23 de marzo de 2013

Aquel peronismo de juguete


Por Osvaldo Soriano

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajo. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.


Osvaldo Soriano, de Cuentos de los años felices


21 de marzo de 2013

De Cortázar a Perec en palíndromos


Por Juan-Jacobo Bajarlía

En una leyenda consignada por John Batharly en el Infolio 7 (Warren, 1971), se dice literalmente que Iavé, en el instante de infundir vida  en esa arcilla que se llamó Adán, pronunció una palabra cargada de magia: Aemeth, que significaba verdad.
Posteriormente Eleazar de Works concibió, en el año 1000, una fórmula para utilizar esta palabra en la creación de seres artificiales. Así fabricó al primer Golem, en cuya frente escribió la palabra Aemeth para infundirle movimiento y habla. Pero un día, temiendo la rebeldía del Golem, borró las dos primera letras de la inscripción, y dejó el resto de la palabra: meth, es decir, muerte. Así murió el Golem.
Sin embargo, antes de que esto sucediera, el Golem le propuso agregar a la palabra Aemeth otra más para formar una frase que significara: regreso de la muerte para conocer la verdad.
Convencido, Eleazar de Works redactó la fórmula. Eran tres palabras que coincidían silábicamente. Podían leerse con idéntico significado de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Pero el creador del Golem, aterrorizado por las consecuencias que pudiera desatar la inscripción en la frente de su criatura, quemó la fórmula arrojándola al fuego. Fue el primer palíndromo de la historia que el pudor de un sabio nos impidió conocer.

La fascinación del juego

A partir de ese intento sólo sabemos que León VI, emperador de Bizancio, inspirándose en los ángeles, concretó 27 palíndromos.
Juan Filloy, acosado por Pitágoras, retomó el desafío y alcanzó la cifra fabulosa de 6.000.
Edmund Carter, a su vez, en The Dark Man of the Palindromes (London Press, 1969), nos habla de un hombre prodigioso capaz de improvisar un palíndromo con solo dos palabras pronunciadas por el desafiante.
Daniel Samoilovich, por su parte, nos informa que Georges Perec creó un palíndromo de 5.000 palabra en Oulipo, la littérature potentielle (Gallimard, 1973).
Pero el juego, como decía Eléctides de Agrigento en el siglo III a. de J.C., según surge de la Calimeraquia (fr. 19), es una instancia que lleva hacia el olvido y exige una exaltación prodigiosa para transfigurar el ser.
Es posible que éste haya sido el pensamiento de Julio Cortázar al describir el insomnio de Alina Reyes en su cuento Lejana. Para poder dormir la protagonista recurre a esta ingeniosidad. Lucubra vocales y consonantes e intenta, por fin, los enigmas reversibles. Algunos son de Filloy: salta Lenín el atlas; amigo, no gima; átale, demoníaco Caín, o me delata.

Un nuevo creador

Se llama Carlos Nafarrete y es médico. Fue el creador del Factor A G y de la Vacuna. Y algo más que los futbolistas piden a gritos cuando son víctimas de un encontronazo en las canchas: el Algispray. Es un porteño de Colegiales, nacido en una fecha esotérica: el 7 del VII de 1917. Y además séptimo hijo, por añadidura.
Estuvimos hablando en un bar de la Diagonal Norte: médico y problemista de ajedrez, con varios premios internacionales. Y también admirador de Juan Filloy. No creó tantos palíndromos como el novelista cordobés. Pero ensayó todas las variantes. He aquí algunos sobre temas de historia y mitología:
A Bruto la turba bruta lo turba.
¿O dioses o ídolos? ¡Sólo Dios es oído!
¿Amor, honor a Nerón?... ¡Oh, Roma!
Ama mal Edipo: pide la mamá.
Icono con sagradas adargas no conocí.
Con humor:
Ser o no ser… Acá va la vaca: res o no res.
Oí dar alaridos. ¿Lo dirá la radio?
Nota épica: ¡Nací peatón!
Aída da cama… y ama cada día.
Satíricos:
¡Ay! Oí no me desea ese demonio ya.
Zapato… bota…, ¿paz?
No, Elsa iba sola, ¿Lo sabías, León?
Ella te dará detalle.
Mas imitar a pavo, no va para ti, mi Sam.
Musicales:
Así Mozart trazó misa.
Si era mal la nota, átona llamaréis.
La nota de oboe da tonal.
Seguimos en el bar. Navarrete tiene palíndromos de 32 palabras, incluso trabalenguas (a barro borra barro, borra barro borraba).
No nos olvidemos que también es pediatra y lleva el juego de los niños en la sangre, como esa transfiguración de la que hablaba Eléctides de Agrigento. Quizá por eso, fue llamado para integrar el Club Internacional de Palindromistas que se está constituyendo en España.
Y algo más para terminar. Navarrete, como el Oscuro de Edmundo Carter, también puede improvisar un palíndromo a parir de un apellido. El problema según él, está a medio camino entre la inspiración y las “afinidades electivas”.



Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 24 de abril de 1986


¿Quién fue William Shakespeare?

Una vieja polémica sobre la existencia real del gran dramaturgo

¿Varios autores ocultos detrás de un seudónimo? ¿Un misterioso juego de dramaturgos para revelar costumbres secretas de la corte isabelina? ¿El capricho de un conde genial? Estos son algunos de los interrogantes que circulan alrededor de la existencia de William Shakespeare, autor de más de doce piezas teatrales antológicas cuya autoría ha merecido resonantes polémicas a través de los siglos. La nota que se incluye es un testimonio de ese misterio.


Por Virgilio Lavalleja


La prueba de la existencia de Shakespeare es una controversia solo superada por las pruebas de la existencia de Dios. Un abundante bando escéptico ha sostenido, entre otros argumentos, que un solo hombre no pudo haber escrito las 37 piezas que se le atribuyen, a un promedio de dos por año, con sus extremos de variedad y riqueza. Pero hasta ahora sigue en ventaja el bando creyente, que se apoya en una serie de registros oficiales de la época y que da por seguras las fechas de nacimiento y muerte (1564-1616), su casamiento con Anne Hathaway y la existencia de tres hijos llamados Susana, Hammet y Judith.
Entre los creyentes de recientes promociones cabe destacar al norteamericano Sam Schoenbaum, que es profesor de literatura renacentista y autor de un libro que se llama nada menos que William Shakespeare: A Documentary Life, calificado como obra maestra por el New York Review of Books. A Schoenbaum se le atribuye la observación que la familia de Shakespeare pagó el costo de un pequeño busto que lo conmemora y que ahora está colocado en la Holy Trinity Church de Stratford. Como ese busto fue hecho en 1618, dos años después de la muerte, parece confirmarse la existencia de un hombre real.
Los escépticos no se han dejado convencer por esas y otras argumentaciones. Han sostenido que, aun admitida la existencia de una personalidad teatral llamada William Shakespeare, sigue siendo probable que bajo ese nombre se haya cobijado todo un “club isabelino”. Esa hipótesis otorga a la palabra “Shakespeare” el carácter de seudónimo colectivo para varios escritores que fueron sus contemporáneos, como Edmund Spencer, Sir Walter Raleigh, Christopher Marlowe, William Stanleny y Francis Bacon. Con esa base se explicarían, a un mismo tiempo, la variedad y la abundancia de la obra de Shakespeare; también se explicaría la destrucción de los manuscritos originales, ninguno de los cuales ha perdurado. Una argumentación aun mejor es la que recuerda a Shakespeare como un hombre de la escena, actor y probablemente director en el Globe Theatre. Parece probable que ciertos escritores de la época hayan querido desvincularse oficialmente de una tarea teatral que entonces estaba mal vista. Y parece verosímil que solo con un grupo de escritores haya podido reunirse la cantidad de acotaciones en esas obras sobre la nobleza, la vida en las cortes reales.
Una ferviente partidaria de esa teoría del “seudónimo” fue la maestra norteamericana Delia Bacon (1811-1859), quien creyó encontrar cifrados según los cuales un “club isabelino” habría conspirado para lanzar una inmensa producción literaria bajo el nombre de un solo autor ficticio. No adujo en cambio ser descendiente de Francis Bacon, dato que habría complicado la historia. En su empeño por probar la teoría del seudónimo, Delia Bacon encontró durante un tiempo la expresa aprobación del filósofo Ralph Waldo Emerson, y fue con el apoyo de éste que Delia viajó a Inglaterra, donde pretendía abrir la tumba de Shakespeare en Stratford-on-Avon, presumiendo que allí encontraría una prueba documental de sus teorías.
En Inglaterra, pese al apoyo adicional del escritor Thomas Carlyle y a su compromiso de enviar a la revista norteamericana Putnam’s el resultado de sus investigaciones, Delia Bacon terminó por negarse a abrir la tumba en cuestión y también a seguir diversas caminos de investigación que le fueron sugeridos. Es probable que haya llegado a leer en la tumba de Shakespeare un epitafio de cuatro líneas, la última de las cuales dice:
“…y maldito sea aquel que remueva mis huesos”.
Esa preferencia por las teorías y ese desdén por las comprobaciones llevaron a que la Bacon perdiera el apoyo de Putnam’s y de Emerson, pero en cambio llegó a publicar un libro titulado La filosofía revelada de las obras de Shakespeare (1857), tras cuatro años de residir en Stratford.
A esa altura la Bacon enloqueció, vivió recluida y en 1858 fue recogida por un sobrino, que la devolvió a Estados Unidos, donde falleció un año después en una casa de salud. Las noticias sobre la Bacon apuntaron que en su juventud había sufrido un grave contratiempo amoroso, lo que explicaría algunas obsesiones posteriores. Pero sus teorías no eran totalmente alucinadas. También Walt Whitman, Henry James y Sigmund Freíd, entre otros, manifestaron alguna aprobación por las teorías de la Bacon.
Una variante a la tesis del seudónimo colectivo ha sido la de atribuir las obras de Shakespeare a su contemporáneo Edward (o Edwin) De Vere, conde de Oxford (1550-1604), que fue actor, poeta, dramaturgo y protector de un grupo teatral conocido como “Oxford’s Men”. Esa tesis señala que los poemas escritos comprobadamente por De Vere son previos a la obra de Shakespeare, como si a cierta altura el autor hubiera resuelto protegerse utilizando un nombre ajeno. Aunque para ciertos círculos el teatro era un oficio poco respetable, a Shakespeare le habría convenido, sin duda, aumentar su repertorio con obras que podía llamar suyas.
La Enciclopedia Británica señala que la muerte de De Vere en 1604 es un grave impedimento para aceptar la teoría. Entre las obras estrenadas después de ese año, la cronología de Shakespeare incluye Otelo, Rey Lear, Macbeth, Coriolano, La tempestad y media docena más.
Para que la teoría fuera cierta, De Vere debió dejar escritas todas esas obras, que se estrenarían después de su fallecimiento en 1604.
La historia de la literatura demuestra que ha sido muy variados los motivos por los que un autor decide utilizar un seudónimo y no su nombre propio. Desde Voltaire a Bustos Domecq, pasando por Stendhal, George Sand, Lewis Carroll y Mark Twain, el seudónimo pudo responder a un capricho personal, a un aparente ocultamiento de sexo, al afán de eludir las derivaciones de una censura o de un contrato.
Nadie ha probado todavía que Shakespeare fuera solo un seudónimo, pero si eso consiguiera demostrarse, habría que agregar un motivo estrepitoso: el de que uno o varios escritores, alrededor de 1600, quisieron ocultar celosamente su responsabilidad como autores de Hamlet, Romeo y Julieta, Ricardo III y otras conceptuadas obras del teatro universal.



Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 9 de agosto de 1984