28 de abril de 2009

Canillita

1902

Sainete en un acto de

Florencio Sánchez


PERSONAJES:

CANILLITA
DOÑA CLAUDIA
VECINA 1ª
VECINA 2ª
DON BRAULIO
PICHÍN
ARTURO (NIÑO)
UN VECINO
UN PESQUISA
UN VIGILANTE
UN MASITERO
MUCHACHO 1º
MUCHACHO 2º
MUCHACHO 3º
BATISTA
PULGA
UN MERCERO
TANO
UN CURISO
VENDEDORES DE DIARIOS


Acto único


CUADRO PRIMERO



Una habitación de pobrísimo aspecto con una cama grande de hierro, una cómoda desvencijada, dos sillas, braseros y ollas en un rincón. Debajo de la cama un baúl. Hacia el centro una máquina de coser y cerca de ella un catrecito donde yace Arturo, el niño enfermo.

Arturo. Claudia

CLAUDIA. – (Sentada, cosiendo en la máquina.) Ahora no más viene Canillita... ¡Sí, hijo!... ¡Es un pícaro, un bandido! ¡Miren que no venir pronto a jugar con su hermanito! ¡Cuando vuelva le voy a sacudir unos coscorrones! ¡Pero estése quieto, no se destape que eso le hace nana!... ¡Qué demonio de criatura! (Se levanta y va hacia la cama arreglando cuidadosamente las cobijas) Así, así... ¡Ajá!... ¡Bien tapadito el nene!... Si se está quietito, sudará bien y mañana podrá salir al patio a jugar con los muchachos... Sí; muchos juguetes le voy a comprar. ¡Y un trompo también!... Pero no se mueva, ¿eh?... ¿Un beso? ¡Veinte hijito!... Bueno; ¿me promete que va a ser buenito? ¿Que se va a estar quietito? (Lo besa y vuelve a coser afanosamente. Oyese la voz de Canillita que se acerca cantando un aire criollo conocido.) ¡Ahí está ese pícaro!...

Dichos. Canillita

CANILLITA. – Buenos días.

MÚSICA

Soy Canillita,
gran personaje,
con poca guita
y muy mal traje;
sigo travieso,
desfachatado,
chusco y travieso,
gran descarado;
soy embustero,
soy vivaracho,
y aunque cuentero
no mal muchacho.

Son mis amigos
Pulga y Gorrita,
Panchito Pugos,
Chumbo y Bolita
y con ellos y otros varios
mañana y tarde
pregonando los diarios
cruzo la calle
y en cafés y bares
le encajo a los marchantes
diarios a mares.

Me tienen gran estrilo
los naranjeros
pues en cuanto los filo
los caloteo;
y a los botones
les doy yo más trabajo
que los ladrones.

A mí no hay quien me corra
yo le garanto.

Deshago una camorra
con tres sopapos
y al más manate
le dejo las narices
como un tomate.

Muy mal considerado
por mucha gente
soy bueno, soy honrado
no soy pillete
y para un diario
soy un elemento
muy necesario.

CANILLITA. – Pero, ¡la pucha que hace frío!... ¡Brr!... ¡Zas! ¡Arturito! ¿Todavía estás enfermo!... ¿Que sos pavo!... ¡Te hubieras ganado cincuenta centavos hoy!... ¡Se vendían como agua los diarios!... (Va hacía la cómoda y revuelve afanosamente.) Y... ¿no hay nada hoy?...
CLAUDIA. – ¿Qué buscas?
CANILLITA. – ¿Que no hay nada pa bullonear?...
CLAUDIA. – ¡Sí, cómo no! ¡Por bien que te has portado! ¡Hemos de estar a las órdenes del señorito!... ¡No faltaba más!... ¿Por qué no viniste anoche? ¿Qué has andado haciendo?
CANILLITA. – ¡Zamba!... ¡Menos mal! (Se vuelve mordiendo un trozo de pan.) ¿Qué decía, doña?
CLAUDIA. – ¿Dónde has pasado la noche?
CANILLITA. – ¿Que dónde estuve anoche?... ¡Farreando! ¡Fío!... ¡Qué farra!... ¡Corno era domingo y no había diario, nos juntamos con Chumbo, el Pulga, la Pelada, Gorrita y una punta más!... Güeno, ahí nos juntamos con otra patota y agarramos pa los diques que se iba un vapor pa Uropa... ¡Qué lindo ché!... El tanaje así amontonao, mujeres, pebetes, gringos, viejos... ingleses, baúles, loros... ¡qué sé yo! ¡Vieras qué risa!... ¡El Poroto que es un desalmao, empezó a titear a un tano viejo que se llevaba como veinte cotorras pa la familia en una jaula y el gringo a estrilar!... ¡Un derrepente el vapor toca pito y los emigrantes se atropellan por los tablones tirando los baúles, colchones, sillas de paja... “¡No se apuren no se apuren!”... gritaban los empleados. ¡Y los gringos nada!... Como locos ganaban el vapor... ¡Y quién te dice que al viejo se le quedan las cotorras olvidadas!... Y no se animaba a bajar del buque. “Si me da un cinco se la alcanzó”, le gritó el Poroto... El viejo le tiró el níquel, y cuando le iba a alcanzar la jaula, un loro le clava el pico en un dedo; Poroto da un grito y... ¡zas!... la jaula al agua con todas las cotorritas... ¡Qué cosa! Güeno, dispués nos juntamos con Martillo, Gorrita y nos fuimos a dormir a la fonda.
CLAUDIA. – ¡A la fonda!...
CANILLITA. – Sí, a la fonda de los muchachos allí en una obra de la calle Cangallo... con camas de piedras...
CLAUDIA. – Donde van a jugarse la plata, ¿no?... ¿A que no traés ni medio?
CANILLITA. – ¡Ni medio!... ¿Y a mí qué?... Pa eso lo gano y es mía, bien mía, ¿sabe?... Si he de estar trabajando como un burro pa pagarle las copas a ese... atorrante, vale más que me lo juegue... Lo mismo me han de maltratar trayendo que no trayendo un centavo a casa.
CLAUDIA. – ¡Estás muy gallito!... ¡Me parece que te anda queriendo el cuerpo!...
CANILLITA. – ¡Ja, ja, ja!... ¡No crea, rubio! ¡Macana que le han contao!
CLAUDIA. – ¡Muchacho!
CANILLITA. – ¡Yo he dicho que a mí no me van a poner más la mano encima!... ¡Ni usted ni el tipo ése!...
CLAUDIA. – (Irritada.) ¿Que no? ¡Vas a ver!... (Se levanta y va hacia Canillita, que huye alrededor de los muebles golpeándose la boca y haciéndole burla. Lo alcanza y empieza a golpearlo.) ¡Tomá! ¡Sinvergüenza!... ¡Perdido!...
ARTURO. – (Incorporándose suplicante.) ¡No!... ¡No!... ¡Mamá!... ¡No le pegue a Canillita!...
CLAUDIA. – (Estrujándole con violencia.) ¡Bandido!... ¡Trompeta!... ¡Yo te voy a enseñar!...

Dichos. Don Braulio

DON BRAULIO. – (Separándolos.) ¡Señora, por Dios!... ¿Por qué le pega a esa pobre criatura?...
CLAUDIA. – ¡Es muy sinvergüenza!...
CANILLITA. – (Llorisqueando.) ¡Sí!... ¡sinvergüenza!... ¡De vicio no más me pega! ¡Yo no le he hecho nada, don Braulio, por ésta!... Es que me tiene estrilo por culpa de ese compadrón que vive con ella.
CLAUDIA. – ¡Tu padre!
CANILLITA. – ¿Mi padre?... ¡Si se afeita!... ¡Mi padre, un atorrante que vive de la ufa!... ¡Mi padre un sinvergüenza que se hace mantener por mí y por ella y hasta por esa criatura que apenas camina. (Ve a Arturito que continúa de pie sobre la cama y va hacia él.) ¡Ese no es mi padre, no puede ser padre de nadie!... Ese... ¡es un canalla!... (Se enjuga las lágrimas.) ¡Sí, señor don Braulio! ¡Yo no me he quejado nunca: pero en esta casa por culpa de ese sarnoso, me tienen como pan que no se vende. ¡Canillita, refilá el vento!... ¡Canillita, vos me estás robando! ¡Canillita que te jugás la plata! ¡Canillita, sos un bandido!... ¡Y pim, pam, pum!... ¡trompadas! ¡patadas! y ¡pellizcones!... (Con rabia.) ¡Gran perra! ¡Con eso me pagan, con pedazos de pan duro y con sopapos: que me reviente de trabajar por traerles todos los días peso y medio de ganancia!... (Llora.)
DON BRAULIO. – (Muy conmovido, acariciándolo.) ¡Vamos, muchacho! ¡Pobrecito!... ¡No llorés, que no es para tanto!...
CANILLITA. – (Secándose las lágrimas con la punta del saco.) ¡No, don Braulio; si yo no lloro!... ¡Es que me da un estrilo!... ¡Cualquier día me mando mudar y no me ven más la cara!... ¡Gran perra!...
DON BRAULIO. – ¡Vamos, vamos, botarate! ¡Dejate de macanas! Andá y dale un beso a tu madre que no tiene la culpa. (Canillita abraza a Claudia que lo estrecha sollozante.)
CLAUDIA. – ¡Pobre, pobre hijito mío!...
CANILLITA. – (Deshaciéndose, conmovido.) ¡Ya lo sé que no tiene la culpa! Antes no era así, no me pegaba ni nada. ¡Pero desde que vive con el tipo ese!... (Mordiéndose con rabia los puños.) ¡Una gran perra!... ¡Cualquier día le encajo la navaja en la barriga!...
ARTURO. – ¡Canillita! ¡Vení!... ¡Mirá! (Canillita se le acerca y conversan en voz baja.)
DON BRAULIO. – ¿Ha visto, doña Claudia?... ¡Lo que yo le decía! ¿Qué empeño tiene usted en seguir viviendo con ese hombre?... Cualquier día va a suceder una desgracia, porque ese muchacho está hecho un hombrecito y anda alzao... ¡Sepárese de una vez de Pichín!...
CLAUDIA. – Tiene razón. Hoy, después que lo he conocido a fondo, más bien que quererlo, le tengo odio... ¡Pero es capaz de hacerme cualquier cosa, hasta de matarme!...
DON BRAULIO. – ¡Qué ha de matar ese sotreta!...
CANILLITA. – (A Arturo.) ¡No; no te lo doy ni te lo muestro porque te has estado destapando!...
ARTURO. – ¡Sí!... ¡Dámelo!... ¡A ver!... ¡No seas malo!... ¡Traé!...
CANILLITA. – Bueno; si adivinás lo que es, te lo doy... empieza con t...
ARTURO. – ¡Bah!... Ya sé... ¡Un trompo!...
CANILLITA. – (Sacando un trompo del bolsillo.) ¡Y fíjate qué punta!...
DON BRAULIO. – ¡Parece mentira, doña!... No sé cómo hay gente en el mundo que se resignen a vivir una vida tan arrastrada... ¡Largue de una vez a ese individuo!... (Indeciso.) Después de todo... no le faltaría el apoyo de un hombre honrao... ¡qué diablos!... ¡Es lo que le conviene!... ¡Un buen padre para esas pobres criaturas!... Yo... Yo... por ejemplo.
CLAUDIA. – Es que...
DON BRAULIO. – ¿Entuavía le tiene cariño?...
CLAUDIA. – ¡Cariño no!... pero...
D. BRAULIO. – ¡Bah!... ¡Bah!... ¡Lárguelo por un cañuto!...
ARTURO. – ¿Y el gigante qué le hizo?...
CANILLITA. – Como estaba muy flaco lo empezó a engordar en una jaula y todos los días lo iba a ver... Cuando lo tuvo bien gordito, convidó a todos los otros gigantes a un banquete y...
DON BRAULIO. – Sí, señora; aquí están los remedios. De esta botella le da una cucharada cada dos horas y de las obleas, una cada tres horas... Dice el doctor que hay que alimentarlo bien porque está muy débil.
CLAUDIA. – ¿Cuánto le dieron por el prendedor?...
DON BRAULIO. – ¡Treinta no más!... Descontado cuatro de los remedios, le quedan veintiséis. ¡Aquí tiene la papeleta!...
CLAUDIA. – ¡Oh, gracias!... ¡Me ha hecho usted un gran servicio!...
DON BRAULIO. – No crea que me ha costado poco. ¡Con la cuestión del robo de la joyería, no ha dejado de causarme desconfianza el tal prendedorcito!... ¡Pero lo que es a mí!... Hice poner la papeleta a nombre de Pichín.
CLAUDIA. – Muy bien; gracias. Y diga, ¿lo ha visto a ese?...
DON BRAULIO. – ¿A Pichín?... Cosa mala se encuentra siempre. Lo vi en el almacén de la esquina. Creo que ha estado en la jugada y ha perdido una punta de pesos. Seguro que ahora no más cae por aquí a pedir plata.
CLAUDIA. – ¡Es claro!... ¡Ay, Dios mío!... ¡Y se encuentra con Canillita!... Llévelo, don Braulio; por favor.
DON BRAULIO. – ¡Cómo no!... ¡Eh, joven!... ¿Nos vamos?...
CANILLITA. – ¡Y cómo le va!... Cuando quiera.
DON BRAULIO. – (A Claudia.) Hasta luego, doña... ¡Y haga lo que le he dicho!... Adiós, chiquito. Pórtese con juicio... ¿eh?...
CANILLITA. – Prieste un fósforo, don Braulio... y ahora un cigarro pa encenderlo... ¡Zas! ¡Da veinte!... (Enciende un cigarro, arroja una humada y con cómica gravedad da el brazo a Don Braulio y hace mutis.)

Claudia. Arturo

CLAUDIA. – (Destapando la botella del remedio.) ¡Aquí está el remedio para curar al nene!... (Llena una cucharita y se acerca a la cama.) Vamos a ver, Arturito. ¡Con esto se va a mejorar pronto!...
ARTURO. – No, eso es feo. ¡Yo no quiero!...
CLAUDIA. – ¡Qué ha de ser feo!... ¡Es dulce, muy rico!... ¡Vea cómo yo lo tomo!... ¡Vamos, no sea así!... ¡Caramba, con el niño!... Casi lo has volcado... Vea, tapándose las narices... ¡Vaya!... ¡No sea malo!... ¡Que no se diga que tamaño hombre!... ¿A ver?... Así: a la una, a las dos... y a las tres... ¡Ajá!... ¡Y ahora bien tapadito!... (Vuelve a la máquina de coser y se pone a coser.)

Dichos. Pichín

PICHÍN. – (Entra sin saludar, arrastra el baúl de debajo la cama y comienza a buscar afanosamente. Claudia le observa inquieta.) ¡Eh!... ¿Quién me ha andado revolviendo el baúl?
CLAUDIA. – (Afligida.) ¡Ay, Dios mío!... Busca el prendedor...
PICHÍN. – ¿No responden?... ¿Quién ha andao con mis cosas?...
CLAUDIA. – No sé... ¡Nadie!...
PICHÍN. – (Muy alterado tirando los objetos del baúl.) ¡Cómo que nadie!... ¿Quién me ha abierto el baúl?... he dicho... ¡Cómo!... ¡Qué es esto?. ¿No está?... (Se dirige a Claudia y la toma con violencia por un brazo.) ¿Dónde está el prendedor?... ¿Dónde está el prendedor?... ¡Pronto!...
CLAUDIA. – (Sumisa.) ¡No sé!... ¡Te digo que no sé nada!... ¡Yo no lo he tocado!...
PICHÍN. – ¡Hablá de una vez o te la doy!... ¿Qué lo has hecho?... Decí... Decí... Decí, ¡te digo!...
CLAUDIA. – ¡Nada!... No me pegués; te juro que...
PICHÍN. – ¡Decí la verdad o te reviento!...
ARTURO. – (Incorporándose asustado.) ¡Mamita!... ¡Mamita querida!... ¡No le pegue!... (Claudia llora.)
PICHÍN. – ¿Dónde está el prendedor?... ¡Responde!... ¿Te callás?... ¡Ah, ya lo sé!... ¡He visto salir al Canillita!... ¡Seguro que ese bandido me lo ha robado y ustedes quieren ocultarlo!... ¡Ah, pillete!... ¡Le voy a enseñar!... ¡Ya verán!... (Váse.)
CLAUDIA. – (Corriendo detrás.) ¡No!... ¡No!... El no ha sido. ¡Canillita no ha sido!... ¡Pancho! ¡Pancho!... ¡Yo lo saqué, Pancho!...
ARTURO. – ¡Mamá!... ¡Mamita!... (Claudia se vuelve a Arturo y se deja caer sobre la cama sollozando convulsiva mente.) (Mutación.)
CUADRO SEGUNDO
(Telón corto de calle)
MÚSICA

Vendemos los diarios
En esta ciudadPor calles y plazas,
Boliches y bares.

“La Nación” “La Prensa”,
“Patria” y “Standart”,
Se venden lo mismo
Que si fuera pan.

Llevamos nosotros
La curiosidad
Por los 10 centavos
Que el público da.

Así como en las comparsas
Con masacallas y plumero
Metemos baile con corte
En un tanguito fulero.

Y si el gobierno llama
Las clases a formar
De igual manera “viva”
El partido Nacional.

(Canillita con el grupo de muchachos avanzan jugando a la chantada con cobres. Tira pegando en el cobre del contrario y recoge ambos).

PULGA. – ¡No juego más!... ¡Me has espiantao toda la guita!...
CANILLITA. – ¡Siás otario!... ¡Si tenés más ahí!...
PULGA. – ¡Sí, pero no quiero jugar más!...
UNO. – Campaniá el botón entonces y jugamos al siete y medio...
CANILLITA. – ¿Tenés libro?... ¡Ya está!... ¡Traé, yo doy!...
UNO. – Y ¿por qué?... ¡Síás zonzo!... ¡Doy yo!...
CANILLITA. –¡Güeno!... (Se sientan en el suelo formando rueda.)
UNO. – ¿Carta?...
CANILLITA. – Planto.
UNO. – ¡Désen vuelta!... ¡A seis y medio pago!...
CANILLITA. – ¡Siete!... (Recoge los cobres y aparece el tano vendedor de naranjas.) ¡Zas!... ¡Cocoliche! ¿Cómo te va?...
TANO. – ¡Canillita!... ¿Cosa fate?... ¿Cuándo me pagás los veinte que me debés?...
CANILLITA. – ¡A ver muchachos!... ¡Al bullón!... (Los muchachos rodean al tano que se desespera conteniendo los manotones que le dan al canasto.) ¡No te asustés, gringo!... Si no te vamos a calotiar... (A los muchachos.) ¡A ver!... a formar aquí,... la guita... ¡Pronto!... (Todos meten las manos en los bolsillos y en ese mismo instante aparece el Pulga a toda carrera gritando:) ¡Canillita!... ¡Diario!... ¡Cuarta!... (Todos se echan a correr en tropel.)
TODOS. – (Gritando.) ¡Diario cuarta! ¡Diario cuarta!...
EL TANO. – (Desesperado.) ¡Eh... Canillita!... ¡Eh!... ¡Marona de lo Gármino!... ¡Mi han galotiado!...

Pichín. Pesquisa

PESQUISA. – ¿Cuál era, che?...
PICHÍN. – El que iba adelante, de chambergo gris...
PESQUISA. – ¿Y estás seguro, vos, de que él te robó el prendedor?...
PICHÍN. – ¡Cómo no!... ¡Cuando yo te lo digo!... ¡Procedé no más por mi cuenta!... ¡Es un ratero el muchacho!... Ya me ha robao una punta de cosas. ¿Te acordás de aquel anillo que me dejó la gringa cuando la metieron presa?... Pues bueno; me lo calotió una noche y lo vendió en un cambalache de la calle Libertad.
PESQUISA. – ¡Salí de ahí!... no me vengas con cuentos porque vos lo dejastes empeñao una noche en lo de Gardella!..
PICHÍN. – (Confundido.) Bueno... Sí... es cierto, pero me lo robó cuando yo lo saqué. ¿No te acordás que lo saqué a los pocos días?...
PESQUISA. – ¡Bueno... bueno!... ¡Está bien!.. Yo viá proceder pero no me hagas hacer una plancha después, ¿eh?...
PICHÍN. – ¡Salí de ahí!... ¡Ya sabés hermano, que yo!..
PESQUISA. – ¡Sí, hombre!... Lo decía por las dudas, no más... ¿Y ánde lo agarramos, ahora?...
PICHÍN. – ¡Por alguna imprenta!... (Se oyen varias voces.)
VOCES. – (De adentro.) ¡Diario cuarta!... ¡Revolución en Montevideo!...
PICHÍN. – ¡Che... ahí está!... ¡Es ese más ligero que viene adelante!...
Dichos. Canillita

CANILLITA. – (Corriendo.) ¡Diario cuarta!... ¡Revolución en Montevideo!... (Acercándose a Pichín.) ¿Diario?... (Al reconocerlo hace un gesto de desagrado, retrocede un paso, escupe despreciativamente en el suelo y echa a correr.) ¡Diario cuarta!... ¡Revolución en Montevideo!...
PESQUISA. – (Deteniéndolo por un brazo.) ¡Che!... ¡Vení pacá!...
CANILLITA. – (Ofreciéndole un ejemplar.) ¿Diario, señor?... ¿Eh?... ¿Por qué me agarra?... ¡Compre, si quiere, y déjese de embromar! ¡Qué también!... (Forcejea por desasirse.)
PICHÍN. – ¡No lo dejés ir, che!...
CANILLITA. –¡Soltame, gran perra!... ¡Cajetilla del diablo! ¿Por qué me agarrás?... (Tironea.)
PESQUISA. – (Impacientándose.) ¡Eh, vamos, mocoso!... (Salen algunos transeúntes y se detienen presenciando la escena.)
PICHÍN. – ¡Llevalo, no más, a la comisaría, que ahora voy a hacer la exposición!...
CANILLITA. – (Asombrado.) ¡Oh!... ¿Y por qué me va a llevar?... ¿Yo qué le he hecho?... ¿No puedo vender diarios, entonces?... (Compungido.) Vea, oficial... Yo no he faltao.

Dichos. El Pulga. Un curioso

PULGA. – (Saliendo.) ¡Diario cuarta!... ¡Zas!... ¡Canillita!... (Interponiéndose.) ¿Eh? ¿Por qué lo agarra?... ¿No tiene vergüenza de meterse con un chiquilín? ¡Lárguelo!...
PESQUISA. – Marchá; no más...
UN CURIOSO. – ¿Por qué lo lleva?. ¿Qué ha pasado?...
CANILLITA. – (Lloroso.) ¡Vea, señor!... Yo no hice nada... Pasaba vendiendo diarios y me agarra de vicio, no más! Dígale que me suelte, ¿quiere?... ¡Le juro por esta!... ¡Que no he dado motivo!...
UN CURIOSO. – ¡Suéltelo!... ¡Si es por eso, no más!...
PESQUISA. – Señor, yo sé lo que hago. ¡Es un ladroncito el muchacho!...
CANILLITA. – (Irguiéndose, indignado.) ¡Yo, ladrón!... ¡Una gran perra!... ¡Yo, ladrón!... ¡Ah, trompeta!... ¡Ahora sí que no me llevan!... (Rabioso.) ¡Largame, hij´ una madre!...
PICHÍN. – (Tomándolo por un brazo.) ¡Marchá, no más!... ¡Ahora vas a decir qué has hecho de mi prendedor!..
CANILLITA. – ¡Tu prendedor!... ¡Oh!... ¡Con que eras vos, canalla! (Consigue desasirse y se abalanza sobre Pichín pegándole y mordiéndolo.) ¡Ladrón!... ¡Ladrón.!..

Dichos. Agente. Vendedores

AGENTE. – (Llega de izquierda, corriendo.) ¿Qué es eso?...
PESQUISA. – ¡Llevame a este muchacho a la comisaría!... (El agente lo hace violentamente. Canillita forcejeando cae al suelo y se levanta desesperadamente.)
CANILLITA. – ¡Ah! ¡Botón!... ¡Botón trompeta!... ¡No me pegués, botón!... (Se incorpora. El agente lo tironea arrastrándolo hacia la izquierda.) ¡Ay!... ¡Mamita querida!... ¡Yo ladrón!... (Volviéndose hacia Pichín.) ¡Canalla!... ¡Canalla!...
VENDEDORES. – (A coro.) ¡Lárguelo!... ¡Que lo larguen!... (El agente lo va llevando poco a poco.)
CANILLITA. – (A Pichín.) ¡Canalla!... ¡Me la vas a pagar!... ¡Te voy a matar!... ¡A matar!... (Lo escupe. Pichín va hacia él, amenazador.)
PULGA. – (Interponiéndose.) ¡No le pegue!... ¿No tiene vergüenza?... ¡Tamaño zanguango!... ¡Salga de ahí!.. (Lo tironea del saco.)
PICHÍN. – (Volviéndose, amenazador.) ¡Y a vos también!...
PULGA. – ¡A mí!... ¡Maní!... ¡Tomá!... (Le arroja con la tabla que lleva en las manos y escapa por derecha; los demás muchachos lo rodean burlándolo, y tirándole el saco huyen en todas direcciones. Los curiosos también se alejan. Pulga se vuelve y grita): ¡La vida del canfli!... ¡A cinco centavos!... (Pichín, enfurecido, lo corre.) (Mutación.)
CUADRO TERCERO
(El patio de un conventillo con los accesorios necesarios, sin olvidar el consabido alambre con ropa blanca colgada. En la puerta del primer término derecha, Don Braulio poniendo paja a una silla. En la del frente, Vecina 1ª preparando comida en un brasero. Junto a la del segundo término derecha que se supone la habitación de Claudia, una tina de lavar, una porción de ropa mojada; y en la puerta de enfrente, Vecina 2ª, sentada tomando mate. Al centro muchachos jugando a la rayuela.)

Don Braulio, Vecina 1ª y 2ª
Muchachos 1º, 2º y 3º
Después Batista y un Vecino

MÚSICA

MUCHACHO 1º. –
(Tira el tejo.) ¡Infierno!...
MUCHACHO 2º. –
¡Cayó sobre raya!...
MUCHACHO 1º. –
¡Mentira! ¡Mal haya!...
MUCHACHO 2º. –
¡Perdiste! ¡Pavote!..
MUCHACHO 3º. –
¡No puedes hablar!...
MUCHACHO 1º. –
¡No juego, eso es trampa!...
MUCHACHO 2º. –
¡Perdistes, perdistes!..
MUCHACHO 3º. –
¡No puedes hablar!...
VECINA 1ª. –
¡Canallas! ¡Trompetas!
¡Les voy a enseñar! (Se abalanza y riñen.)
DON BRAULIO. –
¡A ver, mocozuelos, silencio, a callar!
MUCHACHO 1º. –
¡Es que me hacen trampa!...
MUCHACHO 2º y 3º. –
¡Mentira, don Braulio!...
MUCHACHO 1º. –
¡Se la voy a dar!
BATISTA. –
(Saliendo.) ¿Quién mete bochinche?
VECINA 1ª. –
¿Quién ha de meter?...
¡Sino esos pilletes!...
BATISTA. –
¡Pues ya van a ver!...
MUCHACHOS. –
(Burlones.) El cuco. ¡Qué miedo!...
Disparen, muchachos,
nos va a comer. (Huyen.)
UN VENDEDOR. –
(Dentro.) ¡Pra papas, marchante!...
DON BRAULIO. –
(Sujetando a Batista.) ¡El genio su jete!..
VECINA 1ª. – ¿Y a usted quién lo mete?
DON BRAULIO. –
¡Señora, más calma!
Atienda el puchero.
BATISTA. –
¡Cuidado, sillero
que le rompo el alma!...
DON BRAULIO. –
(Burlón.) ¡Está bien, no se enoje;
sabemos que es malo!...
VECINA 1ª. –
¡Andate pa dentro;
Batista, dejalo!
VECINA 2ª. –
(Cruza la escena y empieza a torcer la ropa en la tina.)
Qué gente tan mala,
Vidalitá
Hay en esta casa;
Batista y su mina,
Vidalitá
Se llevan la palma.
DON BRAULIO. –
Ahora sí que se arma
la farra de veras.
BATISTA. –
Che, Basilia. Me viá a dormir,
aprontá el bullón y no te metás.
(Hace mutis.)
Con esa ladiada. No quiero batifondo.
VECINA 2ª. –
El miedo no es zonzo.
VECINA 1ª. –
¡No seas tan mala!
VECINA 2ª. –
No seré tan mala,
Vidalitá,
Con mis vecinas;
Pero no me corren,
Vidalitá,
Como a las gallinas.
VECINA 1ª. –
Delen un hueso a ese perro
porque está ladrando de hambre.
DON BRAULIO. –
A que no se arañan,
Vidalitá,
Hago dos apuestas;
Son pura parada,
Vidalitá,
Las comadres éstas.

(Hablado.)

DON BRAULIO. – Parece que la cosecha va a ser llovedora... ¡Este viento saca agua!...
VECINA 1ª. – Ya lo creo; ¡y biabas también!...
VECINA 2ª. – Diga, don Braulio: ¿el jarabe de pico es bueno para la tos?...
DON BRAULIO. – Sí; y los parches porosos.
Dichos. Un Mercero

MERCERO. – (Con acento catalán.) ¡Toallas, peinetas, jabones, cinta de hilera, agujas, camisetas, botones de hueso, carreteles de hilo, madapolán, pañueletas!
DON BRAULIO. – ¡No!...
MERCERO. – Pañueletas calzoncillos, alfileres, festones, sombreros de paja, servilletas, libros de misa.
DON BRAULIO. – ¡Nooo!...
MERCERO. – Libros de misa, esponjas, corbatas, cortes de vestido, tarjetas postales, jabón. ¿Precisa, marchante?...
(Dirigiéndose a la Vecina 1ª.)
VECINA 2ª –No le ofrezca... Lo que le sobra a la señora es eso... “Jabón”... (Se pone a colgar ropa.)
DON BRAULIO. – ¡Sigue tronando!... (Se frota las manos.)
VECINA 1ª. – Diga, marchante... ¿el Bufach es bueno para espantar las moscas?...
DON BRAULIO. – ¡Qué nubarrones!... (Se va el Mercero.)

Dichos. Menos Mercero

VECINA 1ª. – Diga: ¿no tiene más que hacer que poner su ropa encima de la mía?...
VECINA 2ª. – ¡Jesús!... ¡No le vayan a manchar las enaguas a la hija de Roca!... ¿Cuánto paga, doña, por el alquiler del alambre?
DON BRAULIO. – ¡Se viene el agua!
VECINA 1ª. – Lo que a usted no se le importa, ¡so comadre! ¡Y haga el favor de sacar esos trapos sucios de ahí!
VECINA 2ª. – ¡Trapos sucios!... ¡Trapos sucios!... ¡Qué más te quisieras para un día de fiesta!...
DON BRAULIO. – ¡Qué relámpagos! ¡Eh! ¡Más calma, madamas! ¡No hay que enojarse!...
VECINA 2ª. – Déjela, don Braulio. ¡El estrilo es libre!...
VECINA 1ª. – ¡Es que si no la saca, se la saco yo!...
VECINA 2ª. – ¡Con lo qué pican las avispas!... (Apartándose.) ¡Ahí la tiene! ¡Sáquela!...
DON BRAULIO. – ¡El chaparrón!... ¡Con piedras!... (La Vecina 1ª empieza a tirar la ropa al suelo, la otra se avalanza y riñen. Don Braulio se interpone tironeando a la primera. Salen chicos y algunos vecinos.) ¡Caramba... señoras!... ¿Cuándo acabarán de meter bochinche?...
VECINA 1ª. – ¿Y a usted quién lo mete? ¡Viejo calzonudo!... (Volviéndose) ¡Te viá enseñar, arrastrada!... ¡Ladrona!... ¡Escracho!...
DON BRAULIO. – ¡Eh, más despacio!...!Mire que si sigue así la vamos a tener que llevar al Jardín Zoológico entre las fieras!... (Risas.)
VECINA 1ª. – ¡A mí!... ¡A mí!... ¡Viejo chancleta!... (Se abalanza a pegarle.)
DON BRAULIO. – (Sujetándola.) ¡Demonio con la bruja esta!...
VECINA 1ª. – (Vencida.) ¡Ay!... ¡Viejo achacoso!... ¡Batista! ¡Batista!...

Dichos. Batista

BATISTA. – (Lentamente bostezando.) ¿Qué hay?... ¡No dejan dormir en paz a uno!... ¿Qué es lo que ha pasao?...
VECINA 1ª. – ¡Que le he arrancao el moño a esa ladiada!..
BATISTA. – ¿Y pa eso me llamás?... ¡Siempre has de ser vos la bochinchera!... ¿No te dije que no quería batifondos?... ¡Camínate pa dentro!... ¡Ya!...
VECINA 1ª – ¡Sí, dale la razón, no más!... ¡Ya sé que le andás arrastrando el ala a ese escracho!...
VECINA 2ª. – ¡Que más se quisiera!... ¡No me echo aceite en el pelo!...
VECINA 1ª. – ¡Cuando no podés, desgraciada!...
BATISTA. – ¡Caminate pa dentro te he dicho!... ¡Andá o te doy!... (La empuja y vanse disputando.)

Don Braulio. Pulga

DON BRAULIO. – ¡Qué gente ésta!... Siempre lo mismo estos inquilinos... Bueno, en todas partes es igual. A ratos me parece que el mundo es un conventillo grande y todos sus habitantes ¡Batista, Pichines, Claudias y Basilios!... La verdad es que... (Sigue silvando y tejiendo.)
PULGA. – (Corriendo.) ¡Don Braulio... a Canillita lo han metido en cana!...
DON BRAULIO. – (Alarmado.) ¡Qué!... ¿Cómo?...
PULGA. – Lo agarró un pesquisa que iba con don Pichín.
DON BRAULIO. – ¿Por qué?... ¿Qué ha hecho?...
PULGA. – ¡Nada!... Iba vendiendo diarios y me lo cacharon, pero dijo Pichín después que le ha robao un prendedor.
DON BRAULIO. – ¡Oh!... ¡Qué infamia!... ¡Ya comprendo!... ¡Pobre muchachito!... ¡Vamos a sacarlo en seguida!... (Entra en la pieza y vuelve con el sombrero puesto, dirigiéndose con Pulga a la calle. Varios chicos quedan jugando a la rayuela.)

Claudia. Un chico. Vecina 2ª

CLAUDIA. – (Sale con un montón de ropa y se pone a lavar.) Buenas tarde, vecina.
VECINA 2ª. – Muy buenas, doña Claudia... ¿Cómo sigue Arturito?...
CLAUDIA. – No lo hallo bien... Está con mucha fatiga... No quiere tomar nada... en fin, que me tiene con cuidado. Estoy esperando a Canillita para mandarlo a ver otra vez al doctor. ¿No lo han visto, chicos, a mi hijo?...
UN CHICO. – Sabe, doña Claudia, Canillita está en cana...
CLAUDIA. – ¡Canillita!... ¿Por qué?...
CHICO. – ¡Por nada!... (Seña de robo.) ¡La ha espiantado un prendedor a don Pichín!...
CLAUDIA. – ¡Qué!... ¿Qué decís... ¡Un prendedor!... ¡Ay, Dios mío!... ¡Virgen santa!... ¡Yo tengo la culpa!... ¡Yo tengo la culpa!... ¡Pobre hijito mío!... ¡Yo... yo… soy yo la culpable!... ¡Oh, ese hombre... ese hombre!... ¡No haberme muerto antes de conocerlo!... Pero esto no va a quedar así. (Al chico) Dime: ¿dónde lo llevaron?...
CHICO. – Aquí a la vuelta, a la 1ª.
CLAUDIA. – Vení... vamos allá... ¡Qué infamia!... (Toma al chico de la mano y va a salir cuando aparece Pichín por el foro.) ¡Él!

Dichos. Pichín

PICHÍN. – ¿Ande vas?...
CLAUDIA. – ¡Donde a usted no se le importa!... (Avanza.)
PICHÍN. – (Atajándola.) ¡Eh! ¡Pará el carro!... ¡Qué retobada estás, vieja!...
CLAUDIA. – Dejame salir...
PICHÍN. – ¡Che!... ¡Che no te pasés!... (La toma de un brazo.) ¿Qué andás queriendo?...
CLAUDIA. – ¿Que ando queriendo?... ¡Que ando queriendo!... (Resuelta.) ¡Decí, ladrón! ¿Qué has hecho con Canillita?...
PICHÍN. – ¡Meterlo en cana, por ratero!... ¡Ya verás cómo aparece pronto el prendedor!...
CLAUDIA. – ¡No!... ¡No!... ¡No ha de aparecer tan pronto, infame!... ¡El prendedor lo he sacado yo!... para comprar el pan a esas pobres criaturas que por culpa tuya viven hambrientos Porque necesitaba ropa para ellos y para mí, pues lo que ganamos no alcanza más que para abrigarte a ti, miserable!... ¡Sí yo le he sacado!. ¡Yo!... ¡Yo!... ¿Entiendes?.. Y lo he empeñado en treinta pesos para asegurar la salud de mi hijo, y 15 días de reposo v bienestar desconocidos en esta casa: ¡desde el momento maldito en que tuve la idea de poner los ojos en un canalla, en un borracho, en un ladrón como vos!...
PICHÍN. – ¿Has acabao?...
CLAUDIA. – Sí... ¡Y hemos acabao!...
PICHÍN. – ¡Bueno!... ¡Caminá pa dentro!...
CLAUDIA. – (Irónica.) ¡No!... ¿Para qué?... ¡Si me vas a castigar, pegame aquí!... ¡No tengas vergüenza!... Si no es la primera vez que lo hacés delante de todo el mundo... ¡No tengas miedo!... ¡Ya sabés que nunca me he defendido!... ¡Andá, pues! ¿O estás hoy menos cobarde que de costumbre?... ¡Pegame!... (Ofreciéndole la cara.) ¡Aquí... aquí en la cara!...
PICHÍN. – (Sombrío.) ¡Caminá pa dentro, te he dicho!...
CLAUDIA. – ¡Ah!... ya sé,.. ¿Quieres sacarme la plata?... ¿Que te entregue los treinta pesos?... primero...
PICHÍN. – ¡Andá pa dentro!...
CLAUDIA. – ¡Qué notable!... ¡Pero será inútil, hijito! Esa plata es sagrada, no la verás... ¡De modo que podés ir pegando!
PICHÍN. – ¡Eh!... ¡No aguanto más!... ¡Ya!... ¡Pa dentro!... (La toma por un brazo y la tironea violentamente hacia el cuarto.)
CLAUDIA. – ¡Al fin!... ¡Pegá!... ¡Pegá!... ¡Valiente!...
PICHÍN. – ¡Tomá!... (Le pega en el rostro.)

Dichos. Canillita. Don Braulio

CANILLITA. – ¡Una gran perra!... ¡Asesino!... (Saca rápidamente un cuchillo y va hacia Pichín. Cuando va a darle el golpe, don Braulio le detiene el brazo.) ¡Lárgueme!... ¡Lárgueme!... ¡Que lo mato a ese perro! (Claudia lo sujeta también, Pichín retrocede espantado.)
DON BRAULIO. – Dejalo, ya ha de encontrar quien le dé su merecido.
PICHÍN. – (Reponiéndose.) Diga, don ¿Podría saber quién le ha dao vela en este entierro?...
DON BRAULIO. – ¡La señora!... ¡Pa que le alumbre el suyo!... (Canillita tienta arrebatarle el cuchillo.) ¡Eh, mocoso!... ¡Quedesé quieto!... (A Pichín) Pues la señora me ha dicho que... como va a vivir sola en su casa ¿entiende?.. ¡En su casa!... Le cuide la puerta pa que no dentren intrusos...
PICHÍN. – ¡Ah!... ¡Sí! ¡Está bueno!... ¿Dónde vive la señora?... Porque hasta ahora ha vivido en la mía y en mi casa no se precisan porteros... (Alterado.) Y menos porteros como vos... ¡Viejo taquera!... ¿Entendés?... ¡Viejo taquera!... (Con un movimiento brusco lo toma por el brazo derecho. Ansiedad.)
DON BRAULIO. – ¡Está bien!... ¡No se enoje!... Yo no quiero pelear con usted...
PICHÍN. – (Soltándolo.) ¡Lo ve, pues!...
DON BRAULIO. – (Apartándose.) Tenía razón, compañero... Pero es que la señora se ha mudao... ¿Verdad, doña Claudia, que se ha mudao usted a mi casa?... ¡Y en mi casa no entran ladrones por la noche!...
PICHÍN. – ¿Qué decís?...
DON BRAULIO. – ¡Ladrones!...
PICHÍN. – ¡A' hijuna!... (Se avalanza sobre don Braulio, éste esquiva el encuentro y le asesta una puñalada.)

Dichos. Batista

BATISTA. – (Saliendo.) ¿Otro bochinche? (Queda estupefacto.)
CANILLITA. – ¡Ah! ¡Don Braulio!... ¡Me hubiera dejado a mí!...
DON BRAULIO. – (Reponiéndose.) ¡Preferible es que acabe yo mis días en un presidio a que empecés los tuyos en una cárcel!...

Telón

Marcadores textuales

Señalan los accidentes de la prosa: la estructura, las conexiones entre frases, la función de un fragmento, etc. Tienen forma de conjunciones, adverbios, locuciones conjuntivas o incluso sintagmas, y son útiles para ayudar al lector a comprender el texto. La siguiente lista fue extraída de los siguientes autores: Marshek (1975), Flower (1989), Cassany (1991), «la Caixa» (1991) y Castellà (1992). Por supuesto, es forzosamente orientativa, funcional e incompleta.

Para estructurar el texto. Afectan a un fragmento relativamente extenso del texto (párrafo, apartado, grupo de oraciones…). Sirven para establecer orden y relaciones significativas entre frases.

Para estructurar las ideas. Afectan a fragmentos más breves de texto (oraciones, frases…) y conectan las ideas entre sí en el interior de la oración. Son las conjunciones de la gramática tradicional.



Los marcadores textuales deben colocarse en las posiciones importantes del texto (inicio de párrafo o frase), para que el lector los distinga de un vistazo, incluso antes de empezar a leer, y pueda hacerse una idea de la organización del texto. No hay que abusar de ellos porque pueden atiborrar el texto.

De La cocina de la escritura, Daniel Cassany, Anagrama, Barcelona, 1997

27 de abril de 2009

El demonio de la perversidad

Edgar Allan Poe

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de esta primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos por la razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue:
«Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible –pensé– me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! pero, ¿dónde?
Traducción de Julio Cortázar

¿Cómo ayudar a nuestros hijos con su falta de vocabulario?

Nada es mágico. Todo requiere una cierta disciplina. A ver si, mediante el siguiente mecanismo, que le hemos sugerido a nuestros alumnos durante años y con alentadores éxitos, vos mámá/papá podés participar en la resolución de este problema.
Vamos a empezar con un poema muy querido por este Taller de Escritura Creativa de León Felipe:

La palabra

Pero ¿qué están hablando esos poetas ahí de la palabra?
Siempre en discusiones de modista:
que si desceñida o apretada…
que si la túnica o que si la casaca…
¡Basta ya! La palabra es un ladrillo. ¿Me oísteis?...
¿Me ha oído usted, Señor Arcipreste?
Un ladrillo. El ladrillo para levantar la Torre… y la Torre tiene que ser alta… alta… alta…
hasta que no pueda se más alta.
hasta que llegue a la última cornisa
de la última ventana
del último sol
y no pueda ser más alta.
Hasta que ya entonces no quede más que un ladrillo solo,
el último ladrillo… la última palabra,
para tirárselo a Dios
con la fuerza de la blasfemia o la plegaria…
y romperle la frente… A ver si dentro de su cráneo
está la Luz… o está la Nada

León Felipe (1884-1968)

Tomemos de este conmovedor poema el concepto de palabra/ladrillo. Nuestros preadolescentes tienen un número bajo de palabras en su reservorio, es decir, pocos ladrillos. Entonces a la hora de construir un mensaje/relato llegan a levantar apenas un par de paredes en lugar de una casa.

Entonces todo se trata de incorporar palabras para construir conceptos e ideas o llevar nuestra imaginación hacia la creación de ficción. Para ello la lectura cumple un papel fundamental. Como todos muy bien sabemos, nuestros chicos salen de la escuela primaria sin lectura y con mucho menos escritura. Ahora, dentro de colegios como el Nacional de Buenos Aires, la exigencia de la escritura nos enfrenta a un verdadero dilema. Por otro lado los textos a que se enfrentan tienen la rigurosidad propia de los clásicos. Bien, estamos en una situación que debemos capitalizar de la siguiente manera.

Lo primero que tenemos que sugerirle es que anoten las palabras que desconocen a pesar que las saquen por contexto durante la lectura. Esto no se puede hacer en los libros porque son muy mezquinos en márgenes debido a las ediciones de bolsillo. Entonces es importante o forrar el libro con un papel afiche o tener una hoja que se use como señalador donde se anoten las palabras que no conocemos.

Luego, aprovechando el tiempo que están frente a la computadora, dentro de la carpeta con su nombre se abre un archivo de Word que lleve como título, por ejemplo, “Mi diccionario personal”.







MI DICCIONARIO PERSONAL

Allí se transcriben las palabras que se fueron anotando durante la lectura, pongamos como ejemplos las siguiente diez elegidas al azar:

diáfanas
endebles
vituperado
inveterado
díscolas
soez
fláccido
cenefa
deliquio
horrura

luego hay que generar un acceso directo al escritorio de la PC con el Diccionario de la Real Academia Española.









Hago click en el acceso directo, voy a mi documento y pinto, copio y pego la palabra a buscar en el casillero –diáfanas– que me ofrece el diccionario on line.

Obtengo de manera rápida y sin tener que hojear un diccionario el concepto que busco:

diáfano, na.
(Del gr. διαφανής, transparente).
1. adj. Dicho de un cuerpo: Que deja pasar a su través la luz casi en su totalidad.
2. adj. claro (‖ limpio).

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Pinto, copio y pego en mi documento.

diáfano, na.
(Del gr. διαφανής, transparente).
1. adj. Dicho de un cuerpo: Que deja pasar a su través la luz casi en su totalidad.
2. adj.
claro (‖ limpio).

Así con todas las palabras hasta que el diccionario personal vaya tomando forma.

En la segunda palabra no obtenemos resultados inmediatos nos lleva a la definición de endeblez:

endeblez.
1. f. Cualidad de endeble.

Entonces repetimos el procedimiento buscando endeble y ahora sí:

endeble.
(Del lat. vulg. *indebĭlis, flojo).
1. adj. Débil, flojo, de resistencia insuficiente.

Una vez que se tengan cuatro o cinco hojas de este diccionario personal se releé. A veces cuando buscamos una palabra es muy común que olvidemos su significado en poco tiempo, de esta manera sabemos que van a estar allí para un repaso. Este relectura permite fijar los conceptos, van a existir muchas palabras que jamás vamos a utilizar porque son poco prácticas, porque suenan feas o porque son demasiado estrambóticas, en ese caso se busca un sinónimo, tal vez allí encontremos la palabra ideal para su uso. Es decir, el diccionario de sinónimo debe ser nuestro mejor segundo amigo.

Después de un tiempo a los chicos les va a ocurrir algo significativo, cuando repasen los significados van a pensar: “¿Qué tonto para qué busqué el significado de esta palabra?”. Allí nos damos cuenta que funcionó el sistema, esa palabra está ya incorporada y no fueron nada tontos oportunamente porque si la buscaron era porque no conocían su significado.

Este sistema, desde ya se adaptará a la modalidad de trabajo de cada chico, pero en esencia son los pasos a seguir y les podemos decir que da muy buenos resultados a la hora de tener más ladrillos para construir esta torre o nuestra casa.[1]

¡Suerte!


[1] Otro paso posible, para hacer esto mucho más completo, pero que requiere mucho más esfuerzo, sería anotar el fragmento en el que la palabra apareció ya sea oración, verso, etc. o un contexto más amplio.



____–Este ambiente no me gusta nada –opinó la mamá de Sebastián. Los espectadores vociferaban los insultos más bajos. Pedían una lucha sangrienta con un sadismo que aterraba.
____–Demasiado agresivo –añadió su esposo.
____–¡Con ustedes –gritó el anunciador– para enfrentar al magnífico Saurio Real, la terrible Criatura de los Bosques!
____Por la puerta donde hiciera su entrada el mismo maestro de ceremonias, debajo de las gradas de la tribuna popular del sector sur, aparecieron dos Gríseos cargando la jaula. En el interior, flaco, con los ojos de un azabache opaco, traían a Zexurión. Colocaron la jaula de manera que la puerta coincidiera con la del ring. Los Gríseos exageraban los cuidados otorgándole al Tenopo una agresividad que no poseía. Era todo parte de la gran función organizada por Prorena. Con una lanza entre los barrotes lo obligaron a saltar a la arena del ring. Quitaron la jaula y cerraron la puerta con rapidez. La andanada de proyectiles fue impresionante. Zexurión se paró con la vista clavada en la platea del sector este. Firme, con un estoicismo admirable, soportó el impacto de los proyectiles. Sebastián tuvo que esperar muy poco hasta que el Tenopo se diera cuenta del cambio de plateas. Giró y se plantó, con la grandeza de ser el mejor guerrero de su pueblo, frente a la tribuna donde Sebastián esperaba con la naranja en la mano. Cuando levantó el brazo para arrojarla un Gríseo lo detuvo.
____–¿Qué haces? –dijo con un gesto complaciente– dámela, no debes arrojar comida. Debe estar deliciosa –se llevó la naranja a la boca y la mordió para sorber su jugo. Sebastián desesperó. Su padre estuvo a punto de intervenir por que el soldado no lo soltaba.
____–¡Aaajjjhhh! –se quejó el gigante descolorido– está agria –y soltando al niño la arrojó hacia la arena del Reñidero. No llevaba el tiro la suficiente fuerza y quedó a mitad de camino, fuera de la empalizada. Zexurión advertido del acontecimiento escaló con una velocidad notable por un tronco y se tiró al otro lado. Los Gríseos que se habían alejado por temor a recibir algún proyectil corrieron con sus lanzas. Los espectadores lanzaron un grito de horror al ver afuera a la temible Criatura de los Bosques. Muchos, especialmente los de las primeras filas, corrieron hacia la salida. Pero fueron tranquilizados por los Gríseos y retornaron a sus lugares. El Tenopo tomó la fruta y la sorbió hasta la última gota. Los Gríseos lo rodearon con sus lanzas obligándolo a retornar al contorno de lucha. Obedeció sin oponer la más mínima resistencia.
____–Por favor, señoras y señores, dejen de arrojar proyectiles –pidió el anunciador– por que me toca el enorme placer de presentarles a nuestro campeón invicto, la furia del Sud, el terror de los pantanos, el Saurio Real...
____El Reñidero Municipal explotó de júbilo. La puerta se abrió y apareció el monstruoso animal. Lo traía un Gríseo con una gruesa cadena de oro que terminaba en un collar también de oro, trabajado con piedras preciosas.
____–Pero ese animal es diez veces más grande que la Criatura de los Bosques –se quejó el padre de Sebastián al ver la diferencia de contextura de los dos contrincantes.
____–No hagás estos comentarios. Puede ofender a alguien –le aclaró Sebastián por lo bajo para evitar problemas extras.
____El animal se movía despacio. Era un lagarto enorme. De unos tres metros de largo y de gruesas mandíbulas. Sus filosos dientes sobresalían de los belfos, entrecruzándose.
____Sebastián, el Hacedor, el Vendedor de Sonidos, Lethien, el Alquimista y el Encantador de Pájaros miraban con insistencia la reacción del Tenopo. La fórmula debía hacer efecto de un momento a otro. Se lo veía tranquilo. No querían pensar ni por un instante que el miedo lo traicionase. Zexurión era muy valiente y a esa idea se aferraron todos.
____–¡Volá! ¡Volá! –repetía despacito Sebastián.
____–¡Vuela! ¡Vuela! –decían el Alquimista y el Hacedor en la tribuna popular del sector norte. Lo mismo repetían el Vendedor de Sonidos y Lethien en la tribuna opuesta. Por que no sólo que no volaba sino que se había puesto a patear los proyectiles que le habían tirado. Al principio sus amigos pensaron que se había vuelto loco o que era un gesto envalentonado, desafiante. Ya que sus ojos brillaban soberbios y temerarios. Nada más lejos de la realidad que esas conjeturas. Ante la imposibilidad momentánea de volar Zexurión decidió hacer frente al lagarto. Como primera medida repartió por todo el ring los objetos más contundentes que le habían arrojado. Con ellos hábilmente repartidos enfrentaría al Saurio Real tratando de nivelar la diferencia evidente que existía entre ambos. Sebastián miró hacia atrás, arriba, y vio al Guardián parado, apoyado en las rejas que cubrían los ventanales.
____Le abrieron la puerta del ring al gigantesco lagarto que no dejó por un momento de ser ovacionado por su parcialidad, que en ese lugar, era la enorme mayoría. Le sacaron el collar y pasó con dificultad, dada su envergadura, por el estrecho marco de la puerta.
____Los Amigos del Bosque, como habían sido bautizados, debían esperar un gesto del Tenopo. Como primer medida la pócima de vuelo tenía que hacer efecto. Si Zexurión no lograba volar el plan se complicaría a riesgo de abortarse.
____Una docena de Gríseos con lanzas se ubicaron en la empalizada. Su tarea consistía en vigilar que el Tenopo no vuelva a saltar el vallado de palos. Además de hostigarlo con las lanzas obligándolo a ir al medio del ring. El Saurio Real avanzaba abriendo su boca y mostrando la fila interminable de dientes en una actitud que no llegaba a intimidar al Tenopo. Al ver que el lagarto se le venía encima empezó a correr en círculo lo más alejado posible de éste. Debía cuidarse de las lanzas que asomaban peligrosamente por entre la empalizada. Era poco el espacio que le quedaba para circular. La intención del Tenopo era salir del campo visual de los ojos fríos y asesinos. Además lo obligaba a girar con sus patas cortas fastidiándolo hasta el cansancio con un movimiento que hacía con torpeza. Ganando su espalda constantemente tenía que cuidarse de la cola que era tan peligrosa como las mandíbulas. Los silbidos desaprobando la táctica bajaron de las gradas. El Tenopo tomó una botella de vidrio que le habían arrojado y la rompió contra uno de los troncos. Esa maniobra le exigió acercarse demasiado a las lanzas y una de ellas le lastimó el brazo. No era una herida importante, apenas un rasguño por donde comenzó a salir sangre. Con la mitad de la botella tomada por el pico se plantó ante el animal. La sangre del Tenopo lo excitó y avanzó con sus fauces abiertas preparando una dentellada mortal. Zexurión se movió con rapidez y arrojó el pedazo de botella adentro de la boca incrustándola en la garganta. Alcanzó a salir justo. A centímetros de su cuerpo se cerró la bocaza. El Saurio Real se quejó de dolor al sentir los vidrios en su carne. El público enmudeció. El lagarto enfurecido giró barriendo con su pesada cola y arremetió con violencia. Zexurión retrocedió y cuando lo tuvo encima saltó el largo cuerpo del reptil utilizando los primeros efectos de la pócima de vuelo. El movimiento fue tan oportuno y tan veloz que el Gríseo que lo veía retroceder no pudo retirar el lanzazo a tiempo. Esta se clavó encima de los ojos del lagarto que a su vez no pudo detenerse sorprendido por el escape del Tenopo. El Gríseo, que se había afirmado con todo el peso de su cuerpo, retiró la lanza hundida considerablemente entre el cuero y el cráneo de la bestia. Manó abundante sangre de la profunda herida. El mutismo del estadio reconocía las dificultades que atravesaba su campeón. Los integrantes de Prorena estaban por demás de serios. La derrota del Saurio Real no figuraba en sus planes. Haber hecho pasar hambre, frío y malos tratos al Tenopo no alcanzó para amedrentarlo. Con astucia estaba llevando la mejor parte del combate.
____Los Amigos del Bosque al ver el esquive de Zexurión entendieron que la pócima de vuelo comenzaba a hacer efecto. Una señal convenida recorrió el trayecto desde la tribuna norte hasta la sur indicando el momento de actuar. Y la acción comenzó.


© Gustavo Prego


25 de abril de 2009

Las aventuras de Gilgamesh

(Babilonia)

Había una vez en la ciudad de Erech un ser grande y terrible cuyo nombre era Gilgamesh. Tenía dos tercios de dios y sólo un tercio humano. Era el más poderoso guerrero de todo el Oriente; nadie podía medirse con él en el combate, ni lanza alguna podía prevalecer contra la suya. Merced a su poder y a su fuerza todo el pueblo de Erech estaba sometido a su dominio, y él lo gobernaba con mano de hierro, esclavizando a los jóvenes para que lo sirvieran, y apoderándose de cuanta doncella deseaba.
A la larga, las gentes perdieron la paciencia y suplicaron auxilio a los cielos. Él señor del firmamento escuchó su súplica y llamó ante sí a la diosa Aruru, la misma que en tiempos antiguos había formado al hombre con arcilla.
–Vé –le dijo– y moldea en arcilla un ser que pueda medirse con ese tirano; haz que luche con él y lo derrote, para que esa gente pueda experimentar alivio.
De inmediato la diosa mojó sus manos, y tomando arcilla del suelo formó con ella una monstruosa criatura, a la que dio el nombre de Enkidu. Era un ser fiero como el dios de las batallas, y todo su cuerpo estaba cubierto de vello. Tenía trenzas largas, como las de una mujer, y estaba vestido de pieles. Vagaba todo el día junto con las bestias del campo, y al igual que ellas se alimentaba de hierbas y bebía en los arroyuelos.
Pero en la ciudad de Erech nadie conocía su existencia.
Un buen día, cierto cazador que había salido al campo para armar sus trampas divisó a la extraña criatura que abrevaba en la fuente junto con los animales silvestres. Su mera aparición bastó para que el cazador palideciera. Con el rostro desencajado y macilento, con el corazón palpitante y desbocado, corrió hacia su casa presa de terror, mientras profería aullidos de pánico.
Al día siguiente cuando volvió al campo para continuar su acecho, encontró todos los fosos que había cavado llenos de tierra, todas las trampas que había armado destruidas, ¡y allí estaba el propio Enkidu soltando a las bestias atrapadas!
Como al tercer día volviera a suceder lo mismo, el cazador se fue a pedir consejo a su padre, quien le sugirió fuese a Erech e informara a Gilgamesh lo que sucedía.
Cuando Gilgamesh oyó lo que había pasado, y tuvo noticia de la salvaje criatura que estaba perturbando las tareas de sus súbditos, ordenó al cazador que escogiera una muchacha de la calle y la llevase al lugar donde se abrevaban las bestias; dijóle también que cuando Enkidu llecara a ese sitio, la chica debería desnudarse y cautivarlo con sus encantos. De este modo, cuando Enkidu la abrazara, los animales reconocerían que no era de los suyos, y lo abandonarían de inmediato, con lo que sería empujado al mundo de los hombres, y obligado a abandonar sus costumbres salvajes.
El cazador hizo lo que se le mandaba, y luego de un viaje de tres días llegó con la muchacha al lugar donde bebían las bestias. Durante otros dos días no hicieron sino esperar; al tercero, finalmente, aquel ser extraño y salvaje bajó a beber junto con los animales. Al verlo, la joven se despojó de sus ropas y reveló ante él sus encantos. El monstruo, seducido, la apretó brutalmente contra su pecho.
Retozó con ella durante toda una semana, y al cabo, saciado de sus encantos, quiso volver junto a los animales. Pero las ciervas y las gacelas ya no lo reconocían como uno de los suyos, de manera que cuando se les acercó lo eludieron temerosas y huyeron en tropel. Enkidu trató de alcanzarlas, pero al ponerse a correr sintió que sus piernas no le respondían y que sus miembros se envaraban; de pronto comprendió que ya no era una bestia, sino que se había convertido en hombre.
Rendido y sin aliento, volvió al lado de la oblea; y se sentó a sus pies. Pero ahora, profundamente transformado, la miraba fijamente a los ojos y estaba pendiente de lo que sus labios pronunciaran.
Entonces ella se inclinó hacia él y le dijo suavemente:
–Enkidu, te has puesto hermoso como un dios. ¿Por qué has de andar vagando con las bestias? Ven, déjame conducirte a Erech, la gran ciudad de los hombres. Deja que te lleve al templo resplandeciente, donde el dios y la diosa están sentados en sus tronos. Y es allí, por otra parte, donde Gilgamesh campea como un toro, teniendo al pueblo a su merced.
Al oír estas palabras Enkidu regocijó, pues como ya no era una bestia, anhelaba el trato y la compañía de los hombres.
–Llévame –le dijo– a la ciudad de Erech, al templo reluciente del dios y de la diosa.
En cuanto a í Gilgamesh y a sus correrías, pronto les he de poner coto. Lo desafiaré cara a cara, lo retaré, y le demostraré de una vez por todas que los mozos del campo no somos alfeñiques.
Era la víspera de Año Nuevo cuando llegaron a la ciudad, y se estaba celebrando el momento culminante de la fiesta, cuando el rey debía ser conducido al templo para desempeñar el papel del novio en un santo casamiento con la diosa. Las calles estaban flanqueadas por muchedumbres festivas, y por todas partes se oían los gritos de los jóvenes juerguistas, que impedían a los mayores conciliar el sueño. De súbito, por encima del estrépito y la algazara, se oyó el sonido de los címbalos en repiqueteo y el eco tenue de flautas lejanas; estos rumores fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta que por último, al doblar una curva del camino, apareció la gran procesión, encabezada por el mismo Gilgamesh, que se hallaba en el centro del cortejo. Siguió éste su marcha sinuosa por las calles, penetró en el patio del templo, se detuvo, y Gilgamesh se destacó de su comitiva avanzando hacia el edificio.
Pero cuando estaba por entrar, se produjo una repentina conmoción entre la multitud, y un momento después apareció Enkidu, parado ante las puertas resplandecientes, lanzando gritos de desafío y obstruyendo la entrada con su pie.
La muchedumbre retrocedió sobrecogida, pero su asombro se templó con un embozado sentimiento de alivio.
–Por fin –decía cada uno a su acompañante– se ha encontrado Gilgamesh con su par. ¡Pero si este hombre es su vivo retrato! ¡Tal vez un poquito más bajo, pero no menos fuerte, pues fue criado con la leche de las bestias salvajes! ¡Ahora sí que van a arder las cosas en Erech!
Pero Gilgamesh no se turbó en absoluto, pues había sido advertido en sueños de lo que iba a suceder. Había soñado que estaba de pie bajo las estrellas, y que repentinamente había caído sobre él desde el firmamento un dardo pesadísimo, que no podía sacarse de encima. Y luego, que un hacha enorme y misteriosa había sido lanzada de improviso en el centro de la ciudad, sin que nadie supiera de dónde procedía. Al relatar estos sueños a su madre, ella le había dicho que presagiaba la llegada de un hombre poderoso, a quien no podría resistir, pero que con el tiempo se convertiría en su mejor amigo.
Gilgamesh avanzó para enfrentar a su oponente, y momentos después se trababan en lucha cuerpo a cuerpo, bramando y embistiéndose como dos toros. Finalmente, Gilgamesh fue arrojado al suelo, y comprendió que en verdad se había encontrado con su par.
Pero Enkidu era tan caballeresco como fuerte, y vio en seguida que su adversario no era simplemente un tirano jactancioso, como le habían hecho creer, sino un guerrero bravo y corajudo, que había aceptado valientemente su reto, y que no había esquivado el combate.
–Gilgamesh –fe dijo– has demostrado plenamente que eres hijo de una diosa, y que el cielo misinote ha colocado en tu trono. No volveré a oponerme a ti: ¡seamos amigos!
Y ayudándolo a levantarse, se confundió con él en un abrazo.
Pero Gilgamesh amaba la aventura, y no podía resistir la tentación de embarcarse en alguna empresa azarosa. Un buen día propuso a Enkidu internarse juntos en el monte, y, como acto de arrojo, cortar uno de los cedros del bosque sagrado, dedicado a los dioses.
–Eso no es cosa fácil –respondió su amigo– pues el bosque está guardado por un monstruo fiero y terrible, llamado Humbaba. Muchas veces he podido verlo, durante mi convivencia con las bestias. Su voz resuena como una tromba, lanza fuego por las narices, y su aliento es una plaga.
–¡Qué vergüenza! –le contestó Gilgamesh–. ¿Cómo puede un guerrero de tu talla asustarse del combate? Sólo los dioses pueden sustraerse a la muerte; pero tú, ¿con qué cara mirarás a tus hijos cuando te pregunten qué hiciste el día en que cayó Gilgamesh?
Enkidu se dejó convencer por estas palabras, y una vez que estuvieron preparadas las hachas y las armas de combate, Gilgamesh se presentó ante los ancianos de la ciudad y les expuso su plan. Ellos trataron de disuadirlo, sin resultado. Se dirigió luego al Dios-Sol, para implorar su ayuda, pero éste se la negó. De modo que Gilgamesh recurrió a su madre, la reiría celestial Ninsun, pidiéndole que interviniera.
Pero cuando ella conoció sus planes quedó también aterrorizada.
Poniéndose su mejor vestido y su corona, subió al techo del templo e invocó al Dios-Sol:
–Dios-Sol –le dijo– eres el dios de la justicia. ¿Por qué, entonces, me has permitido alumbrar este hijo, y lo has hecho al propio tiempo tan indómito e incansable?
¡Ahora, mi querido Dios-Sol, se le ha dado por viajar durante días y días por senderos peligrosos, nada más que para combatir con el monstruo Humbaba! ¡Te pido que veles por él día y noche, y que me lo traigas de regreso sano y salvo!
Cuando el Dios-Sol vio sus lágrimas, su corazón se derritió de compasión, y prometió ayudar a los héroes.
Entonces la diosa bajó del techo y colocó en el pecho de Enkidu la divisa sagrada que llevaban todos sus devotos.
–De ahora en adelante –le dijo– eres uno de mis guardias. Marcha, pues, sin miedo, y conduce a Gilgamesh a la montaña.
Cuando los ancianos de la ciudad vieron que Enkidu ostentaba la divisa sagrada, revocaron su anterior decisión, y dieron su bendición a Gilgamesh.
–Puesto que Enkidu –dijeron– es ahora un guardia de la diosa, podemos confiarle sin temor la custodia de nuestro rey.
Con todo ímpetu y con el mayor entusiasmo los dos forzudos iniciaron su viaje, cubriendo en tres días un trayecto de seis semanas. Al cabo llegaron a un bosque frondoso, que presentaba a su frente una puerta enorme. Enkidu la entreabrió y espió en su interior.
–Apúrate –susurró a su compañero– y podremos tomarlo por sorpresa. Cuando Humbaba sale de su guarida se envuelve en siete túnicas superpuestas. Pero ahora está sentado sin más ropa que un sayo interior. ¡Podremos atraparlo antes que se escape!
Pero mientras decía esto, la enorme puerta giró sobre sus goznes y se cerró con estrépito, aplastándole la mano.
Durante doce días Enkidu permaneció postrado por el dolor implorando a su camarada que pusiera fin a tan audaz aventura. Pero Gilgamesh no quiso acceder a sus súplicas.
–¿Somos acaso dos encanijados –le gritó– tan mezquinos que la primera contrariedad nos deje fuera de combate? Hemos cumplido un largo viaje. ¿Vamos a volvernos derrotados? ¡Qué vergüenza! ¡Tus heridas pronto han de curarse, y si no podemos prender al monstruo en su refugio, lo esperaremos escondidos en la espesura!
De modo que se fueron del bosque, y finalmente llegaron al propio Monte de los Cedros, el pico alto y escarpado en cuya cima los dioses celebraban sus asambleas.
Fatigados por el largo viaje, se recostaron a la sombra de los árboles y muy pronto se dejaron vencer por el sueño.
Pero en medio de la noche Gilgamesh se despertó sobresaltado:
–¿Fuiste tú quien me despertó? –preguntó a su compañero–. Si tú no fuiste, debe haber sido la fuerza de mi sueño. Pues soñé que una montaña se estaba desplomando sobre mí, cuando de repente se me apareció el más apuesto hombre del mundo, quien me liberó de la abrumadora carga y me ayudó a ponerme de pie.
–Amigo –le contestó Enkidu– tu sueño es un presagio, pues la montaña que viste -es el monstruoso Humbaba. Ahora está claro que aunque caiga sobre nosotros podremos salvarnos y vencer.
Entonces se volvieron de lado, y el sueño volvió a caer sobre ellos nuevamente.
Pero esta vez fue Enkidu quien se despertó sobresaltado.
–¿Fuiste tú quien me despertó? –preguntó a su compañero–. Si tú no fuiste, debe haber sido la fuerza de mi sueño. Pues soñé que el cielo retumbaba y la tierra se estremecía, que el día se ponía oscuro, que las tinieblas la envolvían, que cayó un rayo, provocando un incendio, y que la muerte llovía del cielo. Y luego, de repente, el resplandor aminoró, el fuego se apagó, y. las centellas caídas se convirtieron en cenizas.
Gilgamesh comprendió muy bien que el sueño anunciaba mal para su amigo. Pese a ello, lo alentó a proseguir la empresa, y en seguida se levantaron y se internaron en la selva.
Entonces Gilgamesh empuñó el hacha y derribó uno de los cedros sagrados. El árbol cayó a tierra con estruendo, y Humbaba salió precipitadamente de su guarida, gruñendo y bramando. El monstruo tenía una faz extraña y terrible, con un solo ojo en el medio, que convertía en piedra a quien mirara. A medida que corría impetuosamente por la espesura, acercándose cada vez más, el ruido de las ramas rotas y desgarradas anunciaba su proximidad. Por primera vez Gilgamesh llegó a sentir realmente miedo.
Pero el Dios-Sol recordó su promesa y habló a Gilgamesh desde el cielo, incitándolo a prepararse sin miedo para el combate. Y cuando las hojas del matorral se abrieron para dar paso al rostro terrible que iba a presentarse ante los héroes, el Dios-Sol lanzó contra él vientos tórridos y huracanados desde los cuatro confines del cielo, que se estrellaron contra su único ojo, cegando su vista e impidiéndole avanzar o retroceder.
Y entonces, mientras el monstruo permanecía inmóvil, tratando de cubrirse con sus brazos, Gilgamesh y Enkidu se lanzaron sobre él, atacándolo hasta que pidió gracia.
Pero los héroes no le dieron cuartel, sino que empuñaron sus espadas y cortaron la horrible cabeza, separándola de su tronco gigante.
Luego Gilgamesh limpió su rostro del polvo de la batalla, sacudió su cabellera, se quitó sus ropas manchadas y se colocó su manto real y su corona. Tan maravilloso apareció en su belleza y en su valor que ni una diosa podría habérsele resistido, y así fue como la misma diosa Istar se presentó a su lado.
–Gilgamesh –le dijo– ven, sé mi amante. Te daré un carro de oro incrustado de piedras preciosas, y las muías que de él tiren serán veloces como el viento. Entrarás en nuestra casa aspirando el aroma de los cedros. El umbral y la escalinata besarán tus pies. Reyes y príncipes se inclinarán ante ti y te traerán como tributo las cosechas de sus tierras. Tus ovejas alumbrarán corderitos gemelos; los caballos de tu carro serán fogosos, y tus bueyes no tendrán rivales.
Pero Gilgamesh no se conmovió.
–Señora –le contestó–, hablas de prodigarme riquezas, pero más me pedirías en cambio. Los manjares y los vestidos que me exigirías serían los que convienen a una diosa; la casa tendría que estar puesta como para una reina, y tus ropas tendrían que ser de las más finas telas. ¿Y por qué habría yo de darte todo esto? No eres sino una puerta desgoznada, un palacio arruinado, un turbante que no alcanza a cubrir la cabeza, un alquitrán que ensucia las manos, un frasco que pierde, un zapato con clavos. ¿Alguna vez has sido fiel a algún amante? ¿Has cumplido jamás tu palabra de matrimonio? Cuando eras joven fue lo de Tammuz. Pero, ¿qué le sucedió? ¡Año tras año los hombres lloran su suerte! ¡El que llega a ti con su plumaje esponjado como un pájaro incauto termina con las alas rotas! ¡Al que viene como un león, en la plenitud de sus fuerzas, lo haces caer en siete fosos! ¡Al que viene como un brioso corcel, glorioso en la batalla, lo montas y lo haces-galopar leguas y leguas bajo la espuela y el látigo, y luego le das a beber agua fangosa! ¡Al que viene como un pastor cuidando su ganado, lo conviertes en un lobo rapaz, acosado por sus propios compañeros y mordido por sus propios perros! ¿Recuerdas al jardinero de tu padre? ¿Qué le sucedió? Todos los días te traía cestos de fruta; diariamente se complacía en proveer tu mesa. ¡Pero cuando desairó tu amor lo atrapaste como a una araña acosada en un rincón de donde no puede escaparse! ¡Y con seguridad que a mí me harías lo mismo!
Cuando Istar oyó estas palabras se enojó muchísimo, y voló en seguida al cielo para quejarse a su padre y a su madre dé los insultos que el héroe le había inferido. Pero el padre celestial se negó a intervenir, y le dijo redondamente que había recibido lo que se merecía.
Entonces Istar comenzó con las amenazas:
–Padre –gritó–, quiero que lances contra ese individuo al potente toro celestial, cuyas embestidas causan las tormentas y los terremotos. ¡Si rehúsas hacerlo, quebrantaré las puertas del infierno y libertaré a los muertos, para que se levanten y vengan a superar en número a los vivos!
–Muy bien –dijo al cabo su padre–, pero recuerda que cuando el toro desciende de los cielos, ello significa siete años de hambre sobre la tierra. ¿Has previsto esa emergencia? ¿Has almacenado alimentos para los hombres y forrajes para las bestias?
–He pensado en ello –replicó la diosa–. Hay bastante alimento para los hombres y heno para las bestias.
De este modo, el toro fue enviado desde el cielo, y acometió a los héroes. Pero cuando los embistió, bramando y echando espuma sobre sus caras, azotando y barriendo todo con su poderosa cola, Enkidu lo tomó por los cuernos, y le hundió su espada en el cuello. Luego le arrancaron el corazón y lo presentaron como ofrenda al Dios-Sol.
Entretanto, Istar iba y venía, recorriendo las murallas de Erech, y contemplando la lucha que tenía lugar allá abajo, en el valle. Cuando vio que el toro había sido vencido, saltó por encima de los baluartes y lanzó un grito desgarrador.
–¡Anatema a Gilgamesh –gritaba– que ha osado despreciarme y ha matado al toro celestial!
Al oír esas palabras, Enkidu, queriendo demostrar que él también había tenido parte en la victoria; arrancó las nalgas del toro y se las tiró a la cara.
–¡Me gustaría atraparte a ti –le gritó–, y hacerte lo mismo! ¡Quisiera poder arrancarte las entrañas, y colgarlas junto a las de este toro!
Istar quedó completamente derrotada, y lo único que le quedaba por hacer era prepararse a dar decorosa sepultura al toro, como cuadraba a una criatura celestial.
Pero aun esto le fue negado, pues los dos héroes levantaron en seguida la res y se la llevaron a Erech en triunfo. De modo que la diosa se quedó con sus doncellas, vertiendo ridículamente sus lágrimas sobre las nalgas del animal, mientras Gilgamesh y su camarada recorrían la ciudad alegremente y a grandes trancos, exhibiendo con orgullo las pruebas de su proeza, y recibiendo los aplausos del pueblo.
Pero no se puede burlar a los dioses; según lo que uno siembre, así habrá de recoger.
Una noche, Enkidu tuvo un sueño singular. Soñó que los dioses estaban reunidos en asamblea, tratando de decidir cuál de los dos, él o Gilgamesh, tenía más culpa por la muerte de Humbaba y del toro celestial. El más culpable, habían decidido, tenía que ser condenado a muerte.
Durante largo rato se prolongó la discusión, sin llegarse a un acuerdo, y en vista de ello Anu, el padre de los dioses, propuso una solución.
–En mi opinión –declaró– Gilgamesh es el más culpable, pues no sólo mató al monstruo, sino que también cortó el cedro sagrado.
Pero en cuanto pronunció esas palabras se desencadenó un pandemónium, y los dioses comenzaron a injuriarse en los peores términos.
–¿Gilgamesh? –vociferó el dios de los vientos–. ¡El verdadero reo es Enkidu, que fue quien lo condujo!
–¡Magnífico! –rugió el Dios-Sol, volviéndose bruscamente hacia él–. ¿Qué derecho tienes tú a hablar? ¡Fuiste tú quien encauzó los vientos hacia el rostro de Humbaba!
–¿Y qué diremos de ti1? –contestó el otro, estremecido de cólera–. ¿Qué diremos de ti? ¡Si por ti no fuera, ninguno de ellos hubiera cometido tales atentados! ¡Fuiste tú quien los alentó y quien corrió en su ayuda!
Con toda ferocidad siguieron riñendo y disputando, acalorándose cada vez más, y levantando gradualmente la voz. Pero antes de que llegaran a tomar una resolución, Enkidu despertó de su sueño.
Estaba ahora firmemente convencido de que debía morir. Pero cuando relató el sueño a su compañero, éste consideró que el castigo verdadero, después de todo, era para él.
–Querido camarada –le dijo llorando, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas–, ¿imaginan los dioses que al matarte me dejan a mí en libertad? ¡No, mi buen amigo; por todo el resto de mis días permaneceré como un mendigo, en el umbral de la muerte, esperando que la puerta se abra para poder entrar y ver nuevamente, tu rostro!
Durante el resto de la noche Enkidu yació despierto en su lecho, moviéndose y dando vueltas. Durante su insomnio le pareció que toda su vida pasaba ante él.
Recordó los despreocupados días de antaño, cuando recorría las montañas con las bestias, y luego evocó al cazador que lo había encontrado y a la muchacha que lo había seducido para que entrara en el mundo de los hombres. Rememoró también la aventura del bosque de los cedros, y cómo la puerta se había cerrado sobre su mano, infligiéndole la primera y única herida que jamás había sufrido. Y maldijo amargamente al cazador, a la joven y a la puerta.
Finalmente, los primeros rayos del sol matinal comenzaron a filtrarse por la ventana, bañando de luz la habitación y jugueteando con las sombras de la pared opuesta.
"Enkidu –parecían decir–, no todo ha sido tinieblas durante tu vida entre los hombres, y aquellos a quienes estás maldiciendo fueron rayos de luz. Si no hubiera sido por el cazador y la joven, todavía estarías comiendo pasto y durmiendo en el frío descampado; ahora, en cambio, comes a la mesa de los reyes y te acuestas en cama principesca. ¡Y si no fuera por ellos, nunca habrías conocido a Gilgamesh, ni habrías encontrado a tu mejor amigo!"
Entonces Enkidu comprendió que el Dios-Sol le había estado hablando, y no maldijo más al cazador ni a la muchacha, sino que les deseó toda suerte de bendiciones.
Al cabo de varias noches, tuvo un segundo sueño. Esta vez le pareció que un fuerte grito llegaba desde el cielo a la tierra, y que una extraña y espantosa criatura, con cara de león, y con alas y garras de águila, se lanzaba sobre él desde el vacío, y atrapándolo se lo llevaba. Repentinamente le brotaron plumas en los brazos y adquirió un aspecto semejante al del ser monstruoso que lo había raptado. Entonces comprendió que había muerto, y que una de las arpías del infierno se lo estaba llevando por la ruta sin retorno. Finalmente, llegó a la mansión de las tinieblas, donde moran las sombras de los que han partido. Y he aquí que todas las almas de los grandes de la tierra lo rodearon. Reyes, nobles y sacerdotes, despojados para siempre de sus coronas y de sus mantos, estaban sentados en confusión, como horribles demonios, cubiertos con alas emplumadas, y en lugar de asados y de guisos como antaño comían ahora polvo y suciedad. Y allí mismo, sentada en un elevado trono, la propia reina del infierno, con su fiel doncella agazapada ante ella, leía en una tableta los antecedentes de cada alma a medida que penetraba en las tinieblas.
Cuando se despertó, Enkidu relató el sueño a su compañero; y ahora, ya sabía con certeza cuál de los dos estaba condenado a muerte.
Durante nueve días Enkidu languideció en su lecho, debilitándose cada vez más, mientras Gilgamesh lo atendía, transido de dolor.
–¡Enkidu –exclamó en su angustia–, tú eras el hacha a mi costado, el arco en mi mano, la daga en mi cinturón, mi escudo, mi manto, mi mayor deleite! ¡Contigo desafié y soporté todas las cosas, escalé las montañas y di caza al leopardo!
¡Contigo derroté al toro celestial y luché con el ogro de la selva! ¡Pero he aquí que ahora estás envuelto en el sueño, amortajado en la oscuridad, y ni siquiera puedes oír mi voz!
Mientras profería estas lamentaciones vio que su compañero ya no se movía, ni abría los ojos; y cuando le puso la mano en el pecho, comprobó que el corazón de Enkidu ya no latía.
Entonces Gilgamesh tomó un lienzo y veló el rostro de Enkidu, tal como los hombres velan los rostros de las novias en el día de la boda. Y midió la tierra a largos pasos, yendo y viniendo, y lloró a gritos, y su voz era como la de una leona despojada de sus cachorros. Y desgarró sus vestiduras, se arrancó a puñados los cabellos, y se entregó al duelo más desesperado.
Durante toda la noche contempló el cuerpo postrado de su compañero, viendo cómo se ponía marchito y rígido, y cómo perdía toda su belleza,
–Ahora –dijo Gilgamesh– ya he visto la cara de la muerte, y estoy traspasado de terror. Algún día también yo estaré como Enkidu.
Cuando llegó la mañana, tomó una audaz resolución.
En una isla situada en los confines de la tierra vivía –según se comentaba– el único mortal del mundo que había podido escapar a la muerte: un hombre muy, muy viejo, cuyo nombre era Utna-pishtim. Gilgamesh decidió buscarlo y aprender de él el secreto de la vida eterna.
En cuanto amaneció se puso en viaje, y finalmente, luego de haber caminado mucho tiempo, recorriendo una gran distancia, llegó hasta los confines de la tierra, y vio ante sí una inmensa montaña, cuyos picos gemelos tocaban el firmamento, y cuyas raíces llegaban hasta los más profundos infiernos. Delante de la montaña había un enorme portón, guardado por terribles y peligrosas criaturas, mitad hombre y mitad escorpión.
Gilgamesh vaciló un momento, y se llevó las manos a los ojos para protegerlos de tan horrible visión. Pero luego se recobró y avanzó resueltamente hacia los monstruos. Cuando éstos vieron que no se asustaba, y cuando contemplaron la belleza de su cuerpo, advirtieron de inmediato que no tenían ante sí a un mortal común. Pese a ello, le cortaron el paso y le preguntaron cuál era el objeto de su viaje.
Gilgamesh les dijo que se había puesto en camino para encontrar a Utnapishtim, a fin de conocer el secreto de la vida eterna.
–Eso –le respondió el capitán de los monstruos– es algo que nadie alcanzó a saber, ni hubo jamás mortal alguno que haya podido llegarse hasta ese sabio inmune al tiempo. Pues el camino que nosotros guardamos es el camino del sol, sombrío túnel de doce leguas; un camino que no puede ser hollado por la planta humana. –Por largo y por oscuro que sea –contestó el héroe–, por grandes que sean las fatigas y los peligros, por más tórrido que sea el calor y por más glacial que sea el frío, yo estoy firmemente resuelto a darle cabo.
Al oír estas palabras, los centinelas tuvieron por cierto que se las habían con algo más que un mortal, y en seguida le abrieron el portón y le franquearon el paso.
Audaz e intrépidamente penetró Gilgamesh en el túnel, pero a cada paso que daba el camino se volvía más obscuro, de modo que muy pronto se vio privado de la visión, tanto hacía adelante como hacia atrás. Sin embargo, continuó avanzando, y cuando ya le parecía que su ruta era interminable, un soplo de viento acarició su rostro, y un tenue rayo de luz atravesó las tinieblas.
Cuando salió a la luz, un maravilloso espectáculo se ofreció a su vista, pues se encontró en medio de un jardín encantado, cuyos árboles estaban cuajados de pedrería. Y cuando todavía estaba absorto en la contemplación de tanta belleza, la voz del Dios-Sol bajó hasta él desde el cielo.
–Gilgamesh –le dijo– no avances más. Este es el jardín de las delicias. Quédate en él un tiempo y disfrútalo. Nunca antes habían los dioses concedido tal gracia a un mortal, y no debes esperar nada más grande. La vida eterna que buscas, nunca la podrás encontrar.
Pero ni siquiera estas palabras pudieron desviar al héroe de su rumbo, y dejando detrás de sí el paraíso terrenal, siguió adelante en su camino.
Al fin, fatigado y con los pies doloridos, llegó a un gran edificio con apariencias de posada. Arrastrándose hasta él lentamente, pidió que se le permitiera la entrada.
Pero la posadera, cuyo nombre era Siduri, lo había visto venir desde lejos, y juzgando por su desastrada apariencia que no era sino un vagabundo, ordenó que la puerta fuera atrancada ante sus propias narices.
En un primer momento Gilgamesh se enfureció y amenazó con quebrantar la puerta, pero cuando la señora le habló desde la ventana y le explicó la causa de su alarma, su cólera se enfrió y, tranquilizándola, le dijo quién era, la naturaleza de su viaje y por qué razón estaba tan desgreñado. Entonces ella abrió los cerrojos y le dio la bienvenida.
Al caer la noche se hallaban en franca conversación, y la posadera trató de disuadirlo de su empresa:
–Gilgamesh –le dijo–, nunca encontrarás lo que buscas. Pues cuando los dioses crearon al hombre le dieron la muerte por destino, y ellos se quedaron con la vida.
Deléitate, pues, con lo que se te concede. ¡Come, bebe y diviértete, que para eso has nacido!
Pero ni aun así se inmutó el héroe, sino que por el contrario se puso a preguntar a la posadera por el camino a Utnapishtim.
Ella le respondió:
–Vive en una isla lejana, y para llegar deberás cruzar un océano. Pero ese océano es el océano de la muerte y ningún hombre viviente ha navegado por él. Sin embargo, se encuentra ahora en esta posada un hombre llamado Urshanabi. Es el botero del anciano sabio, y ha venido aquí por un mandado. Tal vez puedas persuadirlo para que te cruce.
De modo que la posadera presentó a Gilgamesh al botero, y éste accedió a conducirlo hasta la isla.
–Pero con una condición –le dijo–. No deberás permitir que tus manos toquen las aguas de la muerte, y una vez que la pértiga que utilices se haya sumergido en ellas, deberás soltarla de inmediato y usar otra, para que ninguna gota moje tus dedos. De manera que toma tu hacha y corta ciento veinte pértigas, pues es un largo viaje y las necesitarás todas.
Gilgamesh hizo lo que se le aconsejaba, y poco después ambos se hacían a la mar en el bote.
Pero al cabo de algunos días de navegación las pértigas se acabaron, y pronto hubieran quedado a la deriva y hubieran fondeado si Gilgamesh no se hubiera arrancado su camisa para mantenerla en alto como si fuera una vela.
Entretanto, Utnapishtim estaba sentado en la ribera de la isla contemplando las olas, cuando de pronto sus ojos percibieron la familiar embarcación balanceándose precariamente sobre las aguas.
–Algo anda mal –murmuró–. Me parece que se ha roto el aparejo.
Pero cuando el bote se aproximó, vio la extraña figura de Gilgamesh manteniendo alzada su camisa contra el viento.
–Este no es mi botero –murmuró–. Con seguridad que algo anda mal.
Cuando tocaron tierra, Urshanabi llevó de inmediato a su pasajero ante Utnapishtim, y Gilgamesh le dijo por qué había venido, y lo que buscaba.
–¡Ay, joven –le dijo el sabio–, nunca encontrarás lo que buscas! Pues nada hay eterno en la tierra. Cuando los hombres firman un contrato, le fijan término. Lo que hoy adquieren, tendrán que dejárselo mañana a otros. Las viejas rencillas terminan por extinguirse. Los ríos crecen y se desbordan, pero al fin vuelven a bajar sus aguas. Cuando la mariposa sale de su capullo no vive sino un día. Todo tiene su tiempo y su época.
–Cierto –le contestó el héroe–. Pero tú mismo no eres sino un mortal, en nada diferente de mí; y sin embargo, vives perennemente. Dime cómo has encontrado el secreto de la vida, para llegar a ser semejante a los dioses.
Los ojos del anciano adquirieron un matiz de lejanía. Pareció como si todos los días de todos los años estuvieran pasando en procesión ante él. Finalmente, al cabo de una larga pausa, levantó su cabeza y sonrió.
–Gilgamesh –dijo lentamente–, te diré el secreto, un secreto noble y sagrado, que nadie conoce fuera de los dioses y de mí mismo. Y le relató la historia del gran diluvio que los dioses habían enviado sobre la tierra en época remota, y cómo Ea, el benévolo dios de la sabiduría, le había advertido de antemano por medio del silbido del viento que gemía entre los juncos de su cabaña. Obedeciendo las órdenes de Ea había construido un arca, la había calafateado con alquitrán y asfalto, había navegado durante siete días y siete noches mientras las aguas crecían, las tormentas rugían desencadenadas, y los relámpagos centelleaban. Y al séptimo día
el arca había encallado en una montaña en los confines del mundo, y él había abierto una ventana en el arca, soltando una paloma, para ver si las aguas habían descendido. Pero la paloma había regresado, por falta de lugar donde posarse.
Luego había soltado una golondrina, y ella también había retornado. Por último, había soltado un cuervo y éste no regresó. Entonces había desembarcado a su familia y a su ganado, y había hecho ofrendas a los dioses. Pero repentinamente el dios de los vientos descendió del cielo, lo volvió a conducir al arca, junto con su esposa, y lo hizo navegar sobre las aguas nuevamente, hasta llegar a la isla del lejano horizonte, donde los dioses lo habían colocado para morar en ella eternamente.
Cuando Gilgamesh oyó este relato, se dio cuenta en seguida de que su búsqueda había sido vana, pues ahora era evidente que el anciano no tenía fórmula alguna que darle. Se había vuelto inmortal, como acababa de revelarlo, por gracia especial de los dioses, y no, como Gilgamesh había imaginado, por la posesión de algún conocimiento oculto. El Dios-Sol tenía razón, y también la tenían los hombresescorpiones, al igual que la posadera; lo que buscaba nunca lo encontraría; al menos, de este lado de la tumba.
Cuando el viejo hubo terminado su historia, miró fijamente el rostro ajado y los ojos fatigados del héroe.
–Gilgamesh –le dijo bondadosamente– debes descansar un poco. Acuéstate, y duerme durante seis días y siete noches. Y no bien hubo pronunciado estas palabras, he aquí que Gilgamesh se durmió profundamente.
Entonces Utnapishtim se volvió hacia su mujer:
–Ya ves –le dijo– este hombre que quiere vivir eternamente ni siquiera puede estarse sin dormir. Cuando despierte, por supuesto que lo negará –los hombres siempre han sido mentirosos–, de modo que quiero que le des una prueba de su sueño. Por cada día que duerma, cuece una hogaza de pan y colócala junto a él. Día tras día esas hogazas se pondrán duras y se enmohecerán, y al séptimo día, cuando las vea en hilera ante sí, comprobará, por su estado, cuánto tiempo ha pasado durmiendo.
Así fue como todas las mañanas la esposa de Utnapishtim coció una hogaza, e hizo una marca en la pared para llevar cuenta de que otro día había pasado; y, naturalmente al cabo de seis días, la primera hogaza se había secado, la segunda estaba como cuero, la tercera estaba empapada, la cuarta tenía manchas, la quinta estaba llena de moho y sólo la sexta parecía fresca.
Cuando Gilgamesh se despertó, pretendió por supuesto que nunca había dormido:
–¿Qué es esto? –le dijo a Utnapishtim–, en el momento en que voy a echarme una siestesita me empujas el codo ¡y me despiertas! –Pero Utnapishtim le mostró los panes, y entonces Gilgamesh comprendió que había dormido durante seis días y siete noches.
Entonces Utnapishtim le ordenó lavarse y limpiarse, y prepararse para el viaje de regreso. Pero cuando el héroe subía ya a su bote, listo para partir la esposa de Utnapishtim se acercó.
–Utnapishtim –dijo–, no puedes enviarlo de vuelta con las manos vacías. Ha cumplido un largo viaje, con gran esfuerzo y fatiga, y debes hacerle un regalo al partir.
El anciano alzó la mirada, y contempló detenidamente al héroe:
–Gilgamesh –le dijo– te diré un secreto. En las profundidades del mar hay una planta que parece una estrellamar y tiene espinas como una rosa. ¡El hombre que de ella se apodere y la saboree recuperará su juventud!
Cuando Gilgamesh oyó estas palabras ató pesadas piedras a sus pies y se sumergió en las profundidades del mar, y allí, en el lecho del océano, encontró a la espinosa planta. Sin cuidarse de sus pinchazos la asió con sus dedos, cortó los lazos que sujetaban las piedras a sus pies, y esperó que la marea lo llevara hasta la costa.
Entonces mostró la planta a Urshanabi el botero:
–Mira –le dijo–, ¡ésta es la famosa planta llamada "Rejuvenece-barba gris"! ¡Aquel que la pruebe renueva su plazo de vida! La llevaré conmigo a Erech y haré que el pueblo la coma. ¡Al menos así tendré alguna recompensa por mis fatigas!
Luego de haber cruzado las peligrosas aguas y de tocar la tierra, Gilgamesh y su compañero iniciaron el largo viaje a pie hasta la ciudad de Erech. Cuando hubieron recorrido cincuenta leguas el sol comenzó a ponerse, y buscaron entonces un lugar donde pasar la noche. De súbito dieron con un fresco arroyuelo.
–Descansemos aquí –dijo el héroe–. Yo voy a bañarme.
Se quitó en seguida sus ropas, depositó la planta en el suelo, y se sumergió en las frescas aguas del arroyo. Pero en cuanto volvió sus espaldas, una serpiente salió del agua, y al olfatear la fragancia de la planta se la llevó consigo. Y apenas la probó, se desprendió de su vieja piel y recuperó su juventud.
Cuando Gilgamesh vio que la preciosa planta había escapado de sus manos para siempre, se sentó y lloró con amargura. Pero pronto volvió a levantarse, y resignado finalmente a compartir la suerte de toda la humanidad, volvió a la ciudad de Erech, retornando a la tierra de donde había venido.