convencionales sobre el teatro, lo que no favorecía la recepción de sus obras innovadoras. Y luego estaba la cuestión social, que no siempre parecía tener el beneplácito del público.
Algunos críticos han destacado la habilidad de Priestley como dramaturgo. Y, ciertamente, tenía una gran destreza para la arquitectura teatral (él mismo llegó a calificar su obra Esquina peligrosa de «cajón de trucos»); pero lo mejor de su obra combina los «trucos» teatrales con un contenido profundo o de denuncia social, y el ejemplo paradigmático es, sin duda, La visita del inspector.


La visita del inspector


La acción se sitúa en 1912, un periodo de la historia importante para Priestley porque, como hemos visto ya, el autor insiste en que la Primera Guerra Mundial, que estalló dos años después, marcó el comienzo de la decadencia de la civilización europea. El momento resulta, por tanto, muy adecuado para enmarcar el conflicto de una obra en la que se plantea la responsabilidad del hombre en la sociedad.
Técnicamente es difícil encontrar defectos a esta pieza. Se trata de una obra en que se van produciendo revelaciones sucesivas; la verdad va surgiendo con lentitud, pero sin concesiones, a medida que desaparecen, uno a uno, los velos que la ocultan. A las continuas acusaciones siguen las correspondientes confesiones. El resultado es un suspense constantemente renovado y un excelente ejemplo de la denominada «obra bien hecha», que atrajo a tantos dramaturgos del siglo XIX, sobre todo en Francia. Los autores teatrales del siglo XX, especialmente en la segunda mitad, se rebelaron contra esa convención. Autores como John Osborne o Arnold Wesker se han interesado menos por la técnica que por el contenido, y en ocasiones rompen deliberadamente convenciones teatrales que anteriormente se aceptaban sin discusión. Lo más impresionante acerca de La visita del inspector es que –además de tratarse de una excelente muestra de «obra bien hecha»– encarna un mensaje de la máxima vigencia: todos formamos parte del tejido social y hemos de aceptar la responsabilidad de nuestras acciones. Y eso no es precisamente una cuestión técnica. El mensaje es casi un grito desesperado (tres de los cinco personajes implicados rechazan esa responsabilidad) y está cargado de indignación social. El inspector es implacable: no acepta excusas. Priestley ha contado que escribió la obra en una semana, y no es de extrañar, pues presenta signos inequívocos de algo intensamente sentido.
El comportamiento privado tiene consecuencias públicas. Ibsen había denunciado que muchos valores de la clase media eran falsos, y Priestley hace lo mismo gracias a los Birling. Para el señor Birling su vida privada no le incumbe a nadie. Quienes disienten son “chiflados” que se interesan por «la comunidad y todas esas tonterías». El inspector expone con elocuencia el punto de vista contrario:

Recuerden esto. Ha desaparecido una Eva Smith, pero aún quedan millones y millones de Evas Smith y de John Smith entre nosotros, con sus vidas, sus esperanzas y sus temores, sus sufrimientos y sus posibilidades de felicidad, todo entrelazado con nuestras vidas, con lo que pensamos, decimos y hacemos. No vivimos solos. Somos miembros de un cuerpo. Somos responsables los unos de los otros. Y les digo que pronto llegará el tiempo en el que, si los hombres no aprenden esta lección, se les enseñará con el fuego, la sangre y el sufrimiento. Buenas noches.

Ésas son sus agoreras palabras finales. Se trata de un mensaje que interesaba hondamente a Priestley en aquel momento. Un personaje de otra pieza, Música en la noche, representada ese mismo año, dice: «No puede haber tú y yo, ni identidad alguna separada, ni tampoco estamos encerrados, sino que somos libres». Y en otro momento: «La culpa de uno es la culpa de todos, y uno no puede sufrir sin que sufran todos».
Poco antes el inspector había insistido ya en la importancia de la cadena de acontecimientos: «Lo que le sucedió entonces puede haber decidido lo que le sucedió después», le dice a Birling, «y lo que le sucedió después puede haberla empujado al suicidio». Priestley ya había hecho de la interrelación entre las personas el tema central de una pieza anterior, Estuve aquí una vez.
Pero el señor Birling está demasiado satisfecho de sí mismo para que nada le afecte. En lugar de admitir la verdad de los hechos que el inspector le presenta, busca ansiosamente cualquier escapatoria: «Alguien preparó a ese individuo para que viniera aquí y nos tomara el pelo. En esta ciudad hay gente que me aborrece lo suficiente como para hacerlo».
Lo importante, la única cosa que de verdad cuenta para el señor Birling es que el matrimonio (que podríamos llamar “dinástico”) consolide la unión de la empresa de su futuro yerno Crofts Limitada con su rival de menor importancia Birling y Compañía, creando así un poderoso complejo industrial «para conseguir menores costos y precios más altos». Todo parece apuntar hacia un brillante futuro.

Os hablo como un hombre de negocios realista, con sentido práctico. Y os digo que no existe la menor posibilidad de que estalle una guerra. El mundo se desarrolla tan deprisa que la guerra resulta imposible. Fijaos en los progresos que hacemos. Dentro de uno o dos años tendremos aeroplanos capaces de ir a cualquier sitio. Y daos cuenta de cómo se abren camino los automóviles…, cada vez son más amplios y más rápidos. Y luego la navegación. Sin ir más lejos, un amigo mío fue a ver ese trasatlántico nuevo la semana pasada, el «Titanic»…, zarpa la semana que viene…, cuarenta y seis mil ochocientas toneladas…, se dice pronto… Nueva York en cinco días…, con todas las comodidades; y no puede hundirse, es absolutamente imposible que se hunda. Son esas las cosas en que tenéis que fijaros.

Hablar de guerra es «calentarle a la gente la cabeza sin motivo». Pero el público que presencia la obra sabe que la más espantosa guerra que habían vivido los hombres hasta entonces se desencadenaría dos años después y que todavía había de llegar otra gran guerra de peores consecuencias. También sabía –como descubriría el propio Birling al poco tiempo de pronunciar sus palabras– que el «Titanic» se hundió en su viaje inaugural.
Pero, ¿qué piensan los demás? Sheila y Eric, sobre todo, empiezan a percatarse de que hay algo extraño, algo de orden espiritual, en todo lo relacionado con el inspector. Gradualmente se va imponiendo la idea de que su voz es la voz de la conciencia. Priestley apunta a esta cualidad en una de las primeras acotaciones escénicas. La iluminación «debe ser íntima y de color rosado hasta la llegada del inspector, momento en el que ha de hacerse más brillante y dura». Sheila es la primera en sentir que hay algo fuera de lo corriente en el inspector cuando señala: «No acabo de entenderle», y él replica: «No tiene nada de extraño». Una vez que el inspector se ha marchado, Sheila reconoce que «había algo curioso en él. No me ha parecido en ningún momento un inspector de policía corriente y vulgar». Su padre, naturalmente, no la entiende. También él ha notado que había «algo curioso» acerca del visitante, pero no de la misma manera que su hija.
En más de un sentido estamos ante una obra pesimista. Los padres se nos muestran como pagados de sí mismos e insensibles, y queda completamente claro que no cabe esperar que mejoren. Pero sí hay un destello de esperanza en las reacciones de la generación más joven. A Sheila y a Eric les afectan de verdad las revelaciones del inspector, y están dispuestos a reconocer su culpa. A Eric le había horrorizado ya la manera en que su padre había tratado a la muchacha mucho antes de averiguar su identidad. El inspector mismo dice que los jóvenes son más impresionables. La hondura de esta impresión queda patente cuando, después de marcharse el inspector, Sheila y Eric hacen saber a sus padres que no están dispuestos a eludir su responsabilidad en la trágica muerte de la muchacha. Padre e hijo rivalizan en hablar a gritos, aunque la principal preocupación del primero es que Eric ha cometido un desfalco.
En apariencia la obra termina ya. Pero no es así, porque suena el teléfono para comunicar a la familia que una muchacha se ha suicidado y que un inspector va de camino para hacerles unas preguntas. Se trata sin duda de uno de los finales más sobrecogedores de todo el teatro en lengua inglesa. Es algo completamente inesperado y, sin embargo, debido a la habilidad del dramaturgo, perfectamente verosímil. La acción de la obra se ha desarrollado en una órbita temporal distinta a la que normalmente consideramos «la realidad». La particular teoría de Priestley sobre el tiempo, que hemos comentado con anterioridad, hace posible esa anticipación de los hechos. Tanto si el espectador lo cree como si no, esa posibilidad forma parte del universo dramático de Priestley.
La visita del inspector, por tanto, termina como empieza, y la acción es circular. Es interesante señalar que en su primera obra, Esquina peligrosa, Priestley había utilizado ya el mismo mecanismo. Y también su novela más popular, Buenos camaradas, termina como comienza. ¿Una segunda oportunidad para enmendar errores?


Textos auxiliares


1. Realidad y ficción

1.1
El contexto social e histórico


«Descubrí muchísimas cosas en ese período [1910-1914, en el que pude observar] la vida nocturna de la ciudad, ya sin tapadera alguna. Empecé a comprender que en un barrio tan respetabilísimo como el nuestro había demasiados hombres con una doble vida, vestidos de levita y muy solemnes el domingo por la mañana, y grotescamente groseros y disolutos, lejos de la familia, el sábado por la noche. Empresarios que se mostraban tercos si las trabajadoras exigían un chelín más a la semana, eran vistos en algunos pubs convirtiendo a las más débiles y bonitas de aquellas chicas en prostitutas”.
J. B. Priestley, Margin Released, Heinemannn, Londres, 1962, p. 63.
1.2
Elementos inverosímiles


«La visita del inspector tuvo un impacto considerable sobre el público cuando se representó en el Old Vic, pero no despertó el entusiasmo de la crítica. Construida con la técnica de una obra policiaca, mantiene el suspense, pero las ideas que en ella se plantean hacen pasar a un segundo plano su simple valor de obra entretenida. El inspector es algo más que un inspector. Transmite un aire omnisciente que hace de él un personaje a mitad de camino entre un inspector de policía y una suerte de figura emblemática que podría significar la conciencia universal. Y si resulta improbable que todos los personajes sin excepción hayan contribuido a la muerte de la misma muchacha, ese personaje artificial es necesario para llevar a buen término el mensaje de la obra.»
Vincent Brome, J. B. Priestley, Hamish Hamilton, Londres, 1988, pp. 284-285.
2. El mensaje de la obra

2.1
Utopía y sentido de comunidad

«[Utopía es una] ciudad en la que los hombres y mujeres no trabajan para las máquinas y el dinero, sino que las máquinas y el dinero sirven a hombres y mujeres, una ciudad en la que la avaricia, la envidia y el odio no tienen lugar, en que el hambre, la enfermedad y el miedo han desaparecido para siempre, en la que nadie lleva un látigo ni arrastra una cadena. Una ciudad en la que los hombres han cesado por fin de mascullar, roer y arañar en oscuras cuevas para salir a la luz del sol.»
[Un personaje de la obra de Priestley Llegaron a una ciudad.]
«La culpa de uno es la culpa de todos y nadie puede sufrir sin que todos los demás sufran.»
[Un personaje de la obra de Priestley Música Nocturna.]
«Nos falta la fuerza unificadora de una fe religiosa bien fundada. El lugar que antes ocupaba la caldera de la calefacción central en el sótano está ahora vacío, frío y oscuro. Nuestras vidas no tienen ya los sagrados cimientos que antaño compartíamos. Nos faltan algunos vínculos esenciales, tanto con nosotros mismos como con los demás. No nos vemos como individuos del mismo reino secreto.»
J. B. Priestley, en Kenneth Young, J. B. Priestley, Lognman (Writers & Their Work), 1977, pp. 13, 33 y 46.
2.2
El hombre y el género humano

«”Ahora dice [la campana] con su pausado sonido: ‘Tú vas a morir’.” Quizá aquél por quien esta campana toca está tan enfermo que incluso ignora que la campana toca por él; y puede que yo crea que me encuentro mucho mejor de lo que realmente estoy, de tal modo que los que me rodean y vean cuál es mi estado, hayan hecho tocar esta campana por mí, y yo lo ignore. […] Cuando la Iglesia entierra un hombre, esa acción me concierne. Todo el género humano es obra del mismo Autor y constituye un solo libro. […] ¿Quién no va a escuchar una campana que suena en cualquier circunstancia? ¿Y quién dejará de prestar atención a una campana que anuncia que una parte de sí mismo va a pasar al otro mundo? Ningún hombre es una isla separada del resto; cada hombre es un pequeño fragmento del continente […] La muerte de cualquier hombre se lleva una parte de mí, porque yo soy parte del género humano; por tanto, no preguntes nunca por quién dobla la campana; dobla por ti.»
John Donne, «Meditation XVII», en F. Kermode y J. Hollander, eds. The Oxford Anthlogy of English Literature, OUP, Nueva York, 1973, p. 1056.
2.3
Mensaje moral explícito e implícito

“[El discurso del inspector no es final de la obra.] El final todavía no ha llegado y cuando por fin lo hace no es el verdadero final, sino el principio de otra obra que cada espectador tendrá que escribir por sí mismo cuando abandone el teatro. Lo que pueda ocurrir en esa obra que empieza cuando cae el telón en el acto tercero puede ser más terrible que lo que ha presenciado en escena. […] El discurso final del inspector es algo más que una aseveración: es también una pregunta que se formula a cada miembro de la audiencia: […] ¿hasta qué punto es cierto que en nuestra sociedad somos todos miembros del mismo cuerpo?»
John Braine, J. B. Priestley, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1978, p. 121.
2.4.
Función del Tiempo

«El otro elemento de extrañeza [en la obra, además del inspector] es el misterio del Tiempo y, en particular, la repetición del Tiempo, temas que han inspirado otras obras dramáticas de Priestley. La idea de que algunas personas tienen vislumbres de acontecimientos futuros, no ya sólo en sueños, sino en estado de vigilia, es la cuestión central de La herida del tiempo, y la noción de que un determinado esquema de acontecimiento pueda reiterarse y por ello proporcionar una segunda oportunidad […] es el tema de Estuve aquí una vez. Al margen de que todo ello sea posible o no en la realidad, lo cierto es que Priestley consigue crear momentos dramáticos de una gran eficacia. Al final de La visita del inspector la revelación de que lo sucedido en las dos horas anteriores está a punto de ocurrir de nuevo –aunque con la posibilidad de que el ciclo se rompa– crea un clímax estimulante que reverbera en la mente del espectador al abandonar la sala de teatro.
Un aspecto más convencional en el tratamiento del Tiempo añade interés a La visita del inspector. Se trata de la ironía subyacente en el hecho de que los personajes ignoran lo que les espera. La obra se ambienta en 1912, cuando hombres como Arthur Birling hablaban con confianza del futuro, sin ser conscientes de los desastres que iban a golpear a su país y al mundo entero.»
E. R. Wood, ed., J. B. Priestley, An Inspector Calls, Heinemann, Londres, 1965, pp. XII-XIII.
John Atkins, Introducción y notas; Gabriel Casas, Notas y propuestas de trabajo a: La visita del inspector, Aula de Literatura N° 28, Barcelona, Ediciones Vicens Vives, 2007.

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