18 de marzo de 2010

El cuento: de los orígenes a la actualidad



1. Naturaleza y características del género

Tal como lo concebimos en la actualidad, el cuento es un ejercicio escrito en ficción que se halla compuesto en prosa y cuya extensión es comparativamente breve. Sin embargo, al examinar las innumerables variedades narrativas incluidas a través del tiempo en este ámbito literario, la precedente descripción puede parecer estrecha e inexacta, pese a ofrecérnos el esquema arquetípico del género. Comencemos por observar que, en ciertas etapas de su evolución, el cuento se presenta como una especie folklórica, cuya conservación y transmisión dentro de una determinada comunidad ha tenido un carácter exclusivamente oral; y por añadidura, esa condición no solo se prolonga en la técnica expositiva de dichas historias tradicionales al ser registradas por escrito, sino que también impregna con harta frecuencia las composiciones de índole eminentemente literaria: no debemos olvidar que significativas piezas de ficción adoptan el aspecto de relatos narrados en primera persona por testigos de los acontecimientos (como ocurre con varios cuentos de Edgar Allan Poe, entre los que se destaca La caída de la casa de Usher) y a menudo remedan la apariencia de historias contadas de viva voz (como sucede en Hombre de la esquina rosada de Jorge Luis Borges). Tampoco parece enteramente cierto que la anécdota deba ser ficticia, ya que hallamos cartas de Madame de Sévigné o de Horace Walpole que merecerían el nombre de “cuentos”, pese a referir acontecimientos reales; aparte de que resulta frecuente comprobar que un cuentista ha construido su narración en torno de datos verdaderos apenas disimulados (como Henry James, quien en Los papeles de Aspern utilizó una anécdota que había conocido en Florencia a principios de 1887, sobre ciertos documentos de poetas románticos ingleses que vivieron en Italia). También contamos con representativos testimonios de que el cuento admitió algunas veces el empleo del verso como lo demuestra el ejemplo proporcionado por los Cuentos de Cantórbery de Chaucer. Por último, cabe señalar que, si bien es cierto que el cuento es una variedad narrativa ve extensión más bien limitada, tampoco en este aspecto existe un criterio muy estricto: algunos eruditos y cuentistas han coincidido en fijar una longitud máxima de quince mil palabras, que es aproximadamente la dimensión de El capote del ruso Nikolai Gógol, una de las obras clásicas en la evolución del género; no obstante, ese tope ha sido superado ampliamente por algunos “cuentos largos” de considerable celebridad, como Otra vuelta de tuerca y La lección del maestro de Henry James o La muerte de Iván Ilich de Tolstoi. Para lograr una definición del cuento, quizá convenga apelar a Edgar Allan Poe, quien no solo fue uno de los fundadores de esta especie literaria en la narrativa moderna sino que también hizo una de las principales contribuciones teóricas, en su intento de fijar una preceptiva para el relato breve. A juicio de este autor norteamericano, la longitud de un cuento tiene que medirse con un criterio temporal y psicológico; en tal sentido, postula como duración máxima aquella que permita leer la narración de un tirón, sin que flaquee la atención; es decir, un texto cuyo reconocimiento integral requiera “de media hora a una o dos horas”, o tal vez un lapso algo mayor. La tesis que adelanta Poe se basa en un contraste bien escogido: mientras la novela logra sus objetivos a través de un efecto moroso u cumulativo, el cuento debe producir una impresión rápida y de conjunto, a semejanza de lo que sucede con la poesía lírica. Por lo tanto, tiene que poseer una arquitectura sumamente orgánica y una poderosa coherencia, a fin de producir un impacto total, al que deben subordinarse los diversos materiales y recursos empleados. A causa de ello, en lugar de prevalecer los habituales ingredientes de la narración –anécdota, caracteres o lo que fuere–, lo fundamental consiste en que el conjunto de elementos ha de converger hacia una emoción dominante y congregadora. Una urdimbre tan ajustadamente entrelazada exige, por necesidad, una estructuración cerrada, un armónico e intrincado juego de relaciones internas. Por supuesto, ésta es una meta ideal que rara vez llega a concretarse plenamente; además, según algunos críticos, las nociones que formuló Poe corren el riesgo de convertirse en normas rígidas y mecánicas; pero, de cualquier modo, la doctrina enunciada por este narrador ha conservado un significativo ascendiente y ha prolongado su vigencia hasta nuestros días. Sea como fuere, es lícito afirmar que las características del cuento radican en una forma peculiar de organizar los materiales narrativos, más bien que en una determinada extensión material del relato; mientras la novela se apoya fundamentalmente en hechos, el cuento se propone explorar las implicaciones de una situación y trata de manejarse con recursos psicológicos sumamente tenues y escurridizos. Al mismo tiempo, el cuento tiende a concentrar la acción narrada y, a diferencia de la novela, suele circunscribir los sucesos en un lapso comparativamente breve, desde unos pocos instantes hasta un solo día (como en La fiesta en el jardín de Katherine Mansfield); coincidentemente, hay una intensificación de la línea argumental, mediante la exclusión de todo incidente lateral; por añadidura, la exposición suele ser muy escueta –casi taquigráfica– y a menudo, según el método preferido de Chéjov, parece que se ha tomado un fragmento de vida al azar. Pero, según la afirmación predilecta de James Joyce, el cuento debe ser una “epifanía”, es decir, que por intrascendente que parezca su fábula, necesariamente ha de proyectarnos hacia una revelación anímica intensa y sorpresiva, mediante un desenlace que resulte imprevisto o que deje un recuerdo persistente en nuestra memoria. Además, es oportuno añadir que las situaciones y personajes del cuento tienden a presentar rasgos arquetípicos, lo cual confiere a la narración una índole casi mítica.
Desde un punto de vista histórico, el cuento es –paradójicamente– una de las especies narrativas a la vez más antiguas y más modernas: el relato de anécdotas más o menos unitaria en la trama y breves en la extensión –referidas de viva voz o por escrito– ha sido practicado desde épocas remotas; pero la autonomía del cuento como género artístico que responde a leyes de configuración propias es uno de los sucesos más recientes en la teoría poética y en la actividad creadora. El cuento surge en un período muy temprano de la cultura, y su trayectoria abarca un desenvolvimiento varias veces milenario. Hace ya cuarenta siglos, en Egipto, quedaron asentados por escritos algunos de los relatos más antiguos que conservamos, como la Historia de Sinué, cuya perfección expositiva es testimonio de una técnica literaria que había alcanzado considerable madurez. En la Biblia, es muy frecuente el empleo de una técnica cuentística, según se pone de manifiesto en el libro de Rut o en el sueño de Nabucodonosor y su interpretación por el profeta Daniel. En las letras griegas y latinas, el asunto mitológico a menudo se presta al relato breve, según lo ilustra la poesía de Ovidio. Con el afianzamiento inicial de las lenguas modernas, el cuento adquiere en la Edad Media una notoria vigencia y se ramifica en muy diversas orientaciones, que abarcan desde la fabliaux de insolente desenfado hasta los exempla de índole didáctica y moralizadora, sin omitir los lais franceses de entonación cortesana; inclusive, suelen constituirse espontáneamente verdaderamente ciclos de relatos, como el Roman de Renart, donde se recogen las andanzas y travesuras del zorro que en la tradición folklórica lleva a cabo toda especie de picardías; finalmente, entre los siglos XIV y XVI aparece una nutrida pléyade de autores que cultivan el género, entre los que cabe destacar a don Juan Manuel en España, Boccaccio en Italia, Chaucer en Inglaterra y Margarita de Navarra en Francia. Con posterioridad al Renacimiento, el cuento jamás cesó de practicarse: del Quijote cervantino al Pickwick de Dickens, aparece intercalado en extensas novelas; reiteradamente se confunde con el ensayo y con el periodismo literario; por influjo de las Mil y una noches que Galland traduce al francés en los comienzos del siglo XVIII, proliferan los relatos de apariencia oriental. Sin embargo, hasta el advenimiento del Romanticismo, el cuento no es concebido o ejercido como una especie narrativa claramente diferenciada; se lo consideraba, en cambio, una forma subsidiaria y bastante menor en la práctica de la ficción. El cambio de actitud –que conduciría a la edad de oro en la historia del cuento– solo se da en las postrimerías del siglo XVIII. Primeramente, los filólogos y narradores alemanes se esfuerzan en revitalizar el relato tradicional y las viejas leyendas germánicas, tarea en la que sobresale el aporte de los hermanos Grimm; más tarde, comienzan a parecer creadores originales de la estatura de Hoffmann; por último, entre 1820 y 1850, la marea cuentística se derrama por toda Europa y alcanza también a los Estados Unidos, con autores de la talla de Nodier, Mérimée, Nerval, Pushkin, Gógol, Hawthorne y Edgar Allan Poe. A partir de entonces, la narración breve moderna queda consolidada como forma literaria de avanzada, cuyo prestigio habría de prolongarse en innumerables creadores, que incluyen nombres tan ilustres como Maupassant, Chéjov, Kafka, Hemingway, Pirandello, Borges, Cortázar y Rulfo.


Una técnica de miniaturista

Antón Chéjov, uno de los más prominente representantes del cuento moderno, instruía a su hermano Alexander acerca de los procedimientos narrativos, en una carta fechada el 10 de mayo de 1886:
“A mi juicio, una descripción auténtica de la naturaleza debe ser muy breve y tiene que poseer especial interés. Es necesario desechar los lugares comunes, tales como ‘el sol poniente que se bañaba en las olas del mar crepuscular derramaba su oro purpurino’, o como ‘las golondrinas que volaban sobre la superficie de las aguas emitían sonidos de regocijo’. En las descripciones de la naturaleza, es necesario adueñarse de los pequeños detalles, para agruparlos de un modo tal que –durante la lectura– uno vea el paisaje evocado, con sólo cerrar los ojos. “Por ejemplo, es posible obtener el efecto pleno de una noche de luna con sólo escribir que en la esclusa un destello brilló en el cuello de una botella rota, y la sombra compacta y oscura de un perro –o de un lobo– emergió y huyó. La naturaleza logra animarse, si uno no es excesivamente melindroso en el empleo de comparaciones entre sus fenómenos y las actividades humanas ordinarias.
“En el ámbito psicológico, el asunto también radica en los detalles. Que Dios nos libre de los lugares comunes. Lo mejor es rehuir la pintura de los estados mentales; debemos tratar de esclarecerlos mediante los actos mismos de los protagonistas. Además, no se necesita retratar muchos personajes; el centro de gravedad debe residir en sólo dos figuras: él y ella.”


2. El cuento tradicional y su conservación escrita

Quizá, la vía de acceso al cuento en su forma primigenia sea la que proporciona el relato folklórico. Tal como la conocemos, esta especie revela un grado considerable de elaboración, alcanzado a través de las innumerables generaciones que han conservado, transmitido y modificado la anécdota, con el transcurso del tiempo. Pero, de todos modos, el relato folklórico conserva las características básicas que debió de poseer el cuento en su estadio más primitivo y remoto: es una creación anónima, popular, tradicional y oral. Por cierto, la invención de tales historias debe haber sido obra de autores individuales, pero esa paternidad ha caído en el olvido a medida que el grupo social las incorporaba en el acervo colectivo y las modificaba sin vacilaciones, perpetuándolas de viva voz a través de generaciones. De tal modo, estas narraciones se han conservado como testimonio de que el hombre, desde tiempo inmemorial, ha poseído una disposición psicológica muy honda y espontánea que lo lleva a referir cuentos, del mismo modo como lo impulsa a estructurar los ritmos del verso, del canto y de la danza. El estudio de esta actividad fabuladora ha suscitado considerable interés en la erudición antropológica y ha permitido una sistematización de las características que posee el género, basada en el cotejo de los incontables relatos que se han ido recogiendo en las más diversas regiones del planeta. Con el auxilio de tales indagaciones, ha sido posible extraer observaciones generales sobre la estructura y el estilo de la narrativa folklórica, enfocando los rasgos distintivos de los personajes, el empleo de elementos mágicos, la presentación del medio social y la naturaleza de los procedimientos artísticos. Finalmente una de las cuestiones que ha suscitado mayor atención es la que se refiere a la clasificación de estos cuentos, de acuerdo con pautas que redujeron la inmensa marea de narraciones a un número de categorías comparativamente limitado que, a su vez, puede subdividirse: historias de animales, relatos maravillosos, temas religiosos, asuntos novelescos, episodios de bandidos y ladrones, referencias al diablo burlado, alusiones a sacerdotes, anécdotas y relatos chistosos, cuentos de embuste, cuentos de fórmulas, cuentos de chasco y aspectos no incluidos en las variedades precedentes. Por supuesto, las categorías señaladas no agotan las peculiaridades del género, y en particular habría que añadir las múltiples observaciones sugeridas por las variantes que ofrece cada tema, como consecuencia de la combinación de elementos.
Desde época remota, se observa una tendencia a fijar por escrito las narraciones tradicionales y, de tal forma, a trasladarlas a un plano letrado en el que logran perpetuarse, si bien con el sacrificio de ciertas cualidades específicas de su anterior naturaleza oral: cesa la capacidad de transformación que poseía el asunto relatado y, por lo general, el autor de la transcripción introduce alteraciones en la anécdota que tienden a realzar su valor artístico, en perjuicio de su autenticidad como testimonio popular y colectivo. Sin embargo, aunque estas circunstancias diminuyen el valor científico de la transcripción, de tal manera se han rescatado importantes piezas que de otro modo se hubieran perdido. Por añadidura, tales reelaboraciones nos permiten comprobar fehacientemente la antigüedad de ciertas historias cuya perduración tradicional también ha llegado hasta el presente por otras vías. Por ejemplo, la conservación de gran número de cuentos egipcios y orientales se debe exclusivamente al registro literario. De manera análoga, podemos comprobar que ciertas fábulas que hemos conocido desde nuestra infancia a través de versiones modernas poseen una antigüedad considerable; un caso típico lo proporciona la anécdota de la lechera, cuyos ensueños acerca de bienes futuros le hacen descuidar su presente cántaro de leche, que al derramarse aniquila todas las ilusiones de riqueza y bienestar; probablemente, este episodio lo leímos por vez primera en las adaptaciones europeas del francés Lafontaine o del español Samaniego, pero en colecciones muy distantes en el espacio y en el tiempo ya es posible hallar relatos muy parecidos: en el Pantchatantra –compilación de la India, realizada probablemente en el siglo VI– encontramos la historia del brahmán que rompe por negligencia la olla de arroz en la que cifra todas sus esperanzas; en las Mil y una noches, está incluido el relato de lo que aconteció al “quinto hermano del barbero”, quien hizo añicos sus mercancías de cristal, en un instante en que lo dominó su excesiva fantasía; y en el Hitopadesa, el mismo asunto es desarrollado en torno de un individuo que destroza un plato de arroz, con cuya venta pensaba enriquecerse.
Las colecciones de relatos tradicionales son muy frecuentes; entre las más célebres que se han conservado, merece citarse el Pantchatantra; una de las más antiguas compilaciones de la que tenemos noticia fue realizada en el siglo II a. J.C. por el griego Arístides, cuyos Cuentos milesios se han perdido (si bien contamos con algún indicio sobre su carácter a través de La matrona de Efeso, cáustica anécdota que Petronio recogió en latín en su Satiricón). Durante la Edad Media, la congregación de cuentos populares fue una de las prácticas más frecuentes en la literatura europea. En verdad, la narración breve, a lo largo de todo ese período, gozó de notable auge, ya fuese a nivel erudito o popular, en latín o en las nacientes lenguas vernáculas. Los hombres de iglesia, por ejemplo, se dedicaron a acumular material con el propósito de utilizarlos en la predicación y a causa de ello reunieron muchos volúmenes con piezas destinadas a ilustrar los sermones; la más difundida de estas obras es la que se tituló Gesta Romanorum, cuyo contenido posee méritos muy desparejos pero cuya importancia resulta indiscutible, tanto por su impacto popular cuando por su influjo literario; las historias que agrupa pretenden ofrecernos sucesos de la antigua Roma, pero su procedencia auténtica es muy variada: hay supervivencias de la mitología griega, narraciones tardías del mundo clásico (como la fábula de Androcles que auxilió a un león herido), desprendimientos del ciclo románico sobre Alejandro Magno y elementos extraídos de fuentes indias, judías y cristianas. También las vidas de santos permitieron la confección de valiosos acopios narrativos, como la Leyenda áurea del dominico Jacobus de Voragine y las celebrada Florecillas que recogen aspectos de la vida de San Francisco de Asís. Otra importante vertiente de las colecciones medievales consiste en la difusión de cuentos orientales, que a menudo penetraron en Europa a través de la España musulmana. Entre estos relatos, cabe citar especialmente los agrupados en Calila e Dimma (compilación que fue traducida al español en el siglo XIII), en el Sendebar (que reúne veintiséis anécdotas humorísticas acerca de engaños y ardides femeninos) y en la Disciplina clericalis (que compuso en latín un médico sefardí nacido hacia 1050, quien adoptó el nombre de Pedro Alfonso al ingresar en el cristianismo). Muchos de los cuentos incluidos en estos libros fueron imitados o adaptados más tarde por ilustres narradores, como don Juan Manuel, Bocaccio y los arciprestes de Hita y Talavera; por su parte, en el Quijote de Cervantes pone en boca de Sancho Panza un relato procedente de Pedro Alfonso: la historia de un rústico que ha comprado dos mil ovejas y que a su regreso debe pasar un río crecido sin más ayuda que la proporcionada por una barquilla en la cual cabes solo dos ovejas por viaje.
Entre los siglos XVI y XVIII, nuevas colecciones de cuentos populares se difunden por Europa. Entre 1550 y 1553, Gianfrancesco Straparola publicó Las noches placenteras, que registra más de setenta anécdotas de tema licencioso o extravagante y de forma descuidada; de ese modo, llevó a cabo un primer intento consciente y sistemático en la búsqueda y compilación de materiales conservados hasta entonces oralmente, que fueron asentados en dialecto italiano meridional. Por su parte, el napolitano Giambattista Basile elaboró el Pentamerón o Cuento de cuentos, aparecido en 1632, a la muerte del autor; aquí se agrupan unas cincuenta historias maravillosas y de hadas de origen folklórico. Más tarde, Charles Perrault da a conocer, en 1697 sus Cuentos de mi madre la oca, en su mayor parte narraciones populares francesas cuya transcripción no es exacta, pues han sido transformadas y reelaboradas con el fin de ennoblecer su estilo, en perjuicio del valor documental y científico. En los años de su vida, Antoine Galland se consagró a traducir al francés las Mil y una noches, que aparecieron por vez primera en una lengua europea entre 1704 y 1717; se trata de una obra cuya estructuración refleja un largo y complejo proceso de síntesis: la arquitectura general procede quizá de la India, de donde pasó a Persia, y finalmente fue adoptada y completada por los árabes; en los sucesivos pasos de este trayecto, el contenido sufrió modificaciones y ampliaciones que culminaron en las ciudades de Bagdad y El Cairo: el conjunto, por consiguiente, presenta materiales dispersos y variados, a los que se fueron sumando aportes independientes, hasta constituir un mosaico muy heterogéneo que difiere en las distintas versiones conocidas; incluye relatos maravillosos, aventuras extrañas y prodigiosas, episodios de amor cortesano, anécdotas de la vida burguesa, fábulas protagonizadas por animales, piezas didácticas de ejemplificación moral, asuntos históricos, disputas eruditas, temas religiosos, elementos picarescos y relaciones épico-románticas; esta diversidad se proyecta, a su vez, en el tono general de la compilación, que fluctúa entre el refinamiento y la sensibilidad, por un lado y el más crudo desenfado, por el otro. La traducción de las Mil y una noches produjo un hondo impacto durante el siglo XVIII y dio lugar a frecuentes imitaciones; por lo demás, a la versión inicial de Galland se sumaron otras adaptaciones, entre las que cabe destacar dos en inglés de Lane y Burton, respectivamente, y una en francés de Mardrus. Entre 1812 y 1822, los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm, destacados filólogos del Romanticismo alemán, publicaron los tres volúmenes de sus Cuentos infantiles y hogareños, que acumulan una de las más ambiciosas y prominentes colecciones de relatos tradicionales germánicos; en sí misma, esta obra es un verdadero monumento literario, pero al mismo tiempo es el punto de partida de los modernos estudios folklóricos, que han convertido la tarea de compilar narraciones populares en una labor científica gobernada por normas estrictas y sistemáticas, por lo general encomendada a investigadores de sólida formación antropológica. De tal modo, la transcripción de estas anécdotas se ha convertido en trabajo erudito más bien que creativo. No obstante, destacados narradores han seguido adaptando o imitando las técnicas del cuento tradicional, según lo ilustran en el curso del siglo XIX el danés Hans Christian Andersen y el norteamericano Joel Chandler Harris (autor de las historias del Tío Remus).

Experiencia y ensueño
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El célebre antropólogo Franz Boas, una de las mayores autoridades en el estudio del cuento folklórico, expone en los siguientes términos el posible origen de las narraciones tradicionales:
“Un examen de los cuentos folklóricos demuestra que por lo general se manejan con sucesos que pueden ocurrir en la sociedad humana, con pasiones, virtudes y vicios propios del hombre. A veces, estos sucesos resultan sumamente plausibles, pero con mayor frecuencia revisten un aspecto fantástico y una índole que no pudo tener origen en la experiencia, sino que debe interpretarse como consecuencia de la relación existente entre la imaginación y el hecho cotidiano. Los productos de la imaginación no constituyen la mera reproducción de experiencias empíricas, aunque se basen en ellas; son el resultado de ensueños que juegan con ellas y que se apropian de su tono emotivo. Nos invade un deseo ardiente, y nuestra imaginación nos permite ver la satisfacción del deseo, por imposible que sea. Un suceso nos produce asombro, y en la imaginación los elementos que suscitaron nuestra sorpresa son exagerados. Nos amenaza un peligro, y su causa asume el aspecto de tener poderes extraordinarios. En todas estas situaciones, la experiencia real puede resultar exagerada o transformada en su opuesto, y de tal modo lo imposible llega a concretarse.”


3. El apogeo del cuento medieval

La caudalosa corriente de narrativa popular que irrumpe en la Edad Media debía engendrar, por necesidad, un proceso de selección y perfeccionamiento del cuento, proceso que adquiere claros perfiles a partir del siglo XIV cuando la tarea anónima y colectiva fue suplantada por la creación deliberadamente artística de escritores individuales, dotados de una formación profesional. Por cierto, la originalidad de estos autores era, todavía, muy diferente de la que habría de caracterizar a la literatura moderna; ninguno de ellos se preocupaba de inventar anécdotas novedosas, como suelen hacer los novelistas de nuestros días; por consiguiente, se limitaban a retomar y reelaborar los temas proporcionados por el nutrido repertorio tradicional y, como alternativa, apelaban a fuentes clásicas, entre las que sobresalió Ovidio. Sin embargo, el hecho de que rehuyeran la innovación anecdótica no significa que carecieran de originalidad, pues el narrador profesional ya no se conformó con relatar su asunto de manera puramente informativa; su intención era enriquecerlo formalmente, modificarlo no en los incidentes sino en el cuidado y elegancia de la presentación; a causa de ello, primaba un criterio eminentemente retórico, consistente en rehacer lo hecho, para sobrepujar en armonía a los modelos adoptados. La culminación del cuento medieval puede seguirse, principalmente, en cuatro países europeos, cada uno de los cuales proporcionó al género una figura de mérito relevante: en España, don Juan Manuel; en Italia, Boccaccio; en Inglaterra, Chaucer; en Francia, Margarita de Navarra. A estos nombres, es lícito agregar, en Alemania, el de Hans Sachs, que compuso cuentos y leyendas en verso durante el siglo XVI.
La precedencia de este fenómeno correspondió a España, acaso por el volumen y la difusión que habían alcanzado las colecciones de cuentos, en gran parte introducidas por los árabes durante su permanencia en territorio ibérico. Tal circunstancia se advierte en los más representativos autores que escriben en la primera mitad del siglo XIV, a la que pertenece –entre otros– el Arcipreste de Hita; pero la figura más destacada en la práctica del cuento es, sin lugar a dudas, don Juan Manuel, nieto de un rey, activo hombre público y excelente prosista, cuyo Libro de Patronio o del Conde Lucanor fue completado en 1335. Esta obra reúne una vasta colección de exempla, especie que don Juan Manuel utiliza con clara orientación prerrenacentista; en lugar de usar el exemplum con intención religiosa –según era la costumbre medieval–, aquí advertimos un manifiesto propósito secular, encaminado a la educación política del hombre de estado: Patronio es el preceptor del conde Lucanor, a quien alecciona mediante anécdotas que conducen a moralejas de valor práctico en la tarea de gobierno y en el comportamiento del cortesano, si bien hay, asimismo, enseñanzas de índole más general. Por lo tanto, la obra se puede encarar desde dos perspectivas diferentes: en primer lugar, como un conjunto de relatos breves; pero también en segunda instancia, como un todo orgánico en el que tales anécdotas están insertas. Esta última circunstancia tiene especial interés porque caracteriza a las distintas colecciones de cuentos que corresponden al período: no se trata de la mera acumulación de materiales sino, a la vez, de justificar mediante una estructura general la coherencia de los elementos incorporados. Y esta estructura general gradualmente suscita mayor atención por parte de los escritores, al punto de que Boccaccio y Chaucer van a elaborar con extremo cuidado las justificaciones en que se apoya la tarea compiladora. En ello, hay una incipiente preocupación realista, que va trasladando el acento del contenido de los cuentos a las circunstancias en que son referidos y a la personalidad concreta y verosímil de los narradores imaginarios.
En Italia, la máxima figura del cuento medieval es Giovanni Boccaccio, quien escribe entre 1348 y 1353 su Decamerón, obra que habría de ejercer decisivo influjo en la narrativa europea, en virtud de que introduce un enfoque mundano y realista, con lo cual ya es posible hablar de una actitud literaria moderna. En conjunto, esta colección está constituida por cien cuentos que diez narradores imaginarios refieren en el término de diez jornadas, a razón de uno por personaje cada día. La estructura general en la que se insertan las historias posee una absoluta actualidad con respecto a los contemporáneos de Boccaccio. A lo largo del siglo XIV, Europa se vio perturbada por la peste negra, flagelo de origen desconocido que asoló las zonas urbanas y atemorizó a los sobrevivientes, que huyeron a la campiña. Esta epidemia constituye un verdadero hito en la historia medieval, pues origina una seria crisis económico-social y acelera la secularización de las costumbres. En el Decamerón, Boccaccio presenta un grupo de hombres y mujeres jóvenes que abandona Florencia, durante el brote de peste ocurrido en 1348; refugiados en una villa cercana a la ciudad, los personajes aguardan por espacio de diez días las condiciones propicias para el regreso, y entretienen su ocio contando cuentos. Las anécdotas referidas son muy dispares, pero tiende a prevalecer el desenfado que en apariencia el difícil trance estimuló. Boccaccio, por lo general, no inventa sus historias, sino que las extrae de fuentes latinas o de repertorios medievales; en principio, se esfuerza por crear una atmósfera de realismo y verosimilitud, centrada en figuras representativas de los diversos sectores sociales de su época y comarca; estos elementos, por añadidura, son elaborados con el auxilio de una prosa muy evolucionada que facilita la agilidad y eficacia expositivas. En definitiva, el Decamerón abrió el camino a toda una serie de cuentistas italianos; entre los primeros discípulos de Boccaccio, se contaron Sacchetti y Sercambi; ya en pleno siglo XVI, se destacó Matteo Bandello, cuyas composiciones van en camino de convertirse en verdaderas novelas, tanto por la extensión cuanto por la complejidad argumental.
En Inglaterra, los más conspicuos representantes del cuento medieval tardío son Geoffrel Chaucer y John Gower. Ambos escriben en verso, pero hay profundas diferencias en actitud en los procedimientos que emplean. En su colección titulada Confessio amantis, Gower adopta una posición tradicional y retoma la narración de exempla; los relatos están enmarcados en la historia de un enamorado, que en su desesperanza invoca a Venus; la diosa le proporciona una guía y preceptor que utiliza las anécdotas –frecuentemente extraídas de Ovidio– para explicar la naturaleza de los siete pecados capitales y la forma de combatirlos. Por contraste, aunque cronológicamente algo anterior, los Cuentos de Cantórbery de Chaucer representan una técnica mucho más adelantada, que se aproxima al virtuosismo de Boccaccio; de tal modo, esta colección –compuesta en las postrimerías del siglo XIV– es una de las obras maestras de su época, especialmente en lo tocante al vínculo necesario que se establece entre los imaginarios narradores congregados y sus respectivas narraciones. Chaucer aspiraba a lograr la mayor variedad posible en el tono y contenido de sus fábulas, pero dentro de un esquema que les confiriese una adecuada y verosímil unidad; para ello, debía atribuir los relatos a personajes suficientemente distintos entre sí, pero que estuviesen transitoriamente ligados por un motivo convincente y natural; en consecuencia, reunió un grupo de figuras características de su tiempo –entre las que se inserta él mismo– y les atribuyó una de las empresas más comunes del medioevo: participar en la peregrinación religiosa a un famoso santuario. Cada peregrino encarna a un sector de la iglesia, de la naciente burguesía, del campesinado o de la tradición caballeresca; en el prólogo general de los Cuentos de Cantórbery, se describe el aspecto exterior y la personalidad íntima de cada viajero, de modo que la caravana nos proporciona un cuadro incomparable de la sociedad inglesa en un momento de crisis, cambio y relajamiento de costumbres. Pero el autor no se conforma con describir a los presuntos narradores, sino que además pretende que los cuentos referidos por cada uno sean ilustrativos del carácter de quien los narra; en consecuencia, aquí ya estamos ingresando en la estrategia de la novela moderna, en la que interesan principalmente los tipos humanos exhibidos con prolijo realismo social, moral y psicológico.

La irrupción de los burgueses

En su admirable prólogo general de los Cuentos de Cantórbery, Chaucer ensaya una vasta pintura de los imaginarios narradores. De tal modo, se despliega ante nuestros ojos un cuadro de la sociedad inglesa en las postrimerías medievales, cuando el creciente secularismo ya había introducido una poderosa cuña en las concepciones cristiano-feudales del pasado inmediato. Cabal testimonio de ello lo proporciona la siguiente descripción de los artesanos que participan en la peregrinación al santuario de Cantórbery, especialmente significativo porque ya pone el acento en las rivalidades profesionales, el espíritu competitivo y la creciente búsqueda de prestigio social:
“Un mercero y un carpintero, un tejedor, un tintorero y un tapicero cabalgaban asimismo en la compañía. Todos llevabas las libreas de sus solemnes e importantes corporaciones. Vestían ropas nuevas y bien adornadas; sus puñales no estaban guarnecidos de bronce, sino de plata labrada y bruñida, y de manera análoga estaba decorados los cinturones y bolsas. Por el aspecto y discreción que mostraban, en verdad parecían dignos de desempeñarse como regidores y de sentarse en los estrados de su concejo municipal. Por lo demás, poseían para ello suficientes bienes y ganancias, en tanto que sus mujeres de buen grado los hubieran visto en tales funciones, porque es muy grato oírse llamar ‘Señora’ y escuchar misa delante de todos y poseer un manto regiamente llevado. Aquellos artesanos contaban, además, con un cocinero, para que les preparase pollos, tuétano y tortas, además de otros platos. Experto era este individuo en distinguir entre cualquier cerveza, la que era propia de Londres; asimismo, sabía asar, tostar y freír, preparar sopa de picadillo y empanadas del horno. Nadie hacía el manjar blanco como él”.

En Francia, el caudal de cuentos populares y anónimos fue vasto y significativo, la aparición de un gran narrador individual cuyo nombre haya perdurado solo se da tardíamente. Se supone –pero con muy serias dudas– que Antoine de la Sale, que vivió en la primera mitad del siglo XV, es el autor de las dos primeras complicaciones orgánicas, donde se reconoce el influjo de Boccaccio: Los quince placeres del matrimonio y Las cien novelas nuevas. Como quiera que sea, para hallar un cuentista comparable a los autores del Decamerón y de los Cuentos de Cantórbery, es necesario avanzar hasta el siglo XVI, en cuya primera mitad Margarita de Navarra escribe su Heptamerón, conjunto de relatos que intercambia un grupo de viajeros aislados por una tormenta. Según explícita confesión de Margarita, los temas elegidos fueron seleccionados exclusivamente entre aquellos que resultaban fuera de toda duda verosímiles y plausibles. Por consiguiente, vuelve a repetirse la creciente preocupación realista, que transforma la presente colección en un valioso testimonio para conocer la vida cortesana del Renacimiento.
En suma, el apogeo narrativo que se observa entre los siglo XIV y XVI presenta tres características principales. En primer lugar, surge el autor individual de nombre conocido, indicio de que el ejercicio de las letras es considerado por sí mismo una tarea honrosa, practicada por ilustres burgueses (Boccaccio), por cortesanos (Chaucer), por aristócratas y estadistas (don Juan Manuel) e inclusive por una reina (Margarita de Navarra). En segunda instancia, se advierte una creciente preocupación realista, orientada a describirnos sin tapujos las costumbres de la época. Por último, hay un señalado interés en justificar las colecciones de cuentos mediante esquemas imaginarios en los que se van insertando las piezas individuales para constituir un todo orgánico, que apunta sin duda hacia la estructura y extensión de la novela. Por este motivo, el perfeccionamiento del cuento no se encamina hacia la exaltación del género mismo, sino que engendra un tipo de narración sumamente intrincada: la novela moderna. A causa de dicho proceso, el cuento –es decir, el relato breve, rápido, cargado de sorpresa– tiende a retroceder; en vez del episodio aislado y circunstancial pero pleno del encanto que surge de un desenlace imprevisto, gana terreno la elaborada presentación de situaciones complejas, enmarcadas en el mundo de todos los días y orientadas hacia el análisis de las factores sociales que modifican la conducta, influyen en los acontecimientos y modelan el temperamento de los personajes; la relación del individuo con un contexto social, aspecto poco atendido por el cuentista, comienza a invadir la narrativa. En cambio, decae el interés por la anécdota intemporal, por el elemento maravilloso. El resultado es, en definitiva, un eclipse del cuento, que hubo de prolongarse hasta el siglo XVIII. Entre tanto, es posible descubrir la inserción de cuentos en las vastas estructuras novelísticas, de acuerdo con la pauta que establece Cervantes en el Quijote, cuando incorpora la historia de Crisóstomo y Marcela, el relato de cautivo y El curioso impertinente. El método cervantino de intercalar piezas breves en novelas extensas tuvo conspicuos imitadores; en Francia, lo emplean Lesage y Scarron; en Inglaterra, lo aprovechan Fielding y Dickens, respectivamente en Tom Jones y Pickwick. Además, durante este período de repliegue, con frecuencia el cuento asoma bajo disfraces imprevistos; un ejemplo típico lo proporciona el periodismo literario londinense, muchos de cuyos ensayos son, en verdad, auténticos ejercicios imaginativos; ello es particularmente notorio en los artículos que Joseph Addison destinó a Sir Roger de Coverley, pintoresca figura de su invención que encarna las cualidades del caballero ilustre y muy vinculado, partícipe activo de los acontecimientos sociales, soltero impenitente y, por sobre todo, modelo del hombre de mundo que en aquellos tiempos era arquetipo de urbanidad y gentileza.

La morfología del cuento
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El investigador ruso Vladimir Propp es, sin duda, uno de los que más han profundizado en la morfología y tipología de los cuentos folklóricos y fantásticos, a la luz de las nuevas técnicas de indagación estructural. Es significativo el párrafo que sigue de su trabajo “Las transformaciones de los cuentos fantásticos”: “Los cuentos fantásticos reconocen treinta y un funciones. No todos los cuentos presentan todas las funciones, pero la ausencia de algunas de ellas no influye en el orden en que aparecen las demás. Su conjunto constituye un sistema, una composición. Advertimos que este sistema es muy estable y está muy difundido. El investigador puede establecer que cuentos diferentes, como el cuento egipcio de los dos hermanos, el cuento del Pájaro de Fuego, el cuento de Morozok (personaje que representa el frío en los cuentos populares rusos), el cuento del pescador y el pez, así como cierto número de mitos, autorizan un estudio común. El análisis de los detalles confirma esta suposición. Un motivo como ‘Baba Yaga (personaje fantástico de los cuentos rusos) da un caballo a Iván’ comprende cuatro elementos, de los cuales uno representa una función, en tanto los tres restantes tienen un carácter estático. El número total de elementos, de parte constitutivas del cuento, es de aproximadamente ciento cincuenta. Puede darse un nombre a cada uno de estos elementos, de acuerdo con su papel en el desarrollo de la acción. Así, en el ejemplo citado, Baba Yaga es el personajes bienhechor, la palabra ‘da’ representa el momento de equipamiento, Iván es el personaje que recibe el objeto mágico. (…) Son estas partes constitutivas las que mejor se prestan a una comparación. En zoología, esto correspondería a una comparación de vértebras con vértebras, de dientes con dientes, etc. Al mismo tiempo, las formaciones orgánicas y el cuento presentan una gran diferencia que facilita nuestra tarea. Mientras que en aquéllas el cambio de una parte o de un rasgo implica el cambio de otro rasgo, en el cuento cada parte puede cambiar independientemente de las demás.”


4. El advenimiento del cuento moderno

La renovación del cuento se inicia en el curso del siglo XVIII. El primer estímulo proviene del impacto producido por la traducción de las Mil y una noches. Pero el mayor factor desencadenante fue, en vísperas del Romanticismo, la acción que emprendieron los filólogos y narradores alemanes, en su afán de revitalizar el cuento popular. Tal empresa comenzó a cobrar ímpetu hacia 1770, en el curso de las investigaciones realizadas para desentrañar las raíces culturales de la nación germana, como base para una reunificación espiritual del país, todavía desmembrado en pequeños estados casi feudales. El iniciador de esta labor explorativa del caudal poético tradicional fue Johann Gottfried Herder, el célebre filósofo dieciochesco que prácticamente redescubrió el cuento de hadas folklórico –llamado en alemán Volksmärchen– cuya acción se desarrolla en un mundo maravilloso y sobrenatural y cuya conservación se había prolongado por espacio de siglos en forma oral. En cierta ocasión, Herder escribió que “las leyendas, los cuentos y la mitología son, de algún modo, los vestigios de las creencias populares, de la intuición sensible, de las energías e instintos del pueblo”. En consecuencia, si para comprender la unidad de un país es necesario desentrañar los elementos compartidos por sus habitantes, se torna indispensable recoger y estudiar los materiales de la tradición narrativa, a fin de perseguir en el curso de tal investigación los datos que ponen de manifiesto la existencia de una acendrada vertiente imaginativa, hondamente arraigada. De conformidad con esta hipótesis, comenzaron a surgir las colecciones de cuentos alemanes; una de las figuras iniciales en la paciente labor compiladora fue Johann Karl August Musäus, profesor de Weimar que a partir de 1780 fue publicando sucesivas colecciones de Cuentos maravillosos del pueblo alemán; pero los más recordados en esta empresa son los hermanos Grimm, con sus deliciosas historias infantiles. Desde el principio la compilación estuvo estrechamente ligada a la creación o reelaboración de anécdotas, de modo que muy pronto el relato “popular” engendró un relato estrictamente literario o “artístico” –denominado, en consecuencia, Kunstmärchen– que fue practicado por notables autores, Ludwig Tieck, Clemens Brentano, Friedrich de la Motte-Fouqué, Wilhelm Hauff. Especial mención corresponde en los casos de Adelbert von Chamisso y de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann; el primero de estos escritores es recordado por su notable Peter Schlemihl, de 1814; el segundo, en cambio, es quizá el máximo representante de esta orientación narrativa y, a partir del cuento maravilloso, fue elaborando las pautas del moderno cuento de fantasía y horror; los relatos de Hoffmann, aparecidos en las postrimerías de su vida que se extingue en 1822, produjeron un hondo impacto en toda Europa y ejercieron considerable influjo en el norteamericano Edgar Allan Poe, quien habría de establecer hacia 1840 la definitiva emancipación del cuento como género poético. Nace así el cuento fantástico cuyo encanto radica en el estremecimiento suscitado por hechos sobrenaturales, magias y taumaturgias que tienen lugar en nuestro mundo cotidiano; de tal modo, el espanto –que nos repele como experiencia real– alcanza una excepcional seducción imaginaria, como un lugar placentero, como “una especie de apuesta con lo invisible”, al decir de Roger Caillois.
Un rápido balance del proceso surgido a partir del momento en que el cuento tradicional es renovado en las letras alemanas nos ofrece un vasto cuadro en el que se advierten significativos cambios, como si el cuento hubiese proveído las necesidades de un gusto nuevo, en el que confluyen el interés por el elemento sorpresa y fantasía que se espera de la narración breve y cierto grado de clima realista que parece indispensable para acrecentar el asombro y placer del lector moderno. Como consecuencia de ello, el cuento asume un papel protagónico en la literatura moderna, hecho que ya resulta manifiesto en las predilecciones de los autores románticos. En un sentido muy amplio y general, cabe afirmar que el cuento asume un papel dominante en las letras europeas desde 1820 y alcanza un eco considerable en las primeras contribuciones del continente americano a la literatura. En Francia, el cuento logra una pronta difusión a partir de Charles Nodier, en quien asoma un robusto influjo germánico que se traduce en anécdotas donde prevalece una sugestiva complacencia por lo misterioso, lo fantástico, lo macabro; entre ellos se destaca Trilby, supuesta historia escocesa acerca de un duende que se ha enamorado de la mujer de un pescador. Entre los contemporáneos de Nodier, son numerosos los autores franceses que ensayan el empleo del cuento: Balzac, Musset, Merimée, Nerval y, más tarde, Flaubert y Maupassant. En Rusia, hallamos los nombres prominentes de Pushkin y Gógol; el primero es un narrador típicamente romántico, cuyo logro más notable quizá haya sido La dama de pique, donde prevalece un clima alucinado, lindero con lo sobrenatural y lo onírico; a su vez, Gógol señala la superación de la Fantasía romántica y el afianzamiento de un realismo poético que halla expresión plena en El capote; por lo demás, Gógol ejerce un notable ascendiente en el ulterior desarrollo del relato breve: en Rusia, sus procedimientos anuncian las técnicas de Turguéniev y de Chéjov; en otros países, su impacto se percibe en el irlandés James Joyce y en el norteamericano Sherwood Anderson. También España proporcionó al Romanticismo tardío una figura de cierto interés; se trata de Gustavo Adolfo Bécquer, cuyas Leyendas revelan una imaginación exuberante y una notoria vinculación con la fantasía germánica. En Inglaterra, el cuento moderno tiene una aparición más bien tardía, pero son incontables y extraordinarios sus cultores desde las postrimerías del siglo XIX: R. L. Stevenson, Rudyard Kipling, Joseph Conrad, H. G. Wells, Katherine Mansfield, Saki (seudónimo de H. H. Munro), Liam O’Flaherty, Elizabeth Bowen, W. W. Jacobs, T. F. Powys, A. E. Coppard, D. H. Lawrence, W. Somerset Maugham, H. E. Bates, William Sansom y, ya en nuestros días, Alan Sillitoe. En Italia, corresponde mencionar al realista Giovanni Verga, en las postrimerías de la centuria pasada, y a Luigi Pirandello, con su visión fluida y calidoscópica de la personalidad en nuestro siglo. Una de las figuras más notables de la narrativa actual europea ha sido Franz Kafka, escritor checo de lengua alemana cuya imagen de la realidad contemporánea se halla íntimamente vinculada a un clima de desasosiego y desintegración, según lo ilustra admirablemente La madriguera, uno de los últimos relatos que compuso antes de morir en 1924, al filo de los cuarenta y un año.
Donde el cuento surge y se desarrolla con peculiar vigor es en los Estados Unidos. Ya en la primera mitad del siglo XIX, ese país cuenta con tres figuras de considerable prominencia: Washington Irving, Nathaniel Hawthorne y Edgar Allan Poe. El primero de ellos, influido por los hallazgos de la narrativa europea que estaba descubriendo el cuento folklórico, elabora Rip Van Winkle –su pieza más memorable– una fantástica historia acerca de un durmiente que se despierta al cabo de un sueño centenario.
Por su parte, Nathaniel Hawthorne inició la publicación de sus cuentos hacia 1830; en el ejercicio del género, cultivó variados procedimientos con especial predilección por el relato alegórico o la historia con moraleja; pero en el conjunto de su obra, quizá la obra maestra es Wakefield, cuya anécdota está centrada en un hombre que abandona su familia para observar la existencia que llevan sus allegados cuando lo creen definitivamente desaparecido; la trama ya prefigura ciertas invenciones de Melville y de Kafka, pues sin elementos sobrenaturales o fantásticos logra presentarnos un estudio psicológico de notable patetismo e intensidad, que despierta en el lector una sensación de inquietud y extrañeza.
La producción de Hawthorne interesó sobremanera a Edgar Allan Poe, quien no solo fue un extraordinario cuentista sino que además tuvo plena conciencia de la importancia que estaba adquiriendo la nueva narrativa. El autor de La caída de la casa Usher, Berenice, El crimen de la calle Morgue, El pozo y el péndulo, y muchas otras piezas de relevante mérito, elaboró, por añadidura, una teoría del cuento que constituyó un aporte fundamental para el reconocimiento de la importancia que esta especie poética ha alcanzado en los últimos ciento cincuenta años. La contribución de Poe afirmó el prestigio del relato breve, que rápidamente se consolidó en la literatura norteamericana, instaurando una tradición cuya continuidad se ha prolongando hasta nuestros días, a lo largo de una extensa nómina de creadores ilustres: Ambrose Bierce, Herman Melville, Stephen Crane, Francis Bret Harte, Mark Twain, O. Henry, Sherwood Anderson, Ring Lardner, Ernest Hemingway, William Faulkner, Erskine Caldwell, Katherine Anne Porter, William Saroyan, Carson Mac Cullers, Truman Capote, James Purdy.
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Edgar Allan Poe expone su doctrina
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En mayo de 1842, al reseñar un reciente volumen de narraciones que había publicado Hawthorne, Poe trazó brevemente la doctrina sobre la extensión temporal y el efecto que –a su juicio– debe poseer el cuento. De tal modo, proporcionó una de las formaciones teóricas más importantes; también, más controvertidas:
“Si se nos pidiera que escogiésemos el tipo de composición que, después de la poesía, es el más apto para satisfacer las exigencias de la genialidad descollante –que ha de ofrecerle el más ventajoso ámbito de ejercitación–, sin titubeos hablaríamos del cuento en prosa, tal como lo ejemplifica Nathaniel Hawthorne. Nos referimos a la narración breve en prosa, cuya lectura requiere de media hora a una o dos horas. La novela ordinaria es objetable a causa de su extensión: puesto que no se la puede leer de un tirón, se priva a sí misma del inmenso poder que radica en la totalidad. Las preocupaciones cotidianas que interfieren en las pausas de la lectura modifican, anulan o neutralizan en medida mayor o menor las impresiones suscitadas por la obra. Pero inclusive sería suficiente, por sí sola, para destruir la auténtica unidad. En el relato, en cambio, el autor cuenta con los medios para lograr plenamente sus propósitos, sean los que fueren. Durante la hora de lectura, el ánimo del lector está bajo el dominio del escritor. No hay perturbaciones externas o extrínsecas, derivadas de la fatiga o de las interrupciones. “Un creador literario hábil ha elaborado un cuento. Si es prudente, no ha adecuado sus pensamientos para someterlos a los incidentes sino que, una vez concebido con cuidadosa deliberación cierto efecto único y singular, inventa aquellos incidentes, combina aquellos sucesos que mejor permitan imponer ese efecto preconcebido. Si la misma frase inicial no contribuye a alcanzar ese efecto, entonces ha fracasado desde el comienzo. Y por tal vía y con tal cuidado y habilidad, a la larga se esboza un cuadro que en la mente de quien contempla con afín discernimiento una impresión de complacencia plena.

Compartido por las letras de los Estados Unidos y de Inglaterra, Henry james requiere una mención destacada en la historia del cuento, tanto por el volumen y variedad de su producción cuanto por su singular talento para la invención de anécdotas plenas de tenuidad y sorpresa, como Los amigos de los amigos o La vida privada. En Hispanoamérica, la influencia romántica se pone de manifiesto con la incorporación del relato costumbrista, habitualmente ejemplificado por El matadero del argentino Esteban Echeverría; con posterioridad, el cuento no cesó de cultivarse, incorporando figuras de considerable relieve, como Horacio Quiroga y Roberto J. Payró; al presente, cabe citar a Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar y Juan Rulfo, entre muchos otros.











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5. Significación literaria del cuento moderno

A partir del Romanticismo, el relato breve no ha cesado de acrecentar su proyección en el desenvolviendo de la narrativa; inclusive, es lícito afirmar que se va encaminando hacia una ventajosa competencia con la novela. Ello señala un cambio profundo en el gusto del público y tal vez, por añadidura, el advenimiento de una nueva mentalidad. En otras épocas, el cuento ya tuvo períodos de auge; pero su reciente prestigio no se funda en la reimplantación de las viejas formas, sino en la configuración de una especie poética que responde a una concepción de la realidad poco menos que insólita. En el pasado, el cuento no era más que una variedad del ámbito narrativo, beneficiada con una suerte mayor o menor; en cambio, en el último siglo y medio se ha ido convirtiendo en un mundo autónomo, con leyes propias, con objetivos insustituibles. En particular, por obra de las doctrinas que formula Edgar Allan Poe, resulta evidente que hemos asistido al nacimiento de un género enteramente novedoso, cuyo aporte entraña un cambio de naturaleza, más bien una variación de grado. Para comprender los alcances de este fenómeno, conviene ensayar una comparación entre el cuento moderno, por un lado, y las modalidades del relato breve tradicional y de la novela clásica, por otro. Por lo general, en la narrativa prevalecía una presentación lineal fáctica, aun en los casos en que se incluían elementos fantásticos, oníricos o simbólicos; en las anécdotas folklóricas y en las numerosas colecciones medievales ya está presente la tendencia a referir hechos concretos y claramente definidos, propensión que se torna casi obsesiva en los novelistas clásicos, ansiosos por trasmitirnos a través del lenguaje la solidez de sus personajes y del mundo que los circunda, con exactas referencias sobre la existencia individual o familiar, sobre los esquemas sociales, morales o económicos. La importancia de los hechos se vuelve todopoderosa; el mundo es un sistema sólido, ordenado, inequívoco; el relato debe ser ante todo informativo y las emociones tienen que originarse en los sucesos concretos cabalmente narrados. En manifiesto contraste, el cuento moderno tiende a rechazar el carácter lineal y fáctico de los procedimientos anteriores; su significado es complejo, escurridizo, no radica en los acontecimientos explicitados sino que suele excederlos; por añadidura, el desenlace generalmente introduce un elemento de sorpresa, que el curso de la acción no hacía prever; como consecuencia de ello, nos vemos proyectados hacia una atmósfera fluida, evanescente, por más sólidas que sean las apariencias; si en algún momentos debemos sentirnos conmovidos, el impacto preferentemente surge de algo que no está expresado, que circunda la literalidad, que permanece flotando en las palabras, que no se halla fijado en la descripción misma de los sucesos. En síntesis, el cuento moderno aspira a crear un clima, en lugar de limitarse a referir uno o varios episodios; esto se advierte en la producción de los narradores más dispares: no solo Henry James –que es un maestro del sobreentendido– sino también en Maupassant, cuando la urdimbre de su admirable Miss Harriet se elabora en torno de meras interpretaciones subjetivas, de fugaces visiones de soslayo; a su vez, Hemingway en Los asesinos construye una situación cuya intensidad radica exclusivamente en las implicaciones del relato; Chéjov por antonomasia, toma anécdotas casi intrascendentes –una tarde estival de vacaciones en que no ocurre nada, una noche de invierno en que las historias de fantasmas relatadas empiezan a posesionarse de los narradores–, y a partir de estos cortes en la vida cotidiana nos sugiere una visión del hombre y de su destino. Por así decirlo, se trata de un aparente verismo que nos conduce, sin que lo advirtamos, a un efecto impresionista colmado de sentido: lo importante no es lo sucedido, sino el gusto –unas veces agridulce, en otras ocasiones amargo y hasta desolador– que nos queda después de completada la lectura.
De cuanto hemos señalado, se desprende que el cuento moderno exige al escritor una especial sutileza expositiva, a fin de sugerir lo que escapa a la expresión directa y brutal. Pero asimismo exige un mayor refinamiento en la sensibilidad del lector. Esto no significa que exista una diferencia de calidad a favor del público actual y en perjuicio del auditorio pretérito, ya que el distingo se origina no tanto en un perfeccionamiento cuanto en un cambio de actitud: es razonable sospechar que por debajo de la profunda alteración sufrida por el arte narrativo en los últimos ciento cincuenta años hay una transformación de la mentalidad, la disolución y acaso el reemplazo de todo un sistema, de una concepción íntegra de la realidad. Si algo caracterizó a la novela clásica que escribían Jane Austen, Balzac e inclusive Dickens ello fue un enfoque basado en una noción empírico-racionalista del mundo y en una afirmación de la individualidad. De estos dos criterios, el primero conducía a un ordenamiento de la experiencia que presentaba una imagen estructurada y orgánica del ámbito secular en que el hombre se halla inserto; en suma, consolidaba las creencias en la solidez de nuestra relación con el mundo. A su vez, la exaltación de la individualidad propiciaba una imagen competitiva de la existencia, en la cual se medía la trayectoria del personaje novelesco en función de su realización mundana o de su frustración, según las normas vigentes en la sociedad: una novela tenía final feliz si el protagonista lograba una afirmación de sí mismo por la vía del amor, la fortuna y el prestigio; en caso contrario, el desenlace era desdichado. El cuento moderno –y casi toda la narrativa actual– ha renunciado a esta formulación. La solidez del mundo y la exaltación del individuo parecen haber sufrido un repliegue; no se trata de que la literatura de ficción ataque estos conceptos, simplemente los omite, los ignora. En su reemplazo, la imagen de la realidad se ha trasladado de la anterior “solidez del mundo” a una especie de “clima mental”, absolutamente fluido y con frecuencia subjetivo. Esto es lo que nos proporciona el cuento moderno: en lugar de hechos significativos por sí solos, una atmósfera en la que los acontecimientos pueden parecer ínfimos pero se cargan de sentido por la circunstancia de vincularse entre sí hasta formar una trama muy tenue, una suerte de telaraña que constituye la realidad y el destino; esta trama resulta casi insubstancial, pero es el más sólido fundamento que puede apreciarse en los acontecimientos, en los objetos, en la vida humana misma. Coincidentemente, se ha esfumado el individualismo novelístico y los protagonistas de los cuentos han tendido a convertirse en arquetipos; de Poe a Kafka, se advierte un creciente avance de personajes que encarnan situaciones características más bien que destinos individuales.
De acuerdo con el proceso expuesto, en el desenvolvimiento del cuento moderno –como género literario original y autónomo– se puede señalar tres etapas principales: primero, un entronque con el pasado, con la tradición –especialmente medieval– del relato folklórico, cuyas proyecciones suscitan el interés de filólogos y narradores alemanes, al filo de 1800; luego, la estructuración gradual de una nueva forma cuentística, destinada a captar una realidad evanescente y a darle una apariencia de solidez, según el propósito que inspiró a Poe en la teoría y en la práctica y que lo llevó a una perspectiva estricta del relato breve; y por último, una ruptura de excesivo formalismo, a fin de registrar en la narrativa episodios aún más escurridizos, mucho más cotidianos y decididamente elementales, según procedimientos que en especial ensayan Chéjov y sus continuadores.

El cuento y el relato
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En la ruta del ruso Propp y de los investigadores del formalismo y de la escuela estructural, el crítico francés Roland Barthes propone el trazado de líneas fundamentales para el estudio de la estructura del relato, en su artículo de 1966 “Introducción al análisis estructural de los relatos”: “¿Dónde buscar, pues, la estructura del relato? En los relatos, sin duda. ¿En todos los relatos? Muchos comentaristas, que admiten la idea de una estructura narrativa, no pueden resignarse, sin embargo, a desprender el análisis literario del modelo de las ciencias experimentales, y solicitan, intrépidamente, que se aplique a la narración un método puramente inductivo y que se comience por estudiar todos los relatos de un género, de una época, de una sociedad, para pasar, en seguida, a bosquejar un modelo general. Este modo de sentido común es utópico. La propia lingüística, que sólo abarca unas tres mil lenguas, nunca podría aplicarlo; sensatamente, ha optado por hacerse deductiva y sólo a partir de ese momento ha quedado verdaderamente constituida y ha progresado a pasos de gigante, llegando incluso a prever hechos que todavía no habían sido descubiertos. ¿Qué decir entonces del análisis narrativo, basado en millones de relatos? Por fuerza, este análisis está condenado a un procedimiento deductivo, por el cual queda obligado a concebir ante todo un modelo de descripción hipotético (lo que los lingüistas norteamericanos llaman ‘teoría’) y de descender, en seguida, poco a poco, desde este modelo hacia las especies que, a la vez, participan de él y le escapan. Solamente al nivel de estas participaciones y de estos apartamientos el análisis reencontrará, provisto ahora de un instrumento único de descripción, la pluralidad de los relatos, su diversidad histórica, geográfica, cultural.”
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El cuento de los orígenes a la actualidad, Capítulo Universal Nº 3, la historia de la literatura mundial, por el Prof. Jaime Rest, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968.

2 comentarios:

  1. Soy un profesor de literatura en un instituto de un pueblo próximo a Valencia, en España. He llegado a tu blog en medio de una búsqueda tras las huellas de Bécquer y de Vadimir Propp, y sólo quería felicitarte por la excelente síntesis que has escrito. Mi enhorabuena.
    Ricardo Signes

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  2. Por favor, ¿puedes decirme quiénes son esos dos tipos que no tenemos que leer? Es que no reconozco las fotografías. Gracias.

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