La universalidad del escritor
Por
Miguel Delibes
Como
condicionantes de la fórmula novelesca a adoptar, los personajes delatan ya su
importancia dentro de la novela. Pero los personajes, unos personajes vivos,
pueden conseguir que un tema aparentemente baladí se haga trascendente, y
verosímil la más descabellada de las peripecias. Desde este punto de vista, la misión del novelista consiste en
descifrar al hombre y, consecuentemente, su sitio debe estar cerca del hombre.
Únicamente viviendo a su lado podrá un día desentrañarlo. Pero esta misión es
cada día más difícil ya que nuestra época, en virtud del cine y del turismo
masivo, de la rápida difusión de modos y modas, propende al mimetismo, a la
uniformidad. Nada digamos de la urbanidad, que con frecuencia recata no poco la
hipocresía, de tal forma que muchos rasgos distintivos, caracterizadores, se
desvanecen hoy con la convivencia y los convencionalismos sociales. Pero, pese
a todos los obstáculos, el novelista ha venido al mundo para eso, para descubrir
lo que hay de cierto y de postizo en el hombre, para darnos su auténtica
dimensión.
Este
ocultamiento progresivo del hombre se acentúa a medida que asciende en la
escala social y se agrupa en mayores concentraciones urbanas. De ahí mi
inclinación a novelar las gentes sencillas de las pequeñas ciudades o los
medios rurales. Esta tendencia mía ha sido, sin embargo, mal interpretada por
algunos que entienden que, como novelista, me perjudica vivir en provincias.
Ante esta afirmación no puedo ocultar mi estupor. ¿Quieren decir estos señores
que es malo que mis novelas discurran de ordinario en el campo o en pequeñas
capitales? ¿O quieren decir que la trascendencia de un libro es menor por ser
sus protagonistas gentes sencillas o pequeños burgueses pero nunca gentes de
esas que han dado en llamarse gran mundo? ¿Creen de verdad estos señores que un
novelista será mejor viviendo en Madrid que en Sevilla, y mejor aun si fija su
residencia en París o Nueva York?
Este
hilo nos lleva sin quererlo al debatido tema de la universalidad del escritor
o, quizá sería mejor decir, al de la universalidad de su obra. En multitud de
ocasiones he dicho que para escribir un buen libro no considero imprescindible
conocer París ni haber leído el Quijote,
entre otras razones porque Cervantes escribió el Quijote antes de haberlo leído. Captar la esencia del hombre y apresarla entre las páginas de un libro
es la misión del novelista. Una buena novela no es sino eso, y el libro será
tanto mejor cuanto más sincera y profundamente se haga. Situar físicamente
a ese hombre no deja de parecerme una cuestión accesoria a condición de que su
pintura sea diestra y el fondo del retablo marche acorde con la figura central,
es decir, se tengan muy en cuenta las proporciones. De este modo, resulta indiferente
que nuestro personaje se mueva en una gran urbe, una capital de provincias o un
minúsculo pueblecito. Por otro lado, el hecho de vivir en Buenos Aires, Londres
o Nueva York, el novelista, no le quita ni le añade nada como tal novelista. La
experiencia no la da la densidad demográfica del lugar de residencia sino el
vivir con los ojos abiertos. En lo que personalmente me concierne, puedo
afirmar que mi leve conocimiento de América no lo adquirí en Santiago de Chile,
ni en Río de Janeiro, ni siquiera en Nueva York, sino en las pequeñas ciudades
y en el campo. El clima cosmopolita de Buenos Aires, Río o Nueva York en poco
se diferencia del de Madrid, Berlín o Roma. Diría más, en estos ambientes el
instinto de observación del novelista topa con una cortina impenetrable, el
bosque no le deja ver los árboles. Unos hombres asumen los modales y las
reacciones de otros hombres y, a la postre, todos vienen a parecer lo mismo.
Se
parte, entiendo yo, de una errónea interpretación del concepto “universalidad”.
La universalidad de una novela no la
impone un enfoque ambicioso ni el hecho de barajar en ella encumbrados
personajes. La universalidad, a mi juicio, deriva de la agudeza y penetración
con que se observa un pedazo de mundo, por pequeño que éste sea, y, a través de
su interpretación y de un juego bien calculado de reflejos y resonancias, se
ofrece una visión del mundo todo, de la vida toda. Pongamos, como ejemplo
explícito, el de una novela de guerra. El afán de embotellar en quinientas
páginas la guerra entera, todas sus incidencias, no hará el libro más universal
que si a través de la pequeña guerra, de la insignificante guerra, de la
anónima guerra, de un soldado raso acertamos a dar una visión dramática y viva
de la guerra toda. La universalidad no derivará, pues, del número de escenarios
bélicos que abarquemos, sino de la pintura de ese soldado raso y de su
limitada, íntima tragedia.
Escribiendo
de y en un pueblecito minúsculo se puede ser un escritor universal. La universalidad no estriba en dibujar
tipos comunes o estrafalarios, sino en ahondar en el hombre y acertar con su
última diferencia. Alumbrar el pedazo de mundo que le ha caído en suerte es la
más excelsa tarea del novelista. Por eso yo no concedo al hecho de estar
viajando sino una importancia relativa. Los viajes pueden aprovecharse en dos
sentidos: Para ampliar nuestro mundo novelesco con otros seres y otros
ambientes o para comprobar lo que hay de diferente, de característico, en el
pequeño mundo donde habitualmente residimos. Aunque parezca paradójico, las
posibilidades de universalidad son mayores a través de este segundo camino que
a través del primero. Volviendo a mi personal experiencia, recuerdo que a mi
regreso de Sudamérica tras una estancia de varios meses, un entrevistador me
preguntó por mi impresión de aquel continente. Yo le respondí que sería una
audacia de mi parte tratar de interpretar América tras una visita tan fugaz. El
periodista me preguntó, sorprendido: “Su viaje, entonces, ¿no le ha servido de
nada?”. Y yo le respondí: “Este viaje me ha servido para descubrir Castilla”.
Y, en efecto, Castilla, la
Castilla de mis libros, sólo he acertado a verla tal como es
después de recorrer Europa, África y todo el continente americano. Y aun
añadiría algo más: Cada salida mía al extranjero me ayuda a percibir un nuevo
matiz de Castilla, matiz que hasta ese momento me había pasado inadvertido.
Admitido, pues, que la
universalidad de una obra pueda venir impuesta por los problemas de interés
general que en ella se planteen, pero el camino más puro, por más difícil, para lograrla es a través de
un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado. Don Quijote, por ejemplo, no puede ser inglés. Es su españolismo
esencial, su personalidad única dentro de su profunda humanidad, lo que imprime
al personaje una dimensión universal. En una palabra, cualquier escritor podrá
ser bueno o malo, y la resonancia de su obra limitada o universal, pero a buen
seguro la ciudad donde ha nacido y vive no tendrá la culpa de ninguna de las
dos cosas.
Tampoco
comparto la opinión, expuesta hace ya muchos años en la fenecida revista Cuadernos, antes del “boom”
hispanoamericano, del gran escritor Antonio de Undurraga. En un ensayo,
formalmente excelente, titulado “Crisis en la novela latinoamericana”,
Undurraga decía, con evidente inoportunidad, que “la novela no es planta
literaria apta para aclimatarse en Latinoamérica” porque “no hay allí ninguna
aptitud sacerdotal para lo bello y lo fino”. “Por otra parte –añadía– atribuir
sentido novelesco a todo lo que pasa en América nos parece un despropósito pues
suceden demasiadas cosas insignificantes que se repiten de un país a otro, de
una provincia a otra.”
A
través de estas palabras podemos deducir que para Undurraga la originalidad
debe radicar en el tema, en la trascendencia del tema y en su singularidad (lo
repetido no vale). Yo entiendo, por el contrario, que, ante la imposibilidad de abordar temas inéditos, la singularidad, la
eficacia y la universalidad de un novelista dependen de su capacidad para
arrancar fulgores nuevos de temas viejos, de su talento para proyectar éstos
desde un ángulo desusado y a exponerlos conforme a las reglas de una estética
personal. Así, la rutina, la promiscuidad, la crueldad, la amoralidad que
prevalecen en un centro militar peruano, que tan expresivamente describe Vargas
Llosa en su novela La ciudad y los
perros, son las mismas que reinan en tantos establecimientos semejantes de
otros tantos países latinoamericanos y europeos (es decir, el tema repetido) y,
sin embargo, Mario Vargas Llosa, acierta a pintar este clima bajo una luz
nueva, mediante unos recursos desacostumbrados y alcanza, de esta forma, una
diana literaria excepcional, lo que me lleva al convencimiento de que el arte
narrativo reside, antes que en la originalidad del tema y su importancia, en el
don de ahondar en la trascendencia de lo aparentemente trivial sirviéndonos
para ello de unos personajes humanos consistentes.
Clarín, Cultura
y Nación, jueves 19 de febrero de 1981